Marta Maroto
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Fotografía: Javi Julio I Nervio
Javi Julio

Renacer en Europa: dos años después de ser rescatados por el ‘Aita Mari’

Dos años y medio después de cruzar el Mediterráneo, y tras una pandemia durísima que postergó los sueños de trabajo y normalidad, los migrantes rescatados en la primera misión del barco de salvamento ‘Aita Mari’ escogen la misma palabra: seguridad.

Hafez se ha convertido en un gigante de 19 años. Su espalda ha ensanchado, hasta la cara le ha cambiado y lleva un corte de pelo a la ultimísima moda. Siguen intactos, sin embargo, el hoyuelo en la mejilla derecha de su sonrisa y su mirada oscura e inteligente, esa que le llevó a cruzar medio continente africano sin recibir apenas golpes. A su manera de arrastrar las palabras, cuando habla de Sierra Leona, su casa, le ha salido un deje de acento francés.

Anoche salió de fiesta y hoy está cansado. Habla despacio en el salón de un piso que comparte con personas de más nacionalidades africanas a las afueras de París. El tiempo como referencia se ha borrado de sus recuerdos, y su memoria es un cúmulo de historias que se entrelazan y cuentan en función de los desiertos, las cárceles y los países.

Vivía cómodo en Freetown, la capital de Sierra Leona, pero al morir su padre, un importante hombre de negocios, empezó la lucha por la herencia dentro de su familia. Fue amenazado de muerte y secuestrado por sus propios tíos. «Si vas a marcharte, vete a Europa donde sí tendrás derechos», le dijo su madre mientras le veía hacer las maletas, la suya y las de sus tres hermanos.

Haroon, 23 años. Se fue de Darfur, Sudán, en octubre de 2016. Llegó a Angers en febrero de 2020 en busca de una nueva vida. Consiguió cambiar el paisaje polvoriento de su país para afincarse en Angers, una localidad a 300 kilómetros de París llena de adoquines y castillos medievales.

Las dos chicas se quedaron en Guinea, el país vecino, porque aventurarse a cruzar el desierto las exponía a las peores vejaciones. Hafez y su hermano menor siguieron hacia el norte, hasta Libia, donde fueron separados por las milicias. Después de cruzar el mar y una vez a salvo en Italia, Hafez durmió una semana entera, dice conteniendo una carcajada.

Tras meses esperando regularizar su situación en Sicilia, se cansó y cruzó al Estado francés, donde le ha sido concedido el asilo. En cuanto ahorre lo suficiente y encuentre la forma, piensa regresar a Guinea, y no parará hasta encontrar a sus hermanas, con quien hace más de un año perdió el contacto. «No hay día que no me levante pensando en ellas», asegura.

La de Hafez es una de las 79 vidas que hace ya dos años y medio le fueron arrebatadas al mar y al infierno libio en la primera misión de rescate del ‘Aita Mari’, barco de la ONG Salvamento Marítimo Humanitario (SMH), levantada con el apoyo de la sociedad y las instituciones vascas.

El buque era un antiguo pesquero a punto de ser desguazado que, a principios de 2018, fue encontrado por los dos Iñigos: Iñigo Mijangos, presidente de SMH, e Iñigo Gutiérrez, quien por entonces ejercía como vicepresidente. Cientos de manos, muchas voluntarias de todas partes de Euskal Herria y de la península, pasaron meses reconstruyendo la cubierta y los camarotes, pintando la bodega y llenándola de mantas y alimentos. Fue un auténtico auzolan.

Shaw, 29 años. Partió de Freetown, Sierra Leona, en octubre de 2016 y llegó a Sicilia en noviembre de 2019. Ya tiene los papeles que le protegen como refugiado, un apartamento alquilado y un trabajo.

Libia, laberinto mortal

Una vez puesto a punto el barco, en el otoño de 2018 y contra todo pronóstico, empezó el bloqueo institucional. Fueron meses de permisos denegados por la Marina Mercante, organismo dependiente del Ministerio español de Fomento, alargando los tiempos de espera y retrasando la salida de la nave. El Gobierno de Madrid, que meses atrás había organizado el espectacular desembarco del ‘Aquarius’ en el puerto de Valencia, prohibía ahora al ‘Aita Mari’ navegar cerca de las costas de Libia, desde donde salen las pateras.

