Mikel ZUBIMENDI

«Smith fuera y Keynes en casa» no es receta para el proteccionismo

Con políticos y votantes de todo signo acusando al llamado comercio libre de «matar los empleos», las pasiones están muy encendidas. En este contexto, aumentan las voces que piden la vuelta al proteccionismo, más camuflado, pero proteccionismo al fin y al cabo. Ante ello, se teme la vuelta de aranceles y cuotas a las importaciones como una especie de antesala al fin de la liberalización del comercio y al principio de nuevas guerras comerciales.

Como los marxistas con ‘‘Lenin o Mao’’, los economistas tienen sus propias preferencias entre John Maynard Keynes y Adam Smith. El primero, más socialdemócrata, era partidario de un rol claro del Gobierno en la economía, de una fiscalidad progresiva para reforzar el Estado de bienestar. El segundo, un liberal radical, era un apologista de la intervención mínima del Gobierno en asuntos económicos. El sistema económico posterior a la II Guerra Mundial se fundó sobre ese axioma: Keynes en casa y Adam Smith afuera.

En este mundo con una competición económica global tan agresiva ¿puede protegerse lo doméstico mientras se apuesta por liberalizar todo fuera, dejándose llevar por la fantasía de un comercio libre que se autorregula por sí solo? En el mundo real, las compañías se enfrentan a competidores que son propiedad del Gobierno, o protegidos por este, o subsidiados o esponsorizados. Todo el mundo protege lo suyo y nadie espera que otros dejen de hacerlo.

El viento sopla con creciente hostilidad contra el llamado mercado libre y sus tratados internacionales. Son los nuevos «villanos favoritos». Exprimen, como si fueran naranjas, a los trabajadores locales. La retórica es favorable al proteccionismo.

En EEUU, Donald Trump hizo campaña con la promesa de imponer subidas de tarifas de hasta un 45% a las importaciones chinas y acosó abiertamente a las más potentes compañías estadounidenses para que trajeran sus fábricas de vuelta a casa. En Europa soplan vientos en el mismo sentido. No hace falta ser adivino para saber que la desindustrialización será, con toda seguridad, un fantasma presente en las próximas elecciones presidenciales francesas.

El comercio «libre» tiene un serio problema de imagen. Sus beneficios apenas se perciben entre los consumidores, trabajadores y exportadores. Sus costos, por contra, son evidentes y concentrados, particularmente letales en ciertas industrias de manufacturación. Las ganancias no se corresponden con las compensaciones derivadas hacia los perdedores de esa competición global.

Depende, todo depende

En este tema, como en todos, hay ortodoxos y heterodoxos, creyentes y ateos. ¿El proteccionismo es una idea rechazable? ¿Bajo qué circunstancias debe ser promocionado? ¿Es bueno o es malo? La respuesta correcta es «depende».

No hay un solo tipo de proteccionismo. Atrás quedó el que podríamos calificar como clásico o histórico, con sus estrictas tarifas y cuotas a las importaciones. Los de ahora son más camuflados, van desde rescates de compañías y bancos, hasta los créditos a las exportaciones o la financiación por parte del Estado. Su definición es confusa y muchos países ya ni lo denuncian, porque de una manera u otra, todos son «culpables».

Cuando Trump dice que «no necesitamos importar de otros países el acero, el hierro u otros materiales fabricados para construir o reparar los puentes o las carreteras, podemos suministrarlo nosotros mismos», no inventa nada nuevo. La disposición Buy American –aprobada por el Congreso en 1933– así lo exige. Para EEUU no es una violación unilateral flagrante de los códigos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), tampoco es una vuelta al proteccionismo de la Gran Depresión. Se trata más de volver a las virtudes y los valores –autosuficiencia e independencia– sobre los que fue fundado ese país.

Podríamos hablar de dos tipos de proteccionismo. Uno, necesario, vital, obligado como el cuidado de hijos e hijas, imprescindible en los países en desarrollo para proteger y alimentar a sus nuevos productores. Así lo hicieron todos los países que hoy son ricos: Gran Bretaña en el siglo XVII, EEUU en el XIX y en el XX Japón y Corea del Sur.

El otro, es el proteccionismo de –¡todos!– los países desarrollados, muy necesario en época de crisis y de ajustes. Y es que, a diferencia de las finanzas, la economía real requiere su tiempo para poder adaptarse y reestructurarse. Necesita un espacio para poder respirar, más en momentos de shock como el actual.

El tsunami que llega de China

Los más ortodoxos ven en esta política de proteccionismo velado la antesala de la destrucción del sistema global del comercio. Pero lo ideal sería que ese sistema permitiera un proteccionismo transparente, limitado en el tiempo y que mire hacia adelante. En otras palabras, a más proteccionismo y mejor controlado, una mayor preservación del comercio internacional en el largo plazo.

Desde que China ingresó en la OMC en 2001, un tsunami de ropa, juguetes, muebles y productos electrónicos baratos inundó los mercados occidentales. El ingreso dio seguridad a los inversores en las industrias exportadoras chinas, EEUU y Europa ya no podían imponer sus tarifas a China a su libre voluntad.

Desde entonces, entre constantes acusaciones de manipulación del yuan, de dumping –vender por debajo del precio «justo»–, los salarios de los trabajadores chinos han crecido más rápido que en Occidente. China demuestra tener una capacidad de ahorro extraordinaria, un superávit de un 10% respecto a su PIB, mientras muchos países occidentales están asfixiados por la deuda.

Esta dinámica también ha acarreado ganancias. Se calcula que en EEUU, la ropa cuesta lo mismo que en 1986, amueblar una casa es tan barato como hace 35 años, las exportaciones a China crecieron un 200% entre 2005 y 2015, particularmente en agricultura, electrónica e industrias aeroespaciales y automovilísticas. En la próxima década la clase media china doblará su tamaño y servicios como el de las finanzas o telecomunicaciones serán un buen lecho de negocio.

El caso Gamesa

Los que ven en el proteccionismo su particular demonio creen que si se paga más por los zapatos o camisetas se tendrá menos para gastar en otras cosas y el país subsidiará a ineficientes productores locales. Estos, protegidos de competidores extranjeros, no tendrán ningún incentivo para innovar y bajar los precios. También es obvio que si se cierra el grifo a las importaciones de China, estos responderán. Y que con su respuesta pueden colapsar el mercado exterior de EEUU y de muchos otros países.

Ya lo demostró la Gran Depresión de 1930. Las tarifas que impuso el Congreso y firmó el presidente Herbert Hoover sobre más de 3.000 productos extranjeros tuvieron de inmediato una respuesta europea que hizo mayor la depresión. Por ejemplo, EEUU se negó a comprar relojes suizos y Suiza dejó de importar trigo y Chevrolets de EEUU.

Lo ocurrido con la compañía eólica vasca Gamesa es revelador en este debate. En 2005, China aprobó una regulación por la que se obligaba a que el 70% de las nuevas turbinas fueran de fabricación casera. Ello, junto con los subsidios a la producción, créditos baratos y pedidos preferenciales, ha hecho que hoy controle más de la mitad de ese gran mercado global.

Gamesa era hace diez años la tercera compañía del mundo tras GE Wind Energy, subsidiaria de General Electric, y de la líder, la danesa Vestas. Suministraba una tercera parte del mercado eólico de China, una fracción que cayó cinco años después hasta un 3%. La compañía «entrenó» a los chinos que luego compitieron contra ella. Casi todos los componentes de la turbinas de Gamesa se ensamblaban allí, eran suministradas por los chinos. La certeza es que si Gamesa no hubiera «entrenado» a los chinos, otra compañía lo hubiera hecho.

 

«Buy European», tras el consorcio aeroespacial europeo, un proyecto de «Airbus ferroviario»

Puede parecer esquizofrénico, una inversión en un sector moribundo, pero ironías de los periodos preelectorales, el Estado francés anuncia que comprará a la compañía Alstom –de la que posee un 20%– 15 trenes de alta velocidad, que no necesita. Destinará para ello 405 millones de euros públicos solo para poder tener una carta de pedidos y mantener la producción y los 400 puestos de trabajo de la planta de Belfort, en el Este francés, la más antigua de todas sus plantas.

Christophe Sirugue, secretario de Estado para la Industria, tras confirmar esta noticia que ha generado escándalo, indicó que de la misma manera que Europa ha reflexionado sobre la «competencia desleal» del acero chino, debe plantearse ya y de manera abierta, a imagen y semejanza del «Buy American Act», la necesidad de nuevas disposiciones para obligar a que la producción de trenes se haga sobre suelo europeo. Ello exigiría intensificar la colaboración europea para hacer frente a los competidores extranjeros. En otras palabras, algo así como un consorcio como el que Europa tiene en el sector aeroespacial, pero en este caso aplicado al sector del ferrocarril. Es decir, un «Airbus ferroviario». En caso contrario, según los defensores de la propuesta, Europa es muy vulnerable. Y necesita defenderse.

Este plan viene después de que el Gobierno chino haya fusionado sus dos mayores firmas de ferrocarril para constituir el gigante CRRC (China Railway Construction Corp.) con el ánimo de competir mejor con la alemana Siemens y la francesa Alstom. Además CRRC acaba de adquirir la sección ferroviaria de la compañía checa Skoda, aumentando así los temores de que esta pudiera servir como un caballo de Troya de China para penetrar el mercado europeo.

Mientras compañías como la canadiense Bombardier Inc. y la japonesa Japan Central Railway Co. trabajan en la tecnología de levitación magnética, China, el país con la mayor red ferroviaria de alta velocidad del mundo, con su gigantesca compañía CRRC, está entrando con fuerza en mercados emergentes en África, Latinoamérica y el sudeste asiático, y ya empieza a obtener contratos en el mundo desarrollado.M.Z.