Marc ALMODOVAR El Cairo

Poco entusiasmo electoral en el Egipto del general Al-Sissi

Tamaniat es una barriada rural y tremendamente pobre a las afueras de Alejandría, la segunda ciudad de Egipto. Alejada del mundanal ruido urbano, un sucio riachuelo en el que la basura parece comerse el agua que riega los campos hace de avenida principal de esta aglomeración de casas de auto-construcción y calles sin asfaltar a la orilla de campos labrados y fábricas de cemento.

Se trata de una barriada abandonada y, como suele suceder en este país, conservadora, donde la influencia de los jeques religiosos se hace notar. Aquí, en las presidenciales de 2012, la victoria de Mohamed Morsi, el presidente egipcio miembro de los Hermanos Musulmanes depuesto militarmente el verano pasado, fue aplastante. Ahora, en las primeras elecciones tras el golpe, la situación es distinta. Hamdin Sabahi, veterano opositor naserista que ya quedó tercero en la primera vuelta de aquellas votaciones, se enfrenta en una lucha desigual al popular y omnipresente general Abd al-Fatah al-Sissi, el líder militar que lideró el derrocamiento militar de los Hermanos Musulmanes, que puso fin al corto reinado del islamismo político en Egipto y que simboliza hoy el retorno de la mano dura y el espíritu nacionalista al valle del Nilo.

Egipto vuelve a las urnas para elegir presidente tras las que en 2012 catapultaron convulsamente al islamista Morsi a la Presidencia. En las paredes de Tamaniat abundan más los carteles de aquella contienda que los de esta. Aún se vislumbra incluso la cara del defenestrado Morsi de un cartel descolorido por el sol entre algunos carteles relucientes pidiendo el voto para el general Al-Sissi junto al nombre de un cacique local. En un puentecillo y medio arrancados incluso se vislumbran carteles que, con la efigie del general claramente visible, se puede leer «voten al cabrón» y que han convertido la estrella, símbolo electoral del militar, en un escudo judío de David. La imagen cambia a medida que se aproxima el colegio electoral, donde los retratos de apoyo al general Al-Sissi empiezan a dominar por doquier. De hecho, a las puertas del colegio, e incumpliendo todas las leyes electorales, un grupo de barbudos salafistas lanzan a través de unos altavoces consignas a favor del general golpista, instan a los electores a votarlo y aseguran que su victoria electoral «protegerá el islam» y la «estabilidad e independencia del país».

El apoyo del partido salafista Al-Nur, de corte islamista conservador y retrógrado, es quizás uno de los más variopintos con los que ha contado la campaña del general, que aglutina el voto liberal, el de nostálgicos del antiguo régimen y el de buena parte de la masa popular harta del colapso económico y que se lanza una vez más a los brazos del Ejército y de «un líder fuerte» esperando que este resuelva la difícil situación por la que pasa el país.

Al-Sissi aglutina el voto de la fobia al islamismo político construida durante décadas del régimen pretendidamente secular de Hosni Mubarak pero, evidentemente, el apoyo de los salafistas, quienes han llegado incluso a organizar ilegales servicios de transporte de votantes con los retratos del general por todo el país, parece responder a otros criterios clientelares. Por un lado, la más ingenua, responde a la voluntad de erigirse como un presunto sustituto electoral del voto islamista de la hermandad. Las más razonables, sin embargo, lo vinculan a una concepción claramente distinta del islamismo político de la hermandad y sobre todo a sus estrechos lazos con las monarquías emiratíes y saudíes del Golfo, quienes apoyan la solución militar secular y la vuelta al antiguo status quo ante el miedo que un ascenso de la hermandad pueda afectar a su coto político.

Pero también hay quienes acusan al partido Al-Nur de estar infiltrado por los servicios secretos del Estado y de actuar en su interés. Bajo esta acusación, el partido se fracturó meses atrás en una escisión que sigue afectando el poliédrico universo salafista en Egipto. El partido apoyó en enero la reforma constitucional propuesta tras el golpe pese a que un artículo expresaba claramente la prohibición de partidos de raíz religiosa, algo que ilegalizaría de facto la formación.

El pecado de la abstención

Pese a que la deposición y caída de Morsi se justificó para separar religión y política, el retrato de Al-Sissi no solo ha colgado en mezquitas e iglesias sino que su campaña ha recibido el apoyo entu- siasta tanto del patriarcado de la Iglesia Ortodoxa Copta como de destacados jeques afines al régimen que calificaban de pecado la abstención electoral.

Para nadie es un secreto que estas elecciones, que parecen más un referéndum que una votación, las ganará el general Al-Sissi. Los medios se pasaron la tarde difundiendo la imagen de eufóricos votantes bailando extasiados ante los colegios el tema viral Boshret kheer, dedicado al general Al-Sissi y que hoy suena en todas las esquinas del país, celebrando la victoria del candidato al que apenas acababan de votar.

Lo que preocupa estos días es la baja participación, que parece no acercarse a lo que los militares querrían, quienes confiaban en superar ampliamente los 13 millones de votos que alcanzó Morsi en 2012 y reforzar así la legitimidad del proceso.

La baja participación tapa las cientos de irregularidades denunciadas por las organizaciones de monitoreo, encabezadas por la prohibición de acceso a los colegios de decenas de liberados de la campaña de Sabahi, quienes denunciaron que uno de sus abogados fue detenido y transferido ante la Fiscalía militar.

Pero eso no parecía relevante puesto que el debate sobre la participación centraba la discusión. Pese a que a primera hora se produjeron algunas colas en distintos colegios electorales que dieron la imagen de un pretendido entusiasmo ciudadano, la verdad es que el monitoreo de colegios electorales desvela una participación muy por debajo de lo esperado. Entre los votantes, la mayoría gente de edad y mujeres, destaca la notable ausencia de jóvenes, quienes representan más de la mitad del censo. En la barriada de Tamaniat, en 2012, la gente hacía colas de no menos de una hora para votar. Ayer no tardaban ni cinco minutos.

Los medios afines al régimen ya no podían ocultar ni unos colegios casi vacíos ni el nerviosismo que eso les producía. Instaban agresivamente a los votantes a ir a votar, insultaban y acusaban de vagos a los abstencionistas y llegaban a hablar de complots de «hackers israelíes» con- tra el proceso electoral. El Gobierno decretó día festivo en el sector público para incentivar el voto y el comité electoral extendió el horario de votaciones, de dos días, mientras amenazó a los abstencionistas con multas de 500 libras. A media tarde del martes, el comité amplió las votaciones un tercer día para ver si así se logra algo más de quórum mientras coches cargados de altavoces daban vueltas por las calles emplazando a ir a los colegios. El presidente del club de jueces, Ahmed el-Zend, llegó a decir públicamente que los abstencionistas «no merecen vivir en este país» ni ser considerados ciudadanos. Cualquier cosa vale para combatir la abstención o lo que suena peor: el boicot electoral.

El boicot es defendido por los defenestrados y demonizados Hermanos Musulmanes, que califican de «elecciones sangrientas» las votaciones, pero también por otros grupos, incluidos los jóvenes revolucionarios seculares del Movimiento 6 de Abril, prohibido recientemente por los tribunales bajo la acusación de «alta traición y espionaje», y que tilda de «circo» el proceso electoral.

De todas formas, no parece tanto que la abstención sea una victoria política de la hermandad o del resto de grupos como un fracaso del proceso producido por la desilusión generalizada, pero también por el exceso de votaciones (más de seis en tres años), por la sensación de inutilidad del voto y, sobre todo, por la teatralidad de las elecciones. La victoria del general era y es clara. Las posibilidades de Sabahi, aislado en el poyo de pequeños grupos nasseristas y de algunos de izquierda, son nulas y muchos le acusan de estar buscando más un cargo en el futuro Ejecutivo que de estar combatiendo, como él dice, el monopolio político representado por el general Al-Sissi.

