Isidro Esnaola
Donostia

Hiperinflación o la pérdida de autoridad del Estado

El artículo analiza las causas que suelen provocar los periodos de rápido crecimiento de los precios conocidos como hiperinflación, a modo del que padece Venezuela en la actualidad. Seguidamente, el autor repasa las medidas aprobadas por el Gobierno de Nicolás Maduro para salvar la situación y recuperar el control de la economía y la moneda.

Esta semana, el Gobierno de Venezuela ha tomado una serie de decisiones con el objeto de poner fin a la hiperinflación que vive el país. Una palabra que refleja un fenómeno más habitual de lo que parece a primera vista. Existe una larga historia de procesos similares ocurridos en otros países entre los que se pueden citar, a modo de ejemplo, Zimbabue en la década pasada, Rusia y Serbia en los años 90, Argentina y Brasil en los 80 o, retrocediendo más en el tiempo, Hungría tras la Segunda Guerra Mundial y el que se desarrolló en los años 20 durante la República de Weimar en Alemania, donde para comprar el pan había que llevar los billetes en carretilla.

Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de hiperinflación? Básicamente, de una subida fuerte y rápida de los precios de todas las mercancías. El consenso general establece el límite para considerar hiperinflación un alza de los precios superior al 50% mensual, es decir, los precios de los productos se doblan cada dos meses. En el caso de Rusia, por ejemplo, no se alcanzó este mínimo: tras el golpe de 1991 no se llegó al 50%, aunque los precios crecían a un imponente 1% diario. No se ha fijado un límite superior. En algunos casos, como en Hungría, los precios se doblaban de un día para otro. Con unos importes en constante crecimiento es muy difícil tomar cualquier decisión de carácter económico.

Generalmente, los expertos atribuyen este aumento de los precios al exceso de moneda en circulación, aunque no es del todo exacto. El Banco Central Europeo también creó gran cantidad de dinero para superar la crisis financiera de 2008, pero solo se lo entregaba a los bancos y, además, bajo estrictas condiciones que les impedían dar crédito con ese dinero. De esta forma, la ingente masa monetaria que emitió el BCE no terminó inundando la economía de la eurozona, sino que quedó restringida al ámbito de las finanzas y la bolsa.

En realidad, lo que provoca la hiperinflación es un gran desajuste entre el dinero en circulación y los productos a la venta. Los precios se pueden disparar, bien porque no haya nada que comprar, o bien porque se ha imprimido más dinero del necesario para un funcionamiento predecible de la economía. En ambos casos, sin precios estables que sirvan de referencia, es difícil tomar decisiones a corto o medio plazo. Por esa razón, la hiperinflación lleva a la desarticulación de las relaciones económicas: la gente y las empresas empiezan a intercambiar directamente –sin utilizar dinero– lo que necesitan con los de su alrededor, fragmentando el espacio económico. Además, sin referencias claras, las decisiones de inversión se posponen, comprometiendo el desarrollo a medio plazo.

Los efectos de la hiperinflación dañan de manera especial los ingresos del Estado. Los impuestos se suelen fijar en un momento determinado del año, pero se cobran bastante más tarde, con lo que, cuando llega el momento de la recaudación de esos impuestos, el valor real de la obligación es mucho más pequeña que la prevista en un principio y en consecuencia también es menor el valor de lo que el Estado recauda.

Este desfase suele alimentar el déficit de las cuentas públicas, que tienen que hacer frente a pagos crecientes, por ejemplo los sueldos de los funcionarios, con lo poco recaudado. Y un mayor déficit alimenta la escalada de precios. Un efecto que fue descrito por primera vez por el economista argentino Julio H.G. Olivera en 1967 y explicado más tarde por el economista italiano del FMI Vito Tanzi.

Cuando el Estado no tiene recursos suficientes para pagar los salarios y a sus acreedores, suele optar por imprimir dinero con un nominal cada vez mayor, y así aparecen billetes de 100.000, de 1.000.000 o con guarismos todavía más altos. Una decisión vana que no hace sino alimentar la espiral de crecimiento de precios, al comprender la gente que esos billetes no tienen valor frente al imparable incremento del coste de la vida.

Con esta decisión, el Estado no hace más que echar piedras sobre su propio tejado, ya que el mensaje que trasmite es que ha perdido el control sobre la moneda, lo que no hace sino profundizar la pérdida de su autoridad. A fin de cuentas, la moneda es un bien público y lo que la hiperinflación hace es despojarla de su valor; de alguna manera se produce un proceso de privatización de un bien público, la moneda, al perder el Estado el control. Es por esta razón que los periodos de hiperinflación suelen darse tras guerras, como en Alemania, Hungría o Serbia; o tras graves crisis políticas, como en Argentina, Brasil, Rusia, Zimbabue y ahora en Venezuela.

La salida del círculo perverso de la hiperinflación está directamente relacionada con la capacidad del Estado para recuperar su autoridad y, a partir de ahí, restablecer el equilibrio monetario. El Gobierno de Nicolás Maduro ha propuesto un plan que, fundamentalmente, contempla cuatro medidas.

