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Barcelona

Barcelona, confinada por la epidemia hace 200 años

Una populosa ciudad portuaria como Barcelona ha sufrido muchas epidemias a lo largo de su historia. Una de las más devastadoras fue la de fiebre amarilla de 1821 que, literalmente, diezmó su población. Doscientos años después parece que algunas cosas no han cambiado mucho.

El Campamento Sanitario de la Constitución, en una litografía de Louis Vuillaume; la Creu Coberta aparece en primer término. (HISTORIESDEBCN.COM)
El Campamento Sanitario de la Constitución, en una litografía de Louis Vuillaume; la Creu Coberta aparece en primer término. (HISTORIESDEBCN.COM)

El blog Historiès de Barcelona, fruto de la curiosidad de un periodista que se presenta como David Martínez, ha resumido la ‘historia’ de la epidemia de fiebre amarilla que devastó la población de Barcelona hace justo 200 años.

La fecha del 21 de diciembre es la considerada como el final de aquella pesadilla y la que ha dado lugar a este ‘hilo’ en Twitter:

El material para mantener viva la memoria de lo sucedido es abundante, ya que fue recogido de primera mano tanto en la prensa como en diarios personales, además de en documentos oficiales.

Según distintas fuentes, aquella epidemia dejó entre 6.000 y 9.000 muertos en una población de unos 100.000 habitantes. El médico francés Mathieu Audouard eleva el número de víctimas mortales hasta 16.000.

El relato documentado comienza el 3 de agosto de 1821, cuando la Junta Municipal de Sanidad de Barcelona constata que ha observado una serie de fallecimientos causados por «enfermedad sospechosa» en el barrio de la Barceloneta.

Contagionistas y anticontagionistas

En principio se creyó que podía tratarse de «calenturas estacionales» y se abrió el debate entre los médicos: aunque algunos sugirieron el aislamiento de los posibles contagiados, la mayoría opinó que ese era un posiconamiento demasiado alarmista, negando el riesgo de epidemia.

De ese modo, mientras las autoridades sanitarias creían tener la situación controlada y hacían llamamientos a la calma, el brote se iba extendiendo. No obstante, ante el goteo de muertes, se aislaron a todos los enfermos con síntomas en un sucio lazareto y más tarde se habilitaron en Gràcia dos centros de observación para poner en cuarentena a posibles infectados al tiempo que se fumigaban sus casas.

La irrupción de una enfermedad prácticamente desconocida generó un encendido debate social, especialmente entre la comunidad médica, que se mostró dividida sobre la causa de la plaga y las medidas para combatirlas.

Según los «contagionistas», la enfermedad era de origen exótico y había llegado en embarcaciones provenientes de las Antillas, contagiando a la población local. Los «anticontagionistas», en cambio, negaban la transmisibilidad entre personas y creían que el origen estaba en focos de infección local, que situaban en las aguas estancadas del puerto y en el deficiente estado del alcantarillado, acentuado por el intenso calor y la sequía.

Por entonces no se sabía que la fiebre amarilla es provocada por un virus, que se transmite por la picadura de un mosquito. El nombre de la enfermedad obedece a sus dos síntomas más característicos: la fiebre y la ictericia (coloración amarilla de la piel debida a un incremento de pigmentos biliares en la sangre). En los cuadros más graves también provocaba hemorragias y, en un 20% de los casos, la muerte.

Estudios posteriores concluyeron que probablemente llegó a Barcelona en dos barcos procedentes de La Habana, el Gran Turco y el Tallapiedra, que se dedicaban al tráfico de esclavos y al comercio colonial.

La reacción tardó en llegar

Aunque las tesis contagionistas eran mayoritarias en las juntas Municipal y Superior de Sanidad, las autoridades tardaron días en pasar a la acción.

El historiador Josep Maria Fradera recoge dos teorías que explicarían la lenta reacción de los gobernantes: por un lado, la presión del comercio marítimo, que no quería que se interrumpiera la navegación; y por otro, la creencia extendida entre los liberales de que los rumores de la epidemia eran una especie de campaña de fake news de los absolutistas para desprestigiar al frágil gobierno constitucional, que apenas hacía un año que estaba en el poder.

Como recuerda el blog Historiès de Barcelona, para cuando las autoridades asumieron las tesis contagionistas de la Junta de Sanidad, la epidemia ya estaba descontrolada.

