Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

Más gente con tres dosis en cinco países europeos que con una en la región africana de la OMS

La insultante desigualdad en el reparto de las vacunas, además seguir facilitando la vida al virus, aleja un horizonte común capaz de dar una respuesta a otros retos globales.

Una familia aguarda su turno para recibir una dosis en un centro de vacunación de Johanesburgo, en Sudáfrica.
Una familia aguarda su turno para recibir una dosis en un centro de vacunación de Johanesburgo, en Sudáfrica. (Luca SOLA | AFP)

A estas alturas no queda ni un país que lo haya hecho todo bien durante esta pandemia. En todos los lados afloran miserias de diverso signo, pero hay un indicador que nos habla del que es, seguro, el mayor fracaso de la humanidad –del ser humano como especie, que diría Pepe Mugica– durante esta pandemia: el reparto de las vacunas.

Hay una interminable cantidad de cifras para confirmarlo y rasgarse las vestiduras; quizá una de las más obscenas se encuentre al bucear en los datos de la OMS. Se trata de comparar las dosis de refuerzo inoculadas en los países ricos con las dosis, a secas, suministradas en los países pobres. Veamos. En la región africana de la OMS –todo el continente menos Marruecos, Túnez, Libia, Egipto, Sudán y Somalia– viven casi 1.200 millones de personas, y según los últimos datos, son solo 121 millones las personas que han recibido al menos una dosis. Es el 10%.

En el otro extremo, Alemania, Gran Bretaña, Italia y los Estados español y francés –los cinco países más poblados de Europa Occidental– suman un total 324 millones de habitantes. No se trata de subrayar la evidencia de que el porcentaje de vacunados con alguna dosis multiplica casi por diez la proporción africana. Es que en números reales, contantes y sonantes, en esos cinco estados en los que se incluye Euskal Herria se han suministrado 124 millones de dosis de refuerzo.

Es decir, hay más gente con la dosis de refuerzo en solo cinco estados europeos que gente con al menos una sola dosis en prácticamente todo el continente africano. Se dice pronto.

También hay estadísticas a la medida vasca. Por ejemplo, en la CAV y Nafarroa se han suministrado 5,4 millones de dosis, cifra superior a las 5,2 millones de vacunas que se han inoculado en los ocho países con menor tasa de vacunación de África. En eso estados viven 231 millones de personas; en Hego Euskal Herria, 2,8.

Es estúpido y desalentador. Lo es términos éticos, por supuesto, pero también en términos políticos –no hay horizonte común posible con semejantes desigualdades– y sanitarios. Como ya se ha repetido hasta la extenuación, no hay salidas particulares a la pandemia. Hasta Nueva Zelanda, el país que probablemente más sencillo tenga aislarse del mundo, renunció a seguir intentándolo. Que el virus siga circulando a sus anchas quiere decir que cada vez se le dan más oportunidades para mutar, facilitando la aparición de nuevas cepas.

Cuando en verano empezó a hablarse de las dosis de refuerzo, se ilustraba el peligro que conllevaba con algo que parecía una exageración: se decía que nos ponía en la senda de un futuro distópico en el que la transmisión incontrolada en algunos países pobres iría creando nuevas cepas, para las cuales sería necesario readaptar las vacunas y suministrar más dosis en los países ricos. Podía sonar a exageración, pero en Israel ya está encima de la mesa la cuarta ración.

Por último, conviene insistir en que la pandemia provocada por el SARS-CoV-2, con todo lo que ha traído, se antoja una minucia al lado de los retos derivados del expolio de los recursos naturales no renovables que ya tiene la humanidad encima de la mesa –tanto en la vertiente de la crisis climática, como en la del encarecimiento de materiales cada vez más difíciles de obtener–. Es un reto que nos interpela como especie y cuyas consecuencias serán sin duda más graves –y más dilatadas en el tiempo– que las provocadas por el SARS-CoV-2. Si los mimbres para abordarlo son los ha dejado al descubierto la pandemia, las perspectivas dan miedo.

El precio: mayor desigualdad

La perversión no acaba ahí. Según el panel sobre la vacunación global elaborado por la OMS y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el esfuerzo que deben realizar los países pobres para vacunar a su población es inmensamente mayor que el de los países pobres. En cifras, estos organismos calculan que los países de rentas altas han tenido que incrementar su gasto sanitario un 0,8% para poder vacunar al 70% de su población. Lograr semejante tasa supone para los países pobres aumentar en un 56,6% su presupuesto sanitario total.

Buena parte de la responsabilidad de ello recae, precisamente, sobre la Unión Europea, que se ha convertido en la gran defensora de las patentes, haciendo caso omiso a las peticiones más que razonables realizadas por países como India y Sudáfrica, y ante las cuales hasta EEUU había dado su brazo a torcer. Conviene decirlo sin demasiados paños calientes: Europa es una de las principales responsables de que los países pobres tengan que empobrecerse todavía más si quieren vacunar a su población.

Dosis a punto de caducar

El remate al despropósito lo encontramos al rascar un poco en algunas de las noticias que, con llamativos titulares, han ido alertando sobre la cantidad de dosis donadas a países africanos que han acabado en la basura. Un marco que pone el foco en las dificultades de los países receptores para distribuir correctamente las dosis.

El caso más llamativo es quizá el de Nigeria, el país más poblado del continente, que a mediados de diciembre destruyó 1.066.214 dosis. A principios de mes, Reuters ya había alertado, tras una investigación propia, que más de un millón de vacunas corrían el riesgo de no poder ser utilizadas. Se trataba de sueros elaborados por Astrazeneca que, en buenas condiciones, pueden aguantar hasta seis meses, pero que llegaron a Nigeria cuando apenas faltaban entre cuatro y seis semanas para caducar. El país africano, que no es precisamente uno de los más pobres del continente, no pudo aprovechar la mayoría de las vacunas recibidas, lo que le llevó hace tres semanas a anunciar que no aceptaría más «donaciones» con la fecha de caducidad inminente.

Solo es uno de los casos que ilustra la inutilidad de un sistema pensado en términos de caridad y donaciones, que no cuestiona la desigualdad estructural de fondo y que, más bien al contrario, no hace sino incrementarla. Los ejemplos son numerosos, y los hay especialmente rocambolescos, como otro millón de dosis que en febrero del año pasado llegó a Sudáfrica desde la India. Caducaban el 13 de abril. Al considerar que no eran suficientemente eficaces contra la cepa emergente entonces, las autoridades sudafricanas las repartieron entre varios países del continente a través de la Unión Africana. Llegaron a destino a finales de marzo, y la mayoría tampoco pudo usarse.