IRVINE WELSH

Este glorioso fracaso podría convertirse en la hora más señera de Escocia

Utilizando algunas dosis de ironía, el novelista Irvine Welsh (Edimburgo,1958), desbroza el complejo proceso soberanista escocés, profundizando en cómo se han desarrollado las campañas de los dos bloques enfrentados en el referéndum de independencia y con la vista puesta en el futuro próximo. Este artículo del autor de «Trainspotting» ha sido difundido por la revista digital «sinpermiso.info».

Salieron en tropel, en un último esfuerzo de la estoica defensa de la unión, a contener la marea aparentemente irresistible que llevaba a la independencia. Los votantes del «no» deberían saludar al público con una reverencia: le han concedido al establishment del Reino Unido una prórroga que la deprimida, confusa y débil campaña del «no» ciertamente no se merecía.

Le han comprado tiempo a la unión y muchos de ellos, gente que apoyará habitualmente el statu quo, se sentirá sencillamente aliviada. Hay otras personas en este grupo dispar que quieren cambios pero decidieron darle al establishment otra oportunidad, por lo que mirarán atentamente al sur para ver lo que se ofrece. Ahora, los partidos de Westminster tienen que fijarse bien en quiénes son los votantes del «no», especialmente los que quieren la devo max, que fueron quienes en el último momento inclinaron el terreno de juego a su favor. Muchos de ellos deben estar al límite de su paciencia y no se quedarán callados en ese bando si hay más amaños y promesas rotas.

Al inicio de la campaña, se entendía que una victoria ajustada del «no» supondría un resultado de pesadilla para el establishment. En principio, esperaban hacer una escabechina, que era la lógica que explicaba que Cameron dejara fuera de la papeleta la opción de la devo max, antes de que tuviera que salir corriendo hacia el norte, humillado, al darse cuenta de que su legado político más perdurable podría ser el final de la unión.

Por su parte, el dinámico y eufórico movimiento del «sí», que fue evolucionando durante el debate, pasando de tener una pequeña base a estar a un pelo de una sensacional victoria, se sentirá masivamente decepcionado por no haber conseguido el objetivo.

Tendrán que enfriar su ardor un poco más, aunque quien crea que se van a detener ahora caerá en lo ilusorio. ¿Por qué se iban a parar? El proceso y el consiguiente debate, que ganaron con creces, hizo pasar el apoyo a la independencia de cerca del 30% al 45%, con rumbo al norte. Y ha quedado asentado como un relato convincente para la generación posterior a la autonomía, mientras que el «no» solo domina entre un electorado en declive de votantes mayores.

Puede que el «sí» haya perdido esta batalla, pero está ganando la guerra.

Muchos se ha hablado de lo ineficaz que fue la campaña del «no». En cierto modo, esto es injusto: solo puedes caminar con lo que tienes y no se emplearon con mucho ardor. La unión que se esforzaban por proteger se basaba en la industria, el imperio y el espíritu de solidaridad de las dos guerras mundiales, y no se puede mantener una relación política únicamente basada en un sentimiento histórico agonizante.

Con los dos grandes e inclusivos cimientos de postguerra como fueron el Estado del Bienestar y el NHS [servicio de salud] hechos pedazos por los dos principales partidos, el crédito de esa campaña estaba a cero, especialmente cuando resulta que esos dos pilares solo pueden preservarse en Escocia gracias a contar con un Parlamento autónomo.

Jactarse de utilizar los ingresos del petróleo para financiar proyectos de privatización y rescatar a los banqueros por su avaricia e incompetencia nunca puede servir para ganar votos. La única opción era jugar a ser negativos.

El referéndum fue un desastre personal para Cameron, que estuvo a punto de perder la unión. Los tories, lo bastante conscientes como para darse cuenta de lo detestados que son en Escocia, se hicieron a un lado para que los laboristas se ocuparan de la función con la idea de que pudieran conseguir convencer a sus bases para que votaran «no». Pero el resultado ha sido malo para los laboristas; cuando se asiente el polvo, se verá, probablemente a ambos lados de la frontera, que han utilizado su poder e influencia contra las aspiraciones de mayor democracia.

Los votantes laboristas detectaron este tufo maloliente y el número de los que apoyan la independencia se dobló en un mes, pasando del 17% al 35%. A medio plazo, puede que la dirección haya actuado básicamente como oficina de reclutamiento del SNP.

Mientras que, al principio, Cameron se mostró ausente y sin especial interés, y luego amedrentado, Miliband apareció igual de ineficaz y totalmente perdido durante la campaña. Se convirtió en una figura desdeñada en Escocia y, generalmente, a los líderes laboristas les ha hecho falta un tiempo en el poder para alcanzar esa distinción.

