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Bob Dylan, cavilando entre canciones

El mítico compositor y escritor estadounidense Bob Dylan se vale de un extenso cancionero ajeno para, más allá de describir su contenido, volcar sus pensamientos e ideas relacionadas con todo tipo de ámbitos.

Bob Dylan, en una grabación.
Bob Dylan, en una grabación. (NAIZ)

Con el valor que le otorga ostentar una carrera artística tan dilatada como imprescindible, cada vez que Bob Dylan anuncia un nuevo lanzamiento en cualquiera de las disciplinas por las que circunda, este acapara buena parte de la atención mediática y popular. Un efecto incrementado todavía más cuando dicha publicación significa, como sucede con ‘Filosofía de la canción moderna’ (Anagrama, 2022), su regreso al contexto literario desde aquellas ya lejanas ‘Crónicas. Volumen I’, fechadas en 2004, e inaugurar su currículum tras ser galardonado con el premio Nobel en 2016. Un reconocimiento no exento de polémica, condición que siempre ha acompañado al de Duluth, al igual que unos torrenciales elogios recogidos por su creación. Y es que mientras cada una de sus apariciones supone para una inmensa mayoría  incrementar el nivel de devoción por su figura, con igual ímpetu surgen voces críticas que se erigen como hondas de David lanzadas contra el gigante. Discrepancias que, como no podía ser de otro modo, también ha acaparado su recién editado libro.

En realidad las mayores disensiones conceptuales y formales con las que se ha enfrentado dicha obra derivan en buena medida por las expectativas suscitadas a través de su categórico título, que pese a su expansiva nomenclatura en la práctica rehuye de cualquier ánimo enciclopédico, respondiendo con mayor exactitud a un formato donde las composiciones -escogidas bajo el único baremo de su propio gusto- son la ‘excusa’ para filtrar la sobrada capacidad que ostenta la música popular de albergar reflexiones universales sobre la condición humana y todo aquello que le rodea. Una mera desavenencia terminológica que sin embargo no puede encubrir el déficit esencial que significa apartar de esa mirada global a las voces femeninas, representadas por una exigua presencia de solo cuatro nombres, lo que se convierte en la exclusión de una parte porcentualmente imprescindible en la construcción de cualquier relato con ánimo maximalista.

Menos trascendentes resultan aquellas consideraciones que hacen mención a la escasa amplitud temporal y estilística de las piezas seleccionadas o a la dictadura anglosajona impuesta, donde ‘Volare’ ejerce de excepción, momento que aprovechará para resaltar el potencial emocional que ostenta una melodía más allá de su lengua. En definitiva puede que no estemos ante un catálogo mesurado y compensado con el fin último de abarcar todo tipo de estratos, pero sí es el reflejo del contexto que Dylan mejor conoce y al que más sustancia, como demostrará en el transcurso de los capítulos, puede sacar; por lo que empujarlo hacia espacios ignotos para él haría descender la plenitud de un discurso del que lo trascendental no es su punto de partida, sino la sustanciosa desembocadura hasta la que nos guía.

Irónico, deslenguado y libre

Acostumbrados como estamos a que el músico no tenga entre sus prioridades facilitar  la tarea a sus seguidores a la hora de lograr penetrar en su esencia, siempre provista de innumerables capas y lecturas, el propio formato de esta obra parece querer inducirnos al error con su poblada selección de coloridas y llamativas fotografías, escolta de unos concisos textos materializados, en general, por una prosa nada erudita. Características que bien pudieran describir a ese típico artefacto idóneo para convertirse en un regalo con presencia pero sin sustancia, naturaleza opuesta a lo que en realidad representa su contenido. Más allá de que los 66 denominados microensayos, los mismos que canciones seleccionadas, parezcan por su narrativa y extensión más bien unas exquisitas notas a pie de página, término que en ningún momento pretende ser displicente, su puesta en escena a través de una escritura ligera -que no insustancial- e irreverente, consigue aportar dinamismo y elasticidad a un profundo y variado discurso.

La siempre difícil tarea de afianzar cualquier expresión narrativa entorno a un hilo argumental, todavía lo es más cuando su génesis debe partir de la inspiración ajena. Pero a pesar de esa heterogeneidad lógica que supone caminar entre un listado tan amplio y diverso de canciones, Dylan es capaz de hilvanar toda una serie de conceptos e identidades alrededor de un común denominador, componiendo un trayecto que escoge los márgenes como paisaje al que asomarse, visibilizando toda una extensa simbología donde se alternan mayoritariamente episodios que reproducen por un lado el crepúsculo de un tiempo pretérito como el resquebrajamiento de un sueño americano, convertido en aspiración universal, que deja un más que considerable reguero de cadáveres morales, emocionales y sociales. Fiel a esa determinación por alumbrar los rincones oscuros, y pese a ser legión los nombres ilustres que alimentan esta obra (Elvis Presley, Little Richard, Ray Charles, The Clash, Roy Orbison…), no dudará en despachar a tótems en escuetas líneas mientras que son los moradores del anonimato los rescatados por su escritura, haciéndonos partícipes de las pintorescas personalidades de artistas como John Trudell, Johnny Paycheck o Marty Robbins, llegando incluso, en un giro ‘carveriano’, a despojarle del foco al músico en cuestión, en este caso Webb Pierce, para convertir en protagonista a su sastre, Nuta Kotlyarenko, poseedor de una biografía digna de ser resaltada.

La canción como reflexión universal

La irreverencia y la desinhibida escritura escogida para ilustrar cada capítulo no solo sirve para entregarnos momentos a veces feroces, otros sesudos o por qué no hilarantes, sino sobre todo para regar de caústico sentido un impecable e inapelable argumentario. Deslenguado discurso que se posará sobre todo tipo de contextos, siendo lógica la proliferación de ejercicios metamusicales. Un entorno en el que igual expondrá sin atisbo de sutileza pareceres personales, como disertará intensamente sobre el hecho creativo y sus múltiples afluentes, probablemente aspecto en el que resida el mayor interés de sus digresiones. Trufado de punzantes opiniones, su verbo se estructura con afán ensayístico para explorar temáticas como la guerra, a colación del ‘War’, interpretado por Edwin Starr; el consumo de drogas, espoleado por el ‘Feel So Good’ de Sonny Burguess, o representar un bello homenaje al cine clásico consecuencia de una ‘Saturday Night at the Movies’ entonada por las melosas voces de The Platters.

Experto en el noble arte del despiste, Dylan descoloca al lector en su acercamiento hasta este libro, pero es al desglosar -a través de cada uno de sus capítulos- su contenido cuando emerge ese incomparable autor capaz de alternar la cotidianidad con la exaltación lírica o el poso meditativo. Como el inabarcable y majestuoso relator del alma humana que es, ya sea escribiendo al ritmo de un pentagrama o sobre un papel en blanco, aquí ejerce de traductor de ese idioma atemporal en el que se expresan las canciones, esos pequeños e imperecederos refugios donde si uno sabe mirar podrá encontrar destellos del universo.