Ibai Gandiaga
Arquitecto

Premios y visibilizaciones

Recientemente, cierta arquitecta y profesora de universidad, muy conocida en los medios académicos e intelectuales del mundillo, provocaba un pequeño revuelo en la profesión al publicar un libro donde, escrito negro sobre blanco en la contraportada, proclamaba ser «una de las pocas arquitectas que dirigen su propio estudio en España». La captura de pantalla de semejante afirmación corrió de móvil en móvil.

Dicha afirmación es, probablemente, una pequeña metedura de pata de los editores, en un panorama profesional muy atomizado y una profesión relativamente feminizada como es la arquitectura, en la que a nadie quepa duda, existen muchísimos estudios dirigidos por mujeres. Aunque la cosa queda en anecdótico, sí que da pie a una reflexión.

Es cierto que arquitectas reconocidas por el gran público, o el público interesado en la arquitectura, no hay tantas, pese a lo testarudo de las cifras: ya hace años que los números de matriculaciones en la Universidad otorgan a las mujeres mayoría en las escuelas de arquitectura. Al salir del ámbito educativo, sin embargo, las dinámicas de discriminación de género se mantienen exactamente igual que en cualquier otra profesión, y los fenómenos de invisibilización obran su efecto.

Estas invisibilizaciones no son cosa de hoy; los historiadores de la arquitectura moderna han conseguido que desaparezcan de la historia mujeres que deberían de llevarse al menos el 50% del mérito; por ejemplo, el mismísimo San Pedro Apóstol de la arquitectura moderna, Alvar Aalto, firmaba junto con su mujer Aino Aalto las obras como ‘Estudio Aalto’ y, sin embargo, historiadores como Bruno Zevi o Kenneth Frampton han omitido este y otros casos de autoría compartida (de arquitectos tan relevantes como Mies van der Rohe o Rietveld).

Todo esto resulta en que son pocas las mujeres que obran de cara visible de su empresa en el Estado español y, por lo tanto, es necesario hacer un esfuerzo por ofrecer referentes de éxito y visibilizarlo. Tal vez por eso, el año pasado se recibió con una alegría generalizada el hecho de que el Premio Pritzker fuera otorgado a las arquitectas Yvonne Farrel y Shelley MacNamara.

Por primera vez en sus 44 ediciones, el premio se otorgaba a un equipo únicamente formado por mujeres. Otras tres mujeres habían recibido el galardón (Anne Lacaton, en 2021, Carme Pigem en 2017 y Kazuyo Sejima en 2010), pero siempre como parte de un equipo formado por hombres y mujeres. La primera mujer –y única hasta la fecha en recibirlo en solitario– fue la malograda Zaha Hadid en 2004 pero, dieciséis años más tarde, sigue siendo notable la falta de mujeres galardonadas.

Cuando unas jovencísimas Farrel y MacNamara fundaron Grafton Architects junto con otros tres amigos, tan solo hacía cuatro años que se habían graduado en la University College de Dublín. Fundaron la empresa en 1978, y lo hicieron poniendo al grupo el nombre de la calle en la que se ubicaba el estudio. El relato que ha quedado nos dice que esto era porque se quería dar más importancia al lugar que a la personalidad de los arquitectos. Durante la entrega de los premios Pritzker, máximo galardón de la arquitectura mundial, precisamente el jurado destacó la importancia que juega el lugar donde se colocan sus obras en la obra de estas dos arquitectas irlandesas.

Los trabajos internacionales de Farrel y MacNamara

Treinta años más tarde de fundar su estudio, en 2008, las irlandesas saltan al juego global de la arquitectura al diseñar la exclusiva escuela Luigi Bocconi de Milán. Para entonces, de las cinco personas que comenzaron Grafton Architects solo Farrel y MacNamara continuaban, liderando un equipo de cuarenta personas. La Bocconi supuso su primer encargo internacional, un concurso por invitación presidido por el historiador Kenneth Frampton, que esta vez sí visibilizó el trabajo de las dos mujeres. A esta obra siguieron, sobre todo, la Universidad UTEC de Lima, Perú (que les otorgó un gran prestigio internacional), y la Universitè Toulouse 1 Capitole School of Economics. En esas obras se destila una contraposición entre una forma casi brutalista, buscando en todo momento la ayuda de las “materias primas” de la arquitectura, es decir, la luz, la altura y las visuales, y unos interiores a escala humana.

El Premio Pritzker solo ponía el broche a una serie de premios como la medalla de oro del RIBA (el Colegio de arquitectos británico) el Thomas Jefferson, o el premio Jane Drew, o reconocimientos como la curación de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2018, y posibilita la visibilización de una realidad, la de las mujeres como líderes en procesos de transformación de la ciudad.