Mientras que las redes sociales llegaban a su mayoría de edad en una campaña política en estas islas, el resto del establishment ha quedado para siempre mancillado a los ojos de una generación de escoceses.

Que los altos ejecutivos de bancos y supermercados bailaran al son de Whitehall [la Administración británica], con sus sandeces difundidas por la prensa londinense, no era algo inesperado, pero también la BBC ha despejado claramente cualquier duda sobre su papel en una Escocia post-independencia.

Las élites no perderán el sueño por eso; la razón de que éste sea tan mal resultado para el establishment es que le obliga a actuar. La ajustada decisión en favor del «no», junto al masivo impulso hacia el «sí», deja la cuestión sin resolver. Aunque derrotado en las urnas, el movimiento por la independencia ha emergido más fuerte: ha pasado de las estrechas preocupaciones de un partido nacionalista cívico burgués a un movimiento por la democracia honesto, dinámico, aglutinador. El referéndum galvanizó y entusiasmó a los escoceses de una forma que no había hecho ninguna de las elecciones celebradas en todo el Reino Unido. Les guste o no, a menos que aparezcan con un victorioso acuerdo de máxima autonomía (devo max), todas las elecciones generales de Escocia se verán dominadas por la cuestión de la independencia.

La generación posterior a la autonomía en Escocia es de una estirpe diferente a la de sus predecesores; han estado construyendo un nuevo Estado en su imaginación partiendo de la base de un Parlamento limitado pero tangible en Edimburgo. Ven todas las posibilidades en un Estado pleno y, saliendo de ninguna parte, le han asestado un puñetazo a las fatigadas y desfasadas élites. Los más listos han visto siempre la independencia como proceso, no como acontecimiento, y, habiéndose quedado tan inesperadamente cerca, no van a sumirse en el bajón depresivo de la resaca. Están ansiosos por desquitarse y podrán hacerlo pronto.

Esta votación asegura que Escocia siga estando en el centro del orden del día del Reino Unido. La unión estaba en el corredor de la muerte y el voto del «no» ha conseguido un aplazamiento de la ejecución; los partidos del establishment se encuentran ahora en pleno proceso para organizar su capacidad de convocatoria. Eso ha de entrañar una descentralización real del poder y el final de las desigualdades regionales. ¿Tienen estómago y voluntad para esto? Una devo max que conceda a Escocia la capacidad de recaudar impuestos que sufraguen programas de bienestar, pero no de reducirlos desligándose de los Trident [misiles nucleares de submarinos con base en Escocia] y de otros gastos de defensa, mientras se mantiene el flujo del petróleo hacia el sur de la frontera, sin invertir siquiera en un fondo de reducción de la pobreza, es una farsa, sobre todo cuando se le ha negado en las urnas.

Se puede percibir como algo equivalente a crear un parlamento escocés para que fracase o socavar la autonomía.

Sin embargo, probablemente cualquier cosa que vaya más allá tiene pocas posibilidades de resultar aceptable para los principales partidos o para un electorado más amplio del Reino Unido. Hoy, el mayor problema para las élites de Westminster no estriba solo en decidir qué hacer con Escocia sino, de modo crucial, en hacerlo sin provocar a la ciudadanía inglesa... que podría empezar a tener la impresión de que la cola del 10% [porcentaje que representa la población escocesa] está empezando a menear al perro del resto del Reino Unido.

El hecho es que la mayoría de los 25 millones que viven en Londres y el sudeste de Inglaterra están absolutamente encantados con que el grueso de las libras de la fiscalidad (por no decir nada de los ingresos petrolíferos) se gaste en proyectos gubernamentales, de infraestructura o de escaparate, en la capital. ¿Cómo no iban a estarlo? El problema es que en un Estado unitario, centralizado, la riqueza cívica y la toma de decisiones -y, por tanto, prácticamente toda la inversión privada a gran escala- reside en esa región.

De modo que ¿cómo se pueden cuadrar las dos? Los escoceses están demostrando que no van a seguir destinando sus impuestos o el dinero del petróleo a construir un super-Estado en Londres situado en la autopista global de los ricos transnacionales, especialmente cuando se está volviendo inasequible para sus camaradas cockneys, a los que se expulsa de su propia ciudad para mandarlos a los barrios satélites de la M25 [circunvalación de Londres].

El nacionalismo inglés ha sido siempre un asunto sobre el que se hace la vista gorda y parece probable que las exigencias hechas al norte de la frontera precipiten una reacción del sur y alienten una mayor polarización política. «Tened cuidado con lo que deseáis» fue el escarnio de Better Together [Mejor Juntos, la campaña del «sí»], que avisaba a los escoceses de los enredos potenciales, reales o fantasiosos, derivados de liberarse de la unión. Ahora son ellos quienes tienen ese quebradero de cabeza, pues tratan de ver cómo pueden mantener unido este desbarajuste.

