Koldo Landaluze
Especialista en cine y series de televisión

‘Momo’ cumple 50 años: Cuando Ende nos recordó la importancia de saber escuchar

Hace 50 años, el alemán Michael Ende publicó ‘Momo’, un libro en el que, tras su fachada en apariencia infantil y fantástica, cobraron forma cuestiones como el consumismo salvaje, el tiempo asumido como un grillete existencial y las criaturas grises que dictan los beneficios de la incomunicación.

Escultura de ‘Momo’ ubicada en la Plaza Michael Ende de Hannover, Alemania.
Escultura de ‘Momo’ ubicada en la Plaza Michael Ende de Hannover, Alemania. (CHRISTIANSCHD)

Hijo del pintor surrealista Edgar Ende, Michael Ende nació en 1929 en la localidad alemana de Garmisch-Partenkirchen. Durante su infancia, el futuro escritor aprendió a esbozar los siempre caprichosos mapas de la fantasía con la ayuda de los pintores, escritores, escultores y otros exploradores de lo atípico que convivían en la bohemia de Schwabing.

Según relató el propio Ende, «ya de pequeño aprendí todas las teorías –también aquellas que hoy en día todavía son revolucionarias– sobre el arte y la literatura y en un entorno familiar de pocos recursos económicos pero que compartía una rica vida interior».

En su siguiente etapa vital desechó la posibilidad de ser actor en Múnich y apostó por la escritura. Sus primeros trabajos fueron canciones, monólogos para cabarets político-literarios, sketches y piezas de teatro que nunca vieron alzar un telón.

Espoleado por el hambre y el desencanto, optó por abrir de par en par las puertas de la fantasía para embarcarse en su primer libro para niños, ‘Jim Botón y Lucas el maquinista’. Con este trabajo, publicado no sin gran esfuerzo, logró el Premio al Libro Infantil Alemán.

En esta su primera declaración de intenciones literaria, Ende dejó claro que lo suyo no era pasar a hurtadillas por universos imposibles y que los niños debían ser tratados como lo que son, lectores dotados de una gran inteligencia. De esta forma, se convirtió en un arquitecto de mundos fantásticos de gran complejidad y densidad.

A su primer libro le siguió su continuación, ‘Jim Botón y los trece salvajes’, en el que se relatan las peripecias de un niño que, por equivocación, llega a una isla tan minúscula que un habitante más supone un serio problema de espacio. Al crecer decide marcharse y ‘Lucas, el maquinista’ le acompaña con su locomotora recorriendo todo un mundo en el que cohabitaban lo real y lo fantástico.

Criticado por ser demasiado fantástico, Ende quiso ir a contracorriente en una Alemania que, por entonces, se había plegado a los designios del realismo y del compromiso social y político de los 60.

En palabras del escritor, «reinaba el debate del escapismo. La crítica oficial afirmaba que solo los libros de efecto didáctico en política y en la crítica social constituían la verdadera literatura. Todo el resto era descalificado como literatura de evasión. Sobre todo, por supuesto, la literatura fantástica».

A falta de una locomotora fantástica, Ende escapó de la mecánica de lo evidente con una maleta y rumbo a Italia.

A las afueras de Roma escribió ‘Momo’, una obra que es considerada por muchos como su texto más interesante y con ella, publicada en 1973, se alzó con el Premio al Libro Juvenil Alemán en 1974.

En su fascinante engranaje argumental, ‘Momo’ nos invita a ser partícipes del singular mundo de una niña huérfana, de procedencia desconocida y cuya misión consiste en hacer recuperar a la gente el tiempo que les fue robado por los hombres grises.

Seis años después, Ende nos guiaría por la que es su obra más conocida, ‘La historia interminable’ pero esta es otra historia, porque de lo que se trata ahora es de adentrarnos en un laberinto cambiante de apariencias fantásticas fuertemente enraizadas en la realidad cotidiana.

La economía del tiempo y sus criaturas grises

«Casi siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?

No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.

Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?

No, tampoco era eso.

¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?

Nada de eso. Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar».

Tras su apariencia fantástica, ‘Momo’ nos legó un mensaje encerrado en la manecilla de un reloj caprichoso que en todo momento juega con la atemporalidad.

Suponemos que es una niña entre 8 y 11 años. No sabemos quiénes son sus padres y vive entre las ruinas de un anfiteatro romano. Viste un chaquetón que fue pensado para otra persona mucho mayor que ella y, por ese motivo, se sirve de un cinturón para no arrastrarlo por el adoquinado que una vez fue pisado por los césares.

Dicha prenda también va a juego con su capacidad para el discernimiento, el cual siempre le recuerda algo que nunca debe ser olvidado: las cosas materiales no son las más importantes.

Para Momo, así se llama la niña, lo más importante se reduce en tener amigos, ganarse nuevos amigos, dedicar su tiempo a la amistad y, sobre todo, a escucharlas.

Resulta curioso el efecto que provoca una conversación con Momo porque cada vez que conversamos con ella, nos marchamos con la impresión de haber sido entendidas.

Por ello, y al igual que el viejo anfiteatro que sigue enraizado en suelo romano, lo que fue escrito por Michael Ende se mantiene inalterable al paso del tiempo y en forma de un cuento muy reivindicable en estos tiempos en los que impera la incomunicación y el pesar que nos produce no ser escuchados, o no serlo con la atención y respeto que le merecemos a Momo.

Momo y sus amigos son una especie de proscritos y sufren una persecución implacable por parte de los hombres grises, una cruzada que predica el ahorro del tiempo como clave para conseguir una vida más confortable y feliz.

Tras ellos le sigue un rastro de fábricas humeantes, oficinas interminables y transportes engalanados con eslóganes del tipo ‘El tiempo es oro’.

La declaración de intenciones de los hombres grises es clara y determinante: trabajar más en menos tiempo. Para lograr dicha meta, se ha suprimido todo aquello que por no producir beneficios contables ha sido considerado como pérdida del tiempo, un despilfarro temporal que debe ser duramente castigado.

Nunca sabremos si los hombres grises invirtieron un segundo en girar su vista para descubrir que detrás de sus enloquecidas manecillas de reloj, tan solo quedaba un rastro de estrés, un yermo existencial en el que tan solo crecía una amarga tristeza.

Al igual que Alicia –aquella otra niña que le preguntó al conejo blanco «¿Cuánto es para siempre?» y este le contestó: «A veces, solo un segundo»–, Momo nos recuerda que «existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.

Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora».