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ocupación turca

La resistencia de los jóvenes kurdos de Silopi

Desde que comenzaron los disturbios hace dos meses en Kurdistán norte, las milicias urbanas YDG-H se han alzado contra el Estado turco controlando por completo tres de los once distritos de la ciudad. Mientras, el pueblo entierra a su mártires, ayuda a los militantes y clama venganza.


Cuando el ocaso del sol llega, Hevala Dicle sale de su guarida en el distrito de Zap. Desde allí, el centro en donde comenzó la revuelta popular dirigida por las milicias urbanas YDG-H, recorre las calles animando al pueblo a golpear cualquier objeto que produzca ruido. Saluda a cada kurdo y conversa con cada uno durante un par de minutos. «Vamos, ¿por qué no estás golpeando esto? Hay que recordar a la policía que estamos aquí», repite a quienes se relajan en la calle. Para ella, su pueblo tiene que luchar para obtener los derechos negados por el Estado turco. Por eso unos golpean cacerolas, otros defienden los barrios con armas y Hevala Dicle incentiva a continuar la insurrección que comenzó hace dos meses. En este tiempo, con la ayuda incondicional del pueblo kurdo, el Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriota (YDG-H) ha conseguido controlar por completo tres de los once distritos de la ciudad de Silopi, a día de hoy una de las plazas más críticas en Kurdistán norte.

Esta escena tiene su comienzo una decena de horas antes, cuando al menos un millar de personas despedían a Ali Ödük y Halil Can, dos de los tres «mártires» fallecidos mientras combatían al Estado turco. Los llantos de los familiares contrastan con la alegría de los más pequeños. «Están matando a nuestros hijos», dice una madre que utiliza un velo blanco que deja entrever parte de su cabello. Cada poco tiempo repite junto al resto de asistentes las consignas en apoyo al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), levanta sus manos formando el símbolo de la uve con sus dedos y lanza plegarias por sus «hermanos» caídos. Entre medias, y al unísono, todos claman «Venganza».

El pasado más oscuro parece renacer en Kurdistán norte desde que comenzaron los bombardeos del Estado turco a las posiciones del PKK; también la ira de un pueblo que ha vivido un puñado de años de relativa paz en las últimas cuatro décadas. «Erdogan quiere su sistema presidencialista a costa de la sangre de nuestros hijos. Sus manos nunca volverán a estar limpias. Nosotros queremos la paz, pero esto no se lo vamos a permitir», asevera Ahmet, de 50 años. Su tabaco de liar pasa de mano en mano mientras recuerda que sus hijos ya conocieron las cárceles turcas. «Uno estuvo 13 años en la cárcel; el otro, siete. En total, tres de mis nueve hijos están ahora mismo con el PKK». Su historia sería una excepción si no fuese porque vive en Kurdistán norte, una región en donde las lágrimas por los caídos serían capaces de desbordar lagos.

Ali Öduk era un militante del YDG-H. Fue abatido a sus 20 años por una bala turca que le reventó la cabeza. Sus otros dos compañeros, acorralados en una casa, decidieron inmolarse al soltar una granada de mano. «Qué valor hay que tener para hacerlo. Son unos héroes y lo hicieron para no ser torturados», explica emocionado un militante del YDG-H mientras pasa las fotografías de los fenecidos. «Öduk se unió al PKK cuando era un niño, a los 11 o 12 años. Pero se rompió un brazo y tuvo que volver a casa. Desde entonces, solo ha pensado en Kurdistán y su liberación», dice su primo. Él es una persona pausada, pero, al igual que todos los kurdos que asisten al entierro, se indigna cuando los vehículos blindados turcos cruzan el área. «Quieren provocarnos porque su ‘perro’ –Erdogan– quiere su sistema. Nosotros le enseñaremos el derecho de autodefensa de nuestro pueblo», asegura Hevalo Horakol, miembro del YDG-H que, al igual que el resto de sus compañeros, utiliza un apodo de guerra encabezado por la palabra heval, amigo en lengua kurda.

Cuando finaliza la ceremonia, la mayoría abandona el cementerio. Se dirigen hacia el barrio de Zap –Basak, en turco–. Allí las barreras artificiales creadas por sus habitantes brotan como símbolos de libertad. Las hileras de huecos taladrados durante la noche, las minas, los sacos de tierra y los vehículos calcinados recuerdan que es el centro de la resistencia de esta ciudad fronteriza con Irak. «Aquí no puede entrar la policía desde hace un mes. Ellos nunca se bajan de los blindados, porque nos tienen miedo», dice riéndose Horakol, un joven de 17 años al que le gusta bromear.

Un coche calcinado y una tela de plástico azul indican el límite del distrito de la calle 56, la principal arteria de Zap. No es aconsejable pasar por su parte trasera, donde está la estación policial que los militantes quieren tomar, pero aún no es el momento. Al igual que en Zap, la ofensiva kurda ha posibilitado el control completo de los barrios de Barbaros y Karsiyaka. «En breve tendremos otros tres distritos más», afirma Dicle. Esto supondría dominar seis de los once barrios que conforman la ciudad. Una situación que se repite en otras regiones y que el pueblo turco apenas conoce debido al control mediático del Partido Justicia y Desarrollo (AKP).

 

¿Quiénes conforman el YDG-H? Las banderas de Öcalan, el YPG y el HPG –el brazo armado del PKK– escoltan en las estrechas calles de Silopi a las pintadas relacionadas con los kurdos marxistas. Los emblemas que decoran las casas de no más de dos plantas se han convertido en un reto más para Erdogan y sus aspiraciones presidencialistas. Las milicias YDG-H no son imponentes ni en número ni en experiencia, pero cada día hacen retroceder un poco más a las fuerzas turcas. En su mayoría son jóvenes que apenas superan los 25 años y han crecido con los traumas de sus familiares. Los niños deambulan por el centro de operaciones ayudando a cocinar, limpiar y aprendiendo las tácticas que pueden llegar a utilizar en años venideros. Aunque afirman que nunca luchan antes de los 17 años, muchos jóvenes con aspecto infantil cabalgan durante la noche con un fusil en la mano. Generalmente disponen de puestos cercanos y escopetas de corta distancia y fuerte ruido; así los más experimentados podrán auxiliar a unos bravos combatientes que aseguran no tener miedo a la muerte.

Luchan contra el tráfico de drogas, pueden ser destinados a otras ciudades y su entrenamiento no es ni de cerca el que caracteriza al PKK. Según afirma Hevala Berivan, no son lo mismo, aunque su objetivo sí lo sea: traer los derechos al pueblo kurdo y liberar a su líder. «Antes la situación era diferente y hacíamos lo que decía el PKK. Pero ahora, si nos piden que paremos la lucha, no lo haremos. El PKK lucha por nosotros y por eso somos simpatizantes, pero solo pararemos si liberan a nuestro líder Apo –apodo de Abdullah Öcalan– o él mismo no los pide. Aunque al final, nuestros camaradas de Qandil piensan lo mismo». En los últimos cinco meses, el AKP no ha permitido el contacto entre los políticos kurdos y Öcalan. Las conversaciones que fructificaron en la esperanzadora hoja de ruta del 28 de febrero parecen hoy enterradas junto con la paz.

Los miembros del YDG-H dicen no tener comandantes, pero cuando determinados militantes llegan a las zonas de reunión, se nota la tensión en los más jóvenes y las bromas dan paso al silencio. Tampoco sería extraño que el PKK tuviese a varios hombres coordinando las acciones en Silopi, un extremo negado por los jóvenes. La táctica desarrollada parece simple: ir calle a calle, distrito a distrito, con el apoyo del pueblo. «Sin el pueblo kurdo, no podríamos existir», repite Berivan. A veces, para preparar emboscadas a los soldados turcos, salen de sus dominios en sus coches sin matrícula. Los mayores problemas en ese momento son los francotiradores. «Durante la noche, cuando la mayoría de la gente no sale de casa en los barrios que no están aún liberados, las fuerzas turcas disparan a todo lo que se mueve», asevera Horakol. Según la prensa kurda, los francotiradores turcos dispararon hace varias semanas a una mujer de 55 años y a su hija en el barrio de Karsiyaka. La madre es hoy un nuevo «mártir».

 

El pueblo kurdo denuncia con una sola voz que el Estado turco está torturando a sus hermanos y que no pueden hacer una vida normal debido a la presión policial. «Por la noche nadie sale, porque la policía te interroga, pega y arresta», asegura Ahmet, quien solía acudir a los salones de juego a disfrutar del entretenimiento nacional llamado okey. HRW publicó recientemente un informe destacando el abuso policial en Kurdistán norte. Golpes, torturas, ejecuciones y obstrucción a la atención sanitaria son algunos de los hechos que se desprenden de los testimonios recabados por la organización. Esto supone una vuelta a las tácticas más sucias de los años 90. En estos momentos, muchos kurdos tienen miedo de ayudar a los heridos o incluso acudir a los hospitales, porque pueden ser relacionados con el PKK. «Aquí todos somos del PKK, pero no todos usamos las armas. Aunque esto al Estado turco le da igual», dice resignado Ahmet.

«Nosotros no queremos matar a la gente y no tenemos ningún problema con el pueblo turco, pero no nos queda otra opción para obtener nuestros derechos. Ha sido Erdogan quien ha empezado y nos ha engañado», agrega Hevalo Robin Sores, un joven de 19 años. Su madre, al igual que su hijo, no duerme por la noche. Mientras Robin Sores se escurre por las estrechas calles kurdas, su madre deambula por la casa en una tensa espera. El sonido de las armas o el seco disparo del francotirador son pinchazos en un corazón, el kurdo, acostumbrado a enterrar a sus hijos. De momento, Robin Sores continúa acudiendo a su casa sobre las ocho de la mañana. Se reúne con su madre para desayunar. Horas más tarde, se volverán a despedir como si fuese la última vez. Así es la envolvente rutina de los kurdos cuando la guerra llama a su puerta.

Su madre, al igual que otras cientos de miles, es consciente de que la resistencia traerá un mejor futuro y que en Kurdistán los más jóvenes tienen que elegir entre los senderos que conducen a las montañas Qandil –base del PKK– o a la opresión social. Robin Sores es el único de sus siete hermanos que ha tomado el camino de las armas. «Ellos tienen otra vida y hacen bien. Hay muchas formas de luchar para liberar Kurdistán. Yo he tomado las armas porque alguien tiene que hacerlo», explica con una sonrisa entrecortada.

Durante la noche, los jóvenes militantes kurdos protegen los barrios liberados mientras algunos habitantes crean barreras a base de sacos llenos de tierra, ladrillos o zanjas en las calles. Durante el día, mientras ellos duermen, es el pueblo quien avisa de las improbables incursiones de blindados turcos. Se apoyan los unos a los otros las 24 horas. Por eso, a pesar de tener una evidente deficiencia tecnológica, pueden ir ganando paso a paso el terreno que consideran suyo y no del Estado turco. Así llevan dos meses, pero podrían pasar años en los que estos jóvenes no irán más al colegio y cambiarán las pelotas por las granadas y la vida por la resistencia. «Entre la infancia y la madurez de un niño kurdo está la guerra, por eso los niños kurdos nunca serán como los otros», sentencia Dicle, cuyas palabras, en muchos casos, son un calco de los textos de Öcalan.

La ruptura. El impasse del noveno proceso de paz entre el PKK y el Estado turco está arrojando cifras estremecedoras. Tras el primer mes de confrontación, de continuar la progresión, las muertes convertirían 2015-16 en el año más sangriento en toda la historia de este conflicto, que ha dejado más de 40.000 muertes, en su mayoría kurdas. El desencadenante se produjo cuando 33 jóvenes murieron por un ataque bomba en la localidad kurda de Suruç. El PKK culpó al AKP de colaborar con el Estado Islámico (EI) y, como represalia, mató a dos policías turcos en la región de Ceylanpinar.

Desde entonces, han sido arrestados más de 2.000 kurdos, se han declarado 120 áreas de “seguridad especial militar”, producido miles de bombardeos a las bases del PKK y las calles de Kurdistán norte se han llenado a diario de sangre kurda y turca. «Los datos oficiales dicen que el otro día murió un solo policía en Silopi. Yo estaba allí y vi que eran al menos cuatro. Los otros tres son huérfanos que han sido criados por el Estado y por eso pueden ocultarlo», dice Horakol mientras enseña el vídeo de la explosión.

 

Pese a que intelectuales, artistas y políticos kurdos han pedido silenciar las armas, la coyuntura no es esperanzadora. En las ciudades de Cizre y Silopi, cada noche retumban los sonidos de las balas y, debido a la inseguridad, el paso fronterizo de Habur ha sido cerrado en varias ocasiones. Según el YDG-H, el PKK no está actuando con todo su potencial. «Si el grupo marxista quisiese, controlarían ahora mismo todo Silopi y Kurdistán ardería», asegura Horakol.

El punto más conflictivo en la región de Sirnak es Cudi Dagi, una montaña a una decena de kilómetros de Silopi en donde el PKK lucha contra el Estado turco. Allí quedan pocos habitantes y, al igual que Sendimli y Silvan, es uno de los terrenos más parecidos a la guerra: toques de queda constantes, prohibiciones de entrada a la ciudad y aviones sobrevolando la región. Dentro de esta vorágine bélica, las áreas rurales colindantes están siendo de nuevo vaciadas para evitar que el PKK se entremezcle con la población. Según los datos oficiales, 100.000 personas han abandonado el sureste de Anatolia.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no ha cesado de repetir que el PKK tiene que abandonar las armas para volver a la mesa de negociación. Esto parece improbable con las guerras que los militantes libran en Irak y Siria. Los altos mandos de Qandil siempre sostuvieron que Erdogan usaba la paz con fines electorales. Ahora parece que la táctica es la opuesta: la guerra. Así lo piensan muchos anatolios y hasta los familiares de los soldados turcos fallecidos. El objetivo del presidente es asemejar al PKK con el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) para que pierda parte del apoyo obtenido de los turcos de izquierda y liberales el pasado 7 de junio. Parece que no está funcionando y, según las encuestas, el partido pro-kurdo se mantendrá en torno al 13% de los votos en los comicios del 1 de noviembre.

«Puede que esta lucha sea mala para el HDP, pero nosotros no pensamos en la vía política y recordamos la presión y falta de respeto de los dos últimos años. Sabíamos que el proceso explotaría, porque nuestros vecinos nos han engañado con fines electorales», afirma Berivan. Ante esta situación, los kurdos han empezado a declarar las autonomías democráticas, uno de los principales puntos del programa electoral del HDP. Esta medida ha provocado que decenas de alcaldes sean arrestados. Otros, como los de Yüksekova, se han fugado para no enfrentarse a la «justicia» turca. Mientras las fuerzas de seguridad cambian las latas de gas por las balas, el pueblo sufre los efectos de un conflicto que solo, dicen, quiere Erdogan, el hombre que ha copado –para lo bueno y lo malo– la actualidad turca en la última década.

Durante las noches venideras, cuando empiecen los disturbios en Silopi, todos volverán a entrar en sus casas y los locales cerrarán. Los hombres dejarán de jugar a las cartas y mirarán con precaución por la ventana. Esto sucederá en las áreas no liberadas por el YDG-H, aún más de la mitad de la ciudad. En cambio, dentro de sus fronteras revolucionarias, las tiendas permanecerán abiertas y sus habitantes saldrán a la calle para hacer ruido, hablar y beber té de contrabando. Muchos, como la madre de Robin Seros, esperarán hasta el amanecer, cuando sabrán el parte de bajas. Puede que el nombre de su hijo esté algún día allí, escrito en rojo, verde y amarillo. Entonces, decenas de kurdos se pelearán por llevar su féretro hasta el cementerio. Será un héroe, un mártir, y sus hermanos, el pueblo, volverán a pedir venganza.