Los principales partidos, sobre todo el laborista, esa entidad tan consciente de las encuestas y la prensa, tan guiada por sus grupos de discusión mercadotécnica, obsesionada con el apoyo centrista de la Inglaterra media, pueden descubrir que tratar de reconciliar la aspiración escocesa de autonomía con el mantenimiento de un estado unitario, centralizado, el Reino Unido, constituye una tarea imposible. Si el laborismo no puede descentralizar y proporcionar autonomía a su propio partido en Escocia, es difícil prever de qué modo puede siquiera empezar a hacerlo en el Reino Unido. El referéndum de independencia escocés, con el partido haciendo campaña codo con codo junto a los conservadores, proporcionó a los votantes laboristas más pruebas (y decisivas, probablemente) de que su partido ha sido cooptado por el establishment. Serán todavía más entre ellos quienes se sientan inclinados a dejar pasar la oferta del tradicional «aguanta y calla» para «tener a los tories a raya». En los distritos electorales laboristas marginales de Inglaterra, una baja participación podría hacerles daño. Puede que al sur de la frontera quien acabe beneficiándose de todo esto sea la última recua xenófoba del establishment, el UKIP, que es como un BNP [British National Party, partido neofascista británico] con el graduado escolar aprobado.

Con el claro objetivo de sacar al Reino Unido de Europa, los votantes laboristas podrían razonar que al menos saben lo que están votando con este demonio en particular.

Por su parte, los liberal-demócratas y alguna gente de la izquierda han estado coqueteando con una solución federal para mantener el Reino Unido. Pero esta desesperación, como de plan bosquejado al dorso de un sobre, no hace más que delatar el mismo tipo de pensamiento, de arriba a abajo, del establishment. Tiene que haber alguna clase de demanda que proceda del pueblo; imponer un parlamento no deseado en Norwich a la gente de East Anglia sería tan poco democrático como eliminar el que existe en Edimburgo para los escoceses. Parece más sensato y más indoloro aceptar simplemente que el Reino Unido no es políticamente homogéneo y dejar que sus partes constitutivas encuentren su propio camino para subir a la montaña. Esta es la disyuntiva que debe resolver el establishment y que sería un desafío hasta para mentes más abiertas y tolerantes que las suyas.

Volviendo a Escocia, hay muchos (entre ellos, unos cuantos del bando del «no») que han quedado decepcionados por la campaña negativa y desesperada orquestada desde Westminster, y por el establishment en general, sobre todo por la forma en la que los intereses económicos y mediáticos han aparecido manifiestamente en colusión con la democracia. Si la campaña del «sí» entusiasmó a los escoceses por las posibilidades del poder popular, la de la oposición mostró a la clase política, a sus amos del establishment y a sus groupies metropolitanos, a la luz más cínica y oportunista. Del vacío y manipulador «bombardeo de amor» de los famosos a las burdas amenazas y calumnias publicadas por la prensa... casi la mitad de Escocia podría tener ahora la impresión de que ha sido clasificada como «enemigo interior», esa designación habitual para todos los que se resisten a los dictados del poder centralizado de las élites.

El movimiento del «sí» llegó a esas cimas porque se ve el Reino Unido como un estado casi fallido; anticuado, jerárquico, centralista, discriminatorio, sin contacto con el pueblo y actuando en su contra. Esta votación no habrá servido para disminuir esta impresión. Contra esta mezquindad, los escoceses han asestado un golpe por la democracia, con un 97% de inscritos en el censo para una votación que, según repitió hasta la saciedad el establishment, nadie quería. Ya sea que esta autoafirmación escocesa haga arrancar una improbable reforma para todo el Reino Unido (indeseada en la mayoría de las regiones inglesas) o que canse a los del sur y precipite una reacción para librarse de ellos, o ya sea que los escoceses, por medio de las elecciones generales, decidan ir a por todo el pastel de mutuo acuerdo, la vieja unión de base imperialista ha reventado.

Los escoceses, tan a menudo considerados como una tribu recalcitrante, con sus mejores años ya en el pasado, han mostrado que el modelo neoliberal, de dirección empresarial, de desarrollo de este planeta por medio de los estados de la «esfera de influencia» del G7 sobre presupuestos militares hinchados, goza de un atractivo limitado.

A este país, cuando alguna vez aparecía en el escenario global de la unión, se le vinculaba a la tragedia, con terribles acontecimientos como Lockerbie y Dunblane; ahora es sinónimo del verdadero poder popular. Olvidémonos de Bannockburn o de la Ilustración Escocesa; los escoceses acaban de reinventarse y restablecer la idea de la auténtica democracia. Este glorioso fracaso -uno más- podría también, paradójicamente, constituir su mejor momento, su hora más señera.