El 3 de setiembre, el Ayuntamiento puso en cuarentena el puerto y la Barceloneta, incomunicando el barrio marinero del resto de la ciudad. La medida resultó impopular y recibió feroces críticas de los sectores anticontagionistas. Y ni la estricta vigilancia ni la amenaza de multas económicas impidieron que algunas personas burlaran los controles. 

Siguiendo los postulados anticontagionistas, muchos enfermos ignoraban las consignas de aislamiento. Y corría el rumor de que los médicos envenenaban a los internos de los lazaretos, por lo que los pacientes se negaban a ingresar en ellos voluntariamente.

Los motines se fueron extendiendo y las autoridades sanitarias se convirtieron en el objetivo de la ira popular. Una de las víctimas de los altercados fue Joan Francesc Bahí, vocal de la Junta Superior de Sanidad y defensor del contagionismo.

Al mismo tiempo, muchos se encomendaron a la religión: el 2 de diciembre comenzaron las rogativas en la catedral y se organizaron procesiones con la Virgen de la Merced seguida de miles de personas, entre quienes se hallaban los representantes de la Corporación liberal.

El monumento que recuerda a las víctimas de la fiebre amarilla de 1821 en el cementerio de Poblenou. (HISTORIESDEBCN.COM)

El confinamiento estricto

Para intentar frenar la epidemia, el 17 de setiembre la Junta Superior de Sanidad del Reino impuso un cordón sanitario a Barcelona, que quedó confinada dentro de sus murallas. Los militares fueron los encargados de controlar cualquier entrada o salida de personas de la ciudad.

Quedó suspendida toda actividad lúdica, como las corridas de toros, el principal espectáculo de masas de la época. La Casa del Teatre (el único teatro de la ciudad) cerró. Se clausuró el puerto y la ciudad sufrió una escasez de alimentos. Muchas fábricas pararon su actividad. El pánico se extendió. Los altercados y saqueos se multiplicaron ante la falta de trabajo y de comida.

La grave situación de Barcelona era noticia internacional y médicos extranjeros llegaban a la ciudad para estudiar la enfermedad.

Mientras, las familias acomodadas huían buscando refugio en los pueblos más ventilados. Y los más desfavorecidos se quedaron confinados dentro de las murallas.

La Diputación de Catalunya, la Capitanía General y la Junta Superior de Sanidad se trasladaron a Esparreguera, a unos 50 kilómetros de la capital. En la ciudad solo quedaron las autoridades municipales: el alcalde Josep Marià de Cabanes y sus concejales, de los que cuales cuatro fallecieron. También murieron muchos médicos y religiosos que se quedaron para asistir a los enfermos.

El «Campamento Sanitario», 4.000 personas hacinadas

A principios de octubre llegó lo que ahora se llama ‘el pico de la curva’, con una media de 200 muertes diarias. A mediados de mes, las familias humildes que habían sobrevivido pudieron ser evacuadas al bautizado como ‘Campamento Sanitario de la Constitución’, instalado fuera de las murallas.

Se trataba de un asentamiento formado por 400 barracas muy precarias. Se extendía por la falda norte de Montjuïc, donde ahora está la Fira, hasta la Creu Coberta. En cada barracón vivían diez personas, por lo que en total había 4.000 amontonadas en condiciones miserables. Recibían como ayuda benéfica una sopa y dos reales al día.

Más allá de su pomposo nombre, el campamento era conocido popularmente como la ‘ciutat d’en Nyoca”. La nyoca era una mezcla de frutos secos, que tradicionalmente se regalaba en los bautizos. Más tarde, el apelativo se generalizó para referirse, despectivamente, a los barrios humildes e, incluso, a toda la ciudad de Barcelona.

El 18 de diciembre de 1821 se levantó el cordón sanitario, poniendo fin al confinamiento de Barcelona. El campamento todavía estuvo en funcionamiento hasta el día 21.

Memorial por las víctimas

La mayoría de las víctimas de la epidemia fueron enterradas en el cementerio de Poblenou, donde se erigió un templete en su memoria, en especial a la de los médicos, clérigos y autoridades municipales que permanecieron en la ciudad luchando contra la epidemia. El monumento actual es una reconstrucción realizada por Leandre Albareda en 1895.

A consecuencia de la tragedia, en 1824 se aprobó un decreto que obligaba a guardar cuarentena a los barcos que arribaban desde las Antillas. Pero ante las presiones de la poderosa Compañía Transatlántica de Antonio López, la resolución fue anulada en 1868. Solo dos años después, Barcelona sufrió un nuevo brote de fiebre amarilla que dejó otro millar de muertos.