La primera se hizo efectiva el lunes con la reducción del nominal de los billetes en circulación, quitándoles cinco ceros, y la emisión de unos billetes nuevos, el “bolívar soberano“, en sustitución del “bolívar fuerte” actualmente en circulación. Cambia la referencia pero nada más. Eso sí, la medida tiene un efecto práctico al simplificar los cálculos: en vez de estar sumando millones de bolívares para comprar el pan y la leche, en adelante se sumarán miles de bolívares.

Pero también tiene un efecto psicológico al quitar de circulación unos billetes que la población sabe que no valen nada. El prestigio de los nuevos dependerá del resto de medidas que tome el Gobierno; entre ellas, es fundamental que reduzca la impresión de dinero físico a lo estrictamente necesario.

El martes se devaluó la moneda venezolana un 95,8%. Una medida lógica y coherente que simplemente oficializa la pérdida de valor de la moneda local, el bolívar, con respecto al resto de divisas del mundo, como consecuencia de la hiperinflación. Si no se puede comprar nada en el país con la moneda local, tampoco se podrá comprar con ella nada en el exterior. De esta forma, el Gobierno venezolano ajusta su valor interno y externo.

El Ejecutivo ha tratado de respaldar el nuevo “bolívar soberano” conectándolo al “petro”, una criptomoneda que está vinculada al precio del barril de petróleo. En palabras de Maduro: «Si ellos dolarizan los precios, ahora yo petrolizo el salario». Lo cierto es que no está claro cómo va a funcionar esta relación porque, entre otras cosas, el “petro” no cotiza en ningún mercado financiero. Y conviene no olvidar que vincular la moneda al petróleo significa también atar su cotización a los vaivenes de este.

En cualquier caso, el valor de la práctica totalidad de las modernas monedas fiduciarias, basadas en la confianza, está relacionado con la productividad de la economía y con la situación de las finanzas públicas. En Venezuela, prácticamente todas las exportaciones –por encima del 90%– están vinculadas con el petróleo, es decir, se trata de una economía poco productiva y nada diversificada, donde además no se conoce con certeza la dimensión del déficit que acumulan las cuentas del Estado.

El Gobierno, asimismo, ha fijado el nuevo salario mínimo en 1.800 bolívares nuevos, aproximadamente 30 dólares. Se ha multiplicado por 60, pero la subida real no es, ni mucho menos, tan grande, porque su valor estaba completamente desfasado a consecuencia de la hiperinflación. Esta es la cuarta subida en lo que va de año y la vigésimo quinta desde que Maduro fue elegido presidente en 2013.

El Ejecutivo ha explicado que se hará cargo del coste de la subida salarial de las pequeñas y medianas empresas durante 90 días. No está claro cómo lo va a hacer, pero un Estado sin ingresos es muy posible que termine pagando el coste de esa medida, otra vez, recurriendo a la impresión de billetes. No es una buena señal al poner en cuestión que se vaya a mantener la disciplina presupuestaria necesaria para que el “bolívar soberano” mantenga su valor.

Para completar los ingresos, el Gobierno ha presentado una reforma fiscal que prevé subir el IVA del 12% al 16%, un impuesto a las transacciones financieras entre el 0,5% y el 2%, y algunos cambios en el impuesto sobre la renta. Proporcionará un aumento de los ingresos, aunque no parece suficiente cambio para dotar al presupuesto del Estado de la recaudación suficiente.

La clave para completar los ingresos públicos está en los carburantes. En este momento, en Venezuela con un dólar estadounidense se puede comprar 1,5 litros de Coca-Cola y hasta seis millones (¡6.000.000!) de litros de gasolina. Un disparate consecuencia de los subsidios a los carburantes y de la hiperinflación que ha dejado en nada su precio y que, además, cuesta, en función de la cotización del petróleo en los mercados internacionales, alrededor de 10.000 millones de dólares anuales al Estado. Maduro anunció, sin dar más detalles, que tendrán acceso a la gasolina subsidiada aquellas personas que posean el carnet de la patria, un documento que da acceso a determinadas ayudas sociales, y que el resto de la gente deberá pagarla a «precios internacionales». El nuevo sistema se aplicará a partir de finales de setiembre.

El subsidio a los carburantes no fue un invento de Chávez, sino bastante anterior. Ya en 1989 el entonces presidente, Carlos Andrés Pérez, aprobó una subida en el marco de un plan de ajuste acordado con el FMI. Las protestas posteriores, que se conocen como «el Caracazo», fueron sangrientamente reprimidas y se convirtieron en el principal motivo para que cayera su Gobierno años más tarde. Desde entonces los gobernantes venezolanos tienen miedo a tocar el precio de la gasolina. A pesar de ello ha habido otras subidas: Rafael Caldera en 1996, Hugo Chávez en 2007 y Nicolás Maduro en 2016, pero no fueron significativas y la hiperinflación ha diluido completamente el efecto de la última.

Es posible que el precio de la gasolina sea la principal clave para que el Estado venezolano empiece a recuperar su autoridad, recomponga sus finanzas y logre controlar la actual inflación galopante.