Audaz, el ‘Aita Mari’ logró salir de territorio español dirección a Grecia cargado de ayuda humanitaria para aliviar el invierno en los campamentos de refugiados de las islas del Egeo. Y desde allí puso rumbo a la zona de salvamento, ese triángulo que forman las islas de Malta y la italiana Lampedusa con la costa de Libia, la ruta más mortífera de entrada a Europa.

En 2022 ese trozo de mar ya se ha cobrado la vida de 552 personas, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), y 2021 cerró con el triple, 1553. Todos los migrantes velan a amigos o guardan recuerdos de quienes fueron tragados por el mar.

21 de noviembre de 2019. Izaskun, la enfermera del ‘Aita Mari’, gritó señalando al infinito sin quitarse los prismáticos: 79 personas, entre ellas seis mujeres –una de ellas embarazada– y un niño, viajaban en una patera de goma, con apenas gasolina en el motor tras dos días en el mar. El rescate fue rápido y eficaz. Los gritos de ‘¡boza!’ –el canto en el árabe marroquí a la libertad, que significa ‘¡lo hemos conseguido!’– se callaron pronto bajo el toldo de popa cuando una patrullera libia alcanzó el barco y dio un rodeo. Muchos llevaban varios intentos frustrados de cruzar el mar y reconocían las veloces lanchas cedidas por Italia que llevaban a las pateras de vuelta al infierno. A Libia.

Libia es un laberinto mortal para la migración subsahariana, que acude atraída o engañada por promesas de trabajo o la posibilidad de cruzar a la ‘seguridad’ de Europa. La mayoría no saben lo que les espera, porque a los oídos de los jóvenes solo llegan historias de riqueza y dignidad. Al llegar se encuentran con un país fallido controlado por un mosaico de milicias donde se tortura y trafica con personas.

«Te matan por ser negro, te detienen, te lo quitan todo y te pegan solo por ir andando por la calle si eres negro», así describía Shaw (30 años) el apartheid libio horas después del rescate. También de Sierra Leona, ha vivido estos años en Pozzallo, la ciudad portuaria del sur de Sicilia donde finalmente se realizó el desembarco. Ya tiene los papeles que le protegen como refugiado, un apartamento alquilado y un trabajo estable en una empresa que se encarga de reparar el tendido eléctrico y de poner las luces de navidad. Pueblo a pueblo, Shaw ha iluminado toda Sicilia.

A diferencia de Shaw, son pocos los que se quedaron en la isla. Lo que lograron aquellos seis días miserables bajo la tormenta mientras se esperaba que Italia o Malta, los dos países más cercanos, autorizaran un puerto seguro para el desembarco, fue que el Estado español se sumara a un acuerdo de reubicación entre varios países mediterráneos –el sistema de cuotas o cualquier otro atisbo de solidaridad europea fracasa cada vez que se encuentra con la piel morena–. Así que muchos fueron reubicados en otras partes de la península italiana o de Europa.

Samir, 29 años. Salió de Bladuine en diciembre de 2016 y se instaló en Biella en febrero de 2020. En Somalia y Trípoli fue cocinero de un restaurante y en Italia está en una fábrica de pan y bollería.

La vida en Europa

De los 79 migrantes rescatados, apenas seis eran mujeres, y permanecieron la mayor parte del camino en silencio. Junto a Veronique, camerunesa, viajaba Emeka, nigeriano. Pese a no entender inglés, el idioma en el que se hacía la entrevista, cuando su pareja pronunció ‘Trípoli’ mientras contaba su propia historia, a Veronique se le llenaron los ojos de lágrimas. Ahora, en un pueblo a una hora de París, un Emeka sonriente y en forma cuenta que, aunque ya no están juntos, ella está contenta, fue reubicada en el Estado francés y trabaja cuidando a ancianos.

Ismail, Samir y Mubarak, somalíes, llegaron a Biella, una localidad pequeña a medio camino entre Turín y Milán, resguardada en la ladera de los Alpes.

