Amaia Ereñaga
Erredaktorea, kulturan espezializatua

Seis décadas desde que Sylvia Plath levantase la campana del sexismo

Los detalles biográficos son tan ricos, tan novelescos, incluso, que han llegado a oscurecer la obra de Sylvia Plath. Aunque es cierto que su poesía se nutría de su propia realidad de creadora, aplastada por un papel de madre en una sociedad sexista, como en ‘La campana de cristal’.

Una Sylvia Plath joