7K - zazpika astekaria
IRITZIA

SOS


Todos están sorprendidos. No han funcionado sus modelos, ni sus programas ni los infinitos datos con que alimentaban sus ordenadores. Los expertos –politógos, veteranos de campañas, los que entienden de matemáticas y estadísticas, viejos lobos de la política y casi todos los periodistas– ofrecían sus espléndidos análisis sobre cómo era esa extraña cosa llamada pueblo o electorado, sobre cómo se comportaba y cómo reaccionaba ante los gritos, engaños y manipulaciones de ciertos personajes irritantes llamados candidatos. Los científicos entendían casi todo hasta que el día 8 de noviembre pasado se vio que no entendían casi nada. Ahora los expertos profesionales argumentan que este es un país muy dividido, y enseñan un mapa tramposo donde ilustran dónde están los de azul (demócratas) y los de rojo (republicanos). Esa es ahora la narrativa oficial que desean imponer los maestros del juego político y mediático.

Pero la división no es entre colores, de un lado y del otro, horizontal a lo largo de un mapa, sino vertical: lo que ha caracterizado a estas elecciones desde su inicio hace casi dos años es que la división es entre los de arriba y los de abajo. Esta ha sido una contienda de insurgencias contra las cúpulas azul y roja. La opinión pública ha reprobado a ambos partidos, a casi todos los candidatos y, cuando pudo, votó contra la élite política y económica tanto en las primarias como en las generales.

Al anular la opción progresista para la expresión de esa insurgencia, con Clinton y sus aliados haciendo todo lo posible por descarrilar la amenaza del socialdemócrata Bernie Sanders –quien durante su campaña, y posiblemente ahora, es el político con el mayor índice de popularidad en este país–, solo dejaron la opción de un demagogo derechista y los infinitos adjetivos que se merece. Siempre ha existido una corriente racista y hasta fascista en este país, y la campaña y ahora la elección de Trump han desatado estas corrientes como un veneno. Y esto apenas acaba de empezar. Pero aún más importante es entender que no todos, tal vez solo una minoría de los 60 millones de los que votaron por él, forman parte de esa corriente. De hecho, muchos de ellos eran sindicalistas y demócratas y habían votado dos veces por un presidente afroestadounidense.

Por lo que sí votaron todos ellos fue por derrocar lo que ambos candidatos insurgentes llamaron «un sistema amañado al servicio de una oligarquía». El problema, obviamente, es que el resultado expresado por Trump y su gente pone a todo el planeta en peligro y a los más vulnerables dentro de este país en situación de peligro inmediato. Parece que los políticos y los expertos –incluidos los encargados de la campaña demócrata– nunca apagaron sus ordenadores para ir a tomar una cerveza o un whisky en un bar y hablar con los que estaban por sacudir al mundo al expresar su hartazgo, su ira y su temor.

Ahora ese resentimiento, la ira y desesperación que hay abajo –sobre todo de la clase trabajadora blanca urbana y rural, gente que sentía que había perdido todo, incluso a su propio país– han llevado a una crisis, y la cúpula está buscando cómo manejarla. Es la cosecha de tres décadas de un consenso bipartidista en las políticas neoliberales aplicado en el país más rico del mundo. Las advertencias sobre sus consecuencias se expresaron desde el gran debate trinacional sobre el libre comercio a finales de los 80, en el movimiento altermundista a finales de los 90, recientemente con Ocupa Wall Street y después en la gran insurgencia progresista sin precedente de Sanders.

Pero lo más trágico es que, en lugar de una vuelta progresista o por lo menos liberal, hemos llegado –en gran parte por la arrogancia de los liberales y la falta incomprensible de una respuesta masiva durante el último año a esta amenaza venenosa– a una expresión de tintes fascistas.

De hecho, algunas de las pancartas en las protestas en las calles llaman a una resistencia al fascismo en Estados Unidos. “Adiós, América” se titula el artículo del autor y académico liberal Neal Gabler en el portal de Moyers & Company: «Estados Unidos murió el 8 de noviembre del 2016… por su propia mano, vía el suicidio electoral. El pueblo optó por un hombre que ha deshecho nuestros valores, nuestra moralidad, nuestra compasión, tolerancia, decencia, sentido de propósito común… Ya no podemos simular que somos excepcionales o buenos o progresistas o unidos. No somos nada de esas cosas».

Tal vez sea hora de que los pueblos del mundo que han expresado su horror ante lo ocurrido empiecen a preparar brigadas internacionales de solidaridad con las que apoyar la resistencia que ahora nace en estas calles contra la sombra que oscurece al país.