Dabid LAZKANOITURBURU

Rusia desafía a EEUU y asume un rol central en Oriente Medio

Con una mezcla de determinación militar y posibilismo tactista que evoca su herencia diplomática soviética, la Rusia de Putin ha aprovechado la crisis existencial de EEUU por la desastrosa gestión de su liderazgo en Oriente Medio para convertirse en la potencia interlocutora ineludible en la región.

El reciente viaje relámpago del presidente ruso a Oriente Medio –de Siria y Turquía, pasando por Egipto– pone negro sobre blanco el papel central creciente de Rusia sobre una región dominada geopolíticamente en los últimos decenios por EEUU.

En una jornada maratoniana que la corresponsal de Efe Virginia Hebrero tituló de forma tan elocuente como tópica con un «Putin llegó, vio y venció», el inquilino del Kremlin comenzó en Siria anunciando la victoria total sobre el ISIS y pasando revista a los pilotos de sus cazabombarderos en la base de Hmeimin (noroeste del país). No faltó la enésima genuflexión del presidente sirio, Bashar al-Assad, quien nunca olvidará que la implicación rusa en la guerra en setiembre de 2015 le salvó de una derrota militar casi segura.

La segunda escala llevó a Egipto al que en las presidenciales del 18 de marzo aspira a asegurarse un cuarto de siglo en la cúspide del poder en Rusia. Recibido asimismo con todos los honores por el nuevo faraón, Abdelfattah al-Sissi, ambos rubricaron un acuerdo negociado ya en 2015 por el que Rusia financiará una central nuclear en Dabaa (noroeste del país). Más aún, Putin anunció la creación de una zona industrial rusa en Egipto, que serviría de lanzadera para la exportación de productos made in Russia en toda la región. Como contrapartida, Moscú ultima la reanudación el 1 de febrero de los vuelos turísticos a Egipto, suspendidos tras la explosión de un Airbus con 224 personas a bordo en octubre de 2015, reivindicada por el ISIS.

Finalmente, el octavo encuentro este año entre Putin y su homólogo turco, Recep Tayip Erdogan, sirvió para que ambos líderes profundizaran en su interesada luna de miel, que podría incluir ni más ni menos que la compra por parte de Ankara del sistema de defensa antiaéreo ruso S-400. En caso de confirmarse, la operación supondría un desaire sin precedentes de un aliado, en este caso Turquía, hacia la OTAN. Lo que evidencia que EEUU, y por extensión Occidente, pierde pie progresivaamente en la región.

Una pérdida de ascendiente que no solo se explica, que también, por la llegada a la Casa Blanca de Trump y su «America First». El proceso viene de antes y es consecuencia del desastre que en términos geoestratégicos han supuesto para EEUU las aventuras militares post-11-S en Afganistán e Irak.

Además, el apoyo por parte de la Administración Obama a la fracasada Primavera Árabe, junto a su renuencia a implicarse directamente en otro posible cenagal en Siria dejó a EEUU estratégicamente noqueado y sin margen de maniobra alguna. Lo que dio vía libre a Rusia, que desde setiembre ee 2015 y en dos años de campaña de bombardeos contra los rebeldes sirios y las organizaciones yihadistas ha dado un vuelco total a la situación militar y no solo ha blindado la base de su flota en el Mediterráneo en Tartus sino que ha convertido a Siria en poco menos que un protectorado militar y político de Rusia.

Conviene recordar que la estrecha relación entre la Siria del clan Al-Assad y Rusia tiene larga data y se remonta a la era soviética y su apoyo al Baath (Partido Árabe Socialista) sirio. Tampoco los lazos entre Moscú y El Cairo son algo nuevo. Basta para ello con remontarse al Egipto panarabista de Nasser.

 

En este sentido, Rusia estaría de vuelta a la región tras un interregno de dos décadas, marcado por el desplome de la URSS en 1991, la erosión, al interior y al exterior, de Rusia como potencia bajo el mandato de Boris Yeltsin y los años de lenta pero imparable reubicación de la «nueva Rusia» de Putin.

En un artículo titulado «Moscou capitale du Proche-Orient» y publicado en la red por la revista especializada OrientXXI, Alain Gresh certifica el creciente activismo de Rusia en la región y recoge la explicación que da Fiodor Lukianov, reputado analista ruso de política internacional. «Rusia ve a Oriente Medio como el escenario principal en el que puede acumular un capital que le permitiría ser reconocida como una potencia en la escena internacional».

Es evidente, como recuerda el propio Gresh, que Rusia «está convencida de que la era postoccidental (en el mundo) ha comenzado y no duda en intentar acelerar ese movimiento» en Oriente Medio. Es asimismo innegable, como insiste más diplomáticamente el propio Lukianov, que «el mundo ya no es bipolar, sino multipolar». El profesor ruso de Relaciones Internacionales utiliza este argumento y el de la ausencia de una pugna ideológica como la de antaño entre Rusia (URSS) y EEUU para rechazar que estemos asistiendo a una nueva Guerra Fría.

Precisamente es esa cuestión a-ideológica la que explica el modus operandi de Moscú en la arena mundial. Con el interés, geoestratégico y económico, como única –y legítima– bandera, Rusia no solo estrecha relaciones con la Turquía de Erdogan sino que mantiene diálogo con todos los actores de la región –con la excepción de las organizaciones yihadistas del ISIS y Al Qaeda– y está presente, de una u otra manera, en los intentos de arreglo de todos los conflictos cruzados que la asolan.

Al punto de que casi todos sus protagonistas, incluso los que rechazan su intervención siria y hasta algunos de los que la sufren o la han sufrido, le reconocen el papel de mediador-interlocutor principal. A modo de ejemplo,. los rebeldes sirios salafistas de Ahrar al-Sham han acudido a las conferencias convocadas por Moscú en Astaná, capital de kazajistán.

Los contactos de los servicios secretos rusos con facciones del movimiento talibán afgano –como posible contrapunto a la implantación del ISIS en Asia Central–, son otra muestra de pragmatismo y de que Rusia tiene bastantes menos remilgos de los que expresa o se le atribuyen para hablar con el enemigo.

La lista de iniciativas rusas de los últimos meses en, o en relación con, Oriente Medio es larga. La última es la del llamado Congreso Sirio por el Diálogo Nacional, con el que Moscú busca liderar en la ciudad de Sochi las negociaciones entre régimen y oposiciones en Siria, lo que daría la puntilla al casi muerto diálogo en Ginebra, auspiciado por la ONU y que ha conocido estos últimos días su enésimo pero posiblemente último fracaso por el torpedeo de la delegación de Damasco.

El Kremlin conjuga a la perfección su condición de actor inneludible y a la vez de parte para mantener posición, en un equlibrio inestable pero eficaz que le permite jugar con unos y otros en un tablero en el que sus intereses nunca pierden.

A principios de año, Moscú abrigó una conferencia de movimientos kurdos que sentó en la mesa a los que se sitúan en la órbita del PKK –lo que incluye al PYD en Siria– con los opositores al PDK del clan Barzani (incluidos el UPK y Goran).

Mientras, en paralelo, cimentaba unas relaciones cada vez más estrechas entre Putin, el «nuevo zar», con el «neosultán otomano», Erdogan, quien considera el proyecto de autonomía democrática de Rojava (Kurdistán sirio) como una amenaza directa a su proyecto político, en una creciente deriva panturca.

 

¿Cómo es posible que Rusia no haya solo anulado el liderazgo de Erdogan contra la Siria de Al-Assad sino que ha realineado a Turquía en un triángulo regional con Irán? Quizás sea una herencia de la prolija diplomacia soviética, pero Moscú ha sabido jugar habilmente con el tacticismo. Tanto Teherán como Ankara, lo que valdría incluso para el resto de actores de la región, calculan sobre todo los costes que les depararía el final de semejante alianza «contra natura» y el recrudecimiento de la situación.

Así las cosas, el interés a corto plazo de no acrecentar los problemas compartido por sus aliados y/o interlocutores permite a Rusia repartir juego y manejar la situación a medio plazo –decir largo sería prematuro–. Por lo menos al plazo que se puede prever en un escenario marcado por la inestabilidad a escala mundial, y que es precisamente una lección ya aprendida por el Kremlin (en esto su ventaja respecto a Occidente es innegable) para articular su política exterior. En un mundo en el que nada es seguro y los aliados de ayer se convierten en enemigos hoy –y viceversa–, Rusia aplica unas dosis de posibilismo – es conocida la delgada línea entre el posibilismo y el cinismo– que casa bastante mal con las anteojeras con las que desde Occidente se prejuzga a aquel país.

Pero el tacticismo y el posibilismo ruso responden también a una necesidad, la de un país consciente de sus límites como potencia, evidentes en el ámbito económico, y que sabe a su vez que, todavía, tiene que contar con Washington si quiere preservar sus intereses en la región y a escala planetaria.

Si EEUU nunca olvidará Vietnam –y el norcoreano Kim Jong-un lo sabe– Rusia recuerda que Afganistán fue el tiro de gracia a la URSS, por lo que enfangarse en una guerra civil en Siria sería su peor pesadilla.

Y le conviene cultivar todas las amistades, incluidas las de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, con los que a su vez ultima un acuerdo militar para codesarrollar un caza de última generación basado en el MIG-29.

En este sentido, convendría recordar que sigue en cierto sentido la estela de la propia URSS, cuya diplomacia contaba con bastantes más mimbres –y menos aspavientos– de los que presupondría su pretendida adscripción ideológica.

Así, quien espere que la justa crítica de Putin al reconocimiento sionista de Jerusalén por parte de Trump vaya más allá debería tener en cuenta el papel crucial que tuvo la URSS en el reconocimiento del Estado de Israel por parte de la ONU en 1948. Lo que no obsta para que Rusia tema que el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv no responda realmente a un plan para lanzar un ataque a Irán por interposición de Israel. Un plan que amenazaría con hacer estallar por los aires todo el escenario de regreso a Oriente Medio tejido con tanto cuidado como éxito por Moscú.