Karlos ZURUTUZA

Siriacos, fe de revolución

La presencia de un batallón cristiano-siriaco en el frente de Raqa habla de una comunidad emergente tras un pasado de asimilación arabista y un presente secuestrado por el yihadismo.

Para llegar al cuartel de los siriacos en Raqa hay que conducir hacia el suroeste, y casi siempre por lugares donde nunca hubo una carretera. La ruta no es totalmente segura, pero es la única alternativa para evitar la zona aún bajo control del Estado Islámico. Una vez a las afueras de la ciudad, basta dejarse llevar por el oído: la base del Consejo Militar Siriaco-MFS está justo al lado de la de los americanos en la zona; esa desde la que percuta un mortero de 81 milímetros cada cinco minutos. Día y noche.

El comandante Matai Hannah acaba de volver de allí con una ración de combate MRE («Carne lista para comer», en sus siglas en inglés).

«Su base está justo detrás de ese muro. Yo no tengo inconveniente en llevaros pero a ellos no les va a gustar», se disculpa el siriaco mientras espera a que el agua caliente ponga a punto su comida empaquetada en Cincinnati.

A sus 22 años, Hannah ha pagado su rango con un riñón, una cicatriz desde la ingle al esófago y un balazo en la cabeza. Milagrosamente solo le rozó, pero no fue en Raqa, sino en su Qamishli natal, en 2015. El enemigo, no obstante, era el mismo.

Censos anteriores a la guerra en Siria situaban la cifra de los siriacos en torno a un 10% de una población total de 23 millones. Pero el que fuera refugio durante décadas para muchos cristianos de oriente, sobre todo para aquellos que huían de Irak, acabó por convertirse en una nueva trampa. Ante el azote islamista en todas sus variantes, los siriacos dispuestos a combatir se debatían entre unirse a las milicias de Bashar al-Assad o a los kurdos. Hannah y los suyos optaron por lo segundo.

Vidas cruzadas

La trayectoria política de kurdos y disidentes siriacos ha corrida paralela en Siria. El Partido de la Unión Democrática, hoy dominante entre los primeros, y el Partido de la Unión Siriaca se fundaron en 2003 y 2005 respectivamente. Ambos eran ilegales por las razones que esgrimía Isoue Geouryie, líder político siriaco:

«La Constitución siria no reconocía a los siríacos como pueblo, ni aceptaba que uno de nosotros pudiera ser presidente, ni que un musulmán pudiera convertirse al cristianismo, pero sí lo contrario… Era un régimen arabista y pretendidamente laico en la que los pueblos no árabes, como kurdos o siríacos, no tenían cabida», trasladaba Geouryie a GARA desde la sede del Partido de la Unión Siriaca en Qamishli.

Dos posiciones

En 2012, y coincidiendo con el repliegue de Damasco del noreste de Siria, los siriacos empezaron a organizar su milicia. La primera fue Sutoro («seguridad» en turoyo, la lengua de los siriacos), una unidad policial que acabaría fracturándose entre los leales a Assad y los que se aliaban con las YPG kurdas. El Consejo Militar Siriaco (MFS) vería la luz un año más tarde, y fue en 2015 cuando se incorporó en las entonces creadas Fuerzas Democráticas Sirias, la coalición que hoy lidera la ofensiva sobre Raqa y que respalda Washington. Hay que esperar al «logista» para entrar en Raqa. Ese es el vehículo, preferiblemente blindado, que se encarga de llevar los suministros a la posiciones en el frente de la ciudad sitiada.

Los combatientes de reemplazo se hacen un hueco entre cajas de munición y comida. Una vez dentro, el único Hummer siriaco maniobra derrapando entre el escombro de un barrio fantasma hasta llegar a la primera de las dos posiciones que el MFS mantiene en el frente oeste.

«Llevamos semanas oyendo que la gran ofensiva va a ser mañana pero seguimos esperando», se lamenta Alexis, combatiente, mientras ayuda a descargar cajas de mortadela de vaca. Este veinteañero de Hasaka es ya otro veterano más.

Se unió al MFS «casi de adolescente», cuando los kurdos tuvieron que salir al rescate de las fuerzas de Assad cercadas por el ISIS en Hasaka. Como al resto, la inercia de la guerra le ha arrastrado hasta Raqa, donde hoy comparte batallón con otros siriacos como él, pero también con kurdos, árabes y tres voluntarios extranjeros.

Uno de estos últimos responde al nombre de «Christian». Se muestra dispuesto a hablar siempre y cuando no tenga que abandonar su posición de francotirador en la azotea.

«Luchar aquí era una oportunidad de hacerlo por una causa justa», explica el californiano de 26 años cuyo pasado reciente habla de motivaciones que van más allá. Exveterano de la guerra de Irak, Christian dejó los Marines para unirse a la Legión Extranjera, de la que acabaría desertando para llegar hasta aquí.

«No me movilizaron nunca y yo no puedo estar parado», aclara este hombre de cuerpo completamente tatuado.

Christian cuenta con el respeto de la tropa por su probada experiencia en combate, pero su discurso político no va más allá de «derrotar al ISIS». Para escuchar una versión más elaborada de las causas que empujan a centenares de internacionales hasta aquí hay que atravesar los 200 metros de escombro entre las dos posiciones del MFS.

Allí, Macer Gifford –nombre falso como el de Christian–se presenta a sí mismo como un «internacionalista» pero sin olvidar que era un bróker más en la City de Londres cuando decidió dejarlo todo para viajar a Rojava, a finales de 2014. Hoy apenas chapurrea algo de kurdo, pero no habla ni el árabe ni el turoyo de sus anfitriones.

«Es lamentable cómo hemos despreciado en Occidente a los pueblos de Oriente Medio» lamenta el voluntario británico en la que, dice, es su «primera conversación real» en semanas.

«En casa todavía sigo escuchando aquello de ‘esta gente necesita un gobernante fuerte para mantenerlos bajo control’. Hoy resulta que son los kurdos los que nos están dando una lección a todos con un modelo democrático propio que echa raíces en la región», espeta el británico durante su guardia en la azotea, y justo antes de que comience el enésimo ataque aéreo contra el Estado Islámico.