Un general cuyo apoyo también tiene muchas lecturas. Parece que hay más carteles de apoyo a Al-Sissi que votos suyos en las urnas. Aunque sus fotos y afiches llenan las calles, eso no parece traducirse en un apoyo electoral masivo. Muchos no ocultan que cuelgan la foto del general en sus negocios o coches para evitar problemas con las autoridades o ganar favores con la Policía. La mayoría de carteles han sido financiados por pequeños caciques locales y hombres de negocios, quienes a veces ponen su foto al lado de la de Al-Sissi, ansiosos de ocupar su puesto en la presumible nueva red clientelar. La popularidad del general, por las nubes el pasado verano tras liderar el golpe contra el Gobierno de los Hermanos Musulmanes, ha sufrido un considerable revés y ha abierto fisuras en los últimos meses. Tiempo en el que se ha clarificado el carácter represor de los golpistas, con más de 3.000 muertos, 41.000 detenidos y penas de muerte a 1.200 más, así como las ansias de poder de los militares, negadas repetidamente por Al-Sissi meses atrás pero confirmadas con su candidatura.

Sin rpopuestas

Entre la juventud, el desencanto con un nuevo presidente castrense es evidente, pero una lectura precisa también arroja que entre los partidarios de Al-Sissi no hay la convicción uniforme que pretenden aparentar. Para muchos partidarios del antiguo régimen, representa la solución y el salvavidas a la pesadilla de la revolución, pero en privado plantean sus dudas sobre el general. Su falta de formación económica preocupa a ciertos empresarios y no parece que Al-Sissi, un hombre criado en los servicios secretos del Ejército, cuente con la infranqueable unidad dentro de las Fuerzas Armadas que intenta proyectar y, seguramente, tendrá que saber capear las posibles crisis con los sectores críticos castrenses. Algo con lo que también tuvieron que lidiar Nasser, Sadat o Mubarak y que Morsi obvió para su propia desgracia.

La campaña, en la que Al-Sissi no apareció públicamente en ninguno de los mítines organizados, ha mostrado a un Al-Sissi muy limitado como orador y con serios problemas para plantear un discurso y propuestas políticas más allá de la simple exaltación y paternalismo nacionalista. Su campaña no elaboró ningún programa electoral, seguramente porque ni lo necesitaba, y sus propuestas se han limitado a prometer carros a los jóvenes para que vendan verduras por la calle para acabar con el paro y pedir paciencia a la gente pobre «porque no puedo daros nada».

Preguntado en una entrevista sobre cómo pensaba solucionar los problemas del país, el general esquivó la pregunta afirmando que tenía una «varita mágica, que es la voluntad del pueblo».

En eso en lo que reside la clave del reinado del general Al-Sissi. No posee varita alguna. A lo sumo tiene el garrote con el que sigue sentenciando a la disidencia. El país sigue en caída libre, con sus instituciones en naufragio,una inflación rampante que afecta a las clases más populares, enormes problemas de suministros energéticos (mientras empresas como Unión Fenosa le exigen cumplir los corruptos contratos firmados bajo el régimen de Mubarak), sin turismo ni perspectivas de dar empleo a una población que no para de crecer. El país se mantiene suspendido temporalmente gracias al apoyo de las monarquías del Golfo mientras los cortes eléctricos se repiten a diario y se espera que empeoren en verano. Pero cuando el colapso llegue pronto a su cúspide y le obligue a tomar decisiones drásticas y, seguramente, impopulares como las que tomó el Gobierno de Morsi, correrá entonces el riesgo de que el discurso paternalista que ha intentado construir tras el golpe se torne en su contra. Y pruebe entonces en su piel la medicina que en su día probaron los Mubarak y Morsi. La batalla será, probablemente, mucho más cruda y dura que las anteriores.