Ismail era de los pocos que hablaba algo de inglés a bordo, y ayudó a traducir el dolor de sus compañeros a médicos y periodistas. Apoyado contra una de las lanchas rápidas en la proa, cuando accedió a ser entrevistado lo primero que hizo fue quitarse la camiseta. «Esta es mi historia», mantuvo la mirada al horizonte. De su pecho sobresalía una cicatriz del tamaño de un puño. Como si le hubieran arrancado el esternón y hubiera quedado aquel relieve, como si un corazón de metal tratara de subirle por la garganta.

Estuvo a punto de morir en su tienda de Mogadiscio por los cuchillos de Al Shabab, el grupo islamista hermanado con Al Qaeda que pugna por el control del territorio somalí. Con las heridas abiertas echó a correr. Kenia, Uganda, Sudán del Sur, Sudán, tres años en Libia y por fin Italia, donde apura su café antes de marcharse a clases de italiano. «Me fui tan rápido que no llegué a conocer a mi segundo hijo, pero mira qué carita tiene», enseña entusiasmado al pequeño de casi siete años en la pantalla de su teléfono.

Las campanas del Duomo de la plaza principal tocan las seis de la tarde. Enfundado en una gorra negra de baloncesto que cubre sus canas prematuras, no quiere seguir recordando, solo acepta hablar del presente. Ismail trabaja como soldador en una empresa a las afueras de la ciudad y por las tardes da largos paseos o toma café en una terraza. «En Somalia no podía sentarme tranquilo en ninguna cafetería. Quiero aprender a cocinar comida italiana», casi sonríe.

En la estación principal de autobuses y trenes de la misma localidad, Samir se emociona en un abrazo.

Víctima también de Al Shabab, su destino se escribió en el tiempo que duran dos disparos. El primero mató a su padre, el segundo a su hermano mayor, «delante de mis ojos», recuerda. El día anterior habían ido a comer al restaurante de la familia un grupo de representantes del Gobierno etíope y aquello enfureció a la facción armada. Su madre le pidió que se marchara, lo habían perdido todo.

Hafez, 19 años. Salió de Freetown, Sierra Leona, en abril de 2019. Llegó a París, en abril de 2020, donde le ha sido concedido el asilo. En cuanto ahorre lo suficiente espera regresar a Guinea y buscar a sus hermanas.

Viajó a Nairobi, Kenia, donde le resultó complicado establecerse por la cantidad de refugiados que ya cobija esta capital. Urgido por empezar a enviar dinero a casa, se unió a un grupo de compatriotas que viajaban a Libia. Las promesas de trabajo eran una trampa y, al poco de atravesar la frontera desde Sudán, fue secuestrado por una de las milicias que extorsionan a los recién llegados. Él dijo que no tenía nada, ni familia ni dinero, pero dieron con su madre, que no tuvo más remedio que vender su casa para poder pagar la fianza que le daría la libertad.

Samir no conoció esta historia hasta que llegó a Biella, junto a Ismail y su mejor amigo Mubarak, que es camarero y chico para todo en un restaurante de sushi muy conocido en la ciudad. Su jefe le cede una casa y come todos los días en el restaurante, así que ahorra todo lo que puede. Los dos amigos aprendieron inglés e italiano juntos durante el confinamiento, que sobrevino al poco de establecerse en su último destino.

Por su parte, Samir trabaja en una fábrica de pan y bollería. En el restaurante en Somalia, y más adelante también en Trípoli, trabajó en la cocina, así que le fue sencillo adaptarse a una forma nueva de hacer recetas. Madruga más que el sol para elaborar los dulces, cuenta orgulloso, que abastecen las panaderías de toda la ciudad. «Mi vida está aquí, soy libre, tengo pasaporte. No me hace falta nada más. Soy un hombre europeo. ¡Si ahora pienso en italiano!», sonríen sus dientes, sus ojos y hasta sus manos.

Dos años y medio después del rescate, una pandemia durísima que postergó los sueños de trabajo y normalidad para quienes acaban de llegar a Europa, los migrantes rescatados en la primera misión del ‘Aita Mari’ terminan escogiendo la misma palabra: seguridad. Se sorprenden y agradecen la amabilidad de las personas a las que preguntan una dirección con sus acentos traídos de lejos. Se sorprenden de poder siquiera preguntar. Proceden de países destrozados por la corrupción y el expolio, envueltos en conflictos eternos de los que ni siquiera ellos conocen las causas ni saben explicar con claridad.

Mubarak, 28 años. Dejó Mogadiscio en octubre de 2015 y llegó a Italia en marzo de 2020. Es camarero en un conocido restaurante de sushi en Biella.

Mejor arriesgar que dejarse morir

Al otro lado de los Alpes, Haroon luce unas Nike relucientes y una sudadera gris de la NASA, que combina con una cartera con el mismo logo. Ha sido un largo camino para dejar atrás el polvo de Sudán y cambiarlo por las calles de adoquines y castillos medievales de Angers, ciudad a 300 kilómetros de París. La primera vez que llamó a su madre y le enseñó aquello, dice que ninguno podía creérselo.

Y es que la aldea en la que nació Haroon es tan pequeña que no aparece en los mapas de Darfur, región al oeste de Sudán asolada por el conflicto entre milicias étnicas y Gobierno. Su familia malvivía gracias a la ayuda humanitaria y él tuvo que dejar varias veces el colegio para ponerse a trabajar. A los 16 años, como muchos de los chicos de su zona, emprendió el camino a Europa. Le contaron que si lograba cruzar el mar dejaría de escuchar las balas y podría crecer en un lugar seguro.

Ese mar y las cárceles libias se tragaron a varios amigos suyos. Pero mejor morir en el agua en busca de una vida mejor, que exponerse a la violencia en su país, tanta como la que vivió en Libia, asegura. Incomunicado durante meses, su familia supo que seguía vivo al identificarle en una foto publicada en la prensa española rastreando una página web de salvamento. Otro de sus hermanos, que empezó el viaje más tarde, sigue sobreviviendo en Libia, reza Haroon.

Ismail, 30 años. Salió de Mogadiscio, Somalia, en noviembre de 2015. Era de los pocos que hablaba algo de inglés. Llegó a Biella en julio de 2020 y ahora asiste a clases de italiano y trabaja de soldador.

En uno de los centros de detención conoció a Ahmed, de 25 años. También de Darfur, esconde su timidez entre una mascarilla y una capucha, y acompaña como una sombra risueña los pasos de Haroon. Aunque no quiere ser entrevistado, añade detalles al discurso de su amigo porque, en tiempos diferentes, ambos hicieron el mismo viaje: en Chad se montaron en una de esas pick up abarrotadas que cruzan el desierto sin mirar atrás. Las piernas y el cuerpo entero entumecido y con suerte un asidero para no caerse, porque el Toyota no para si alguien cae y el camino lo marcan los cadáveres en la arena.

Tras el desembarco en Sicilia, pasaron juntos por varios centros de acogida italianos hasta que el Estado francés aceptó su reubicación y hacerse cargo de sus solicitudes de asilo. Llegaron aquí, tan solo un mes antes de que estallara el covid-19. Con las clases y los programas de acogida en cuarentena, recuerdan esos meses con angustia y perplejidad. Después de tanto esfuerzo para llegar, no querían seguir retrasando el comienzo de su nueva vida.

Ahora Haroon habla con calma desde una casa que comparte temporalmente con otros refugiados. Desde la terraza se ven las canchas de fútbol a donde van a jugar los viernes con migrantes de todo África. Está a punto de conseguir el segundo nivel de francés y de terminar el grado de jardinería y construcción que le permitirán en unos meses empezar a ser independiente. Ahmed también estudia el mismo programa y se atreve a enseñar uno de los últimos selfies que se tomó, subido a una excavadora.

«Querría estudiar filosofía, o aprender a ser traductor. Pero cada cosa a su momento, poco a poco. Lo más importante para mí es que por fin vivo en un lugar seguro», dice Haroon. Sus ojos, aunque jóvenes, ya han visto casi todo y sus ideas, que se expresan entrelazando el inglés y el francés, suenan maduras y concisas. Sigue la prensa al día y se atreve a dejar un mensaje para Europa: «La guerra es el virus. África, Oriente Medio… era cuestión de tiempo que la guerra llegara a Europa, ¿cómo no lo va a hacer, si está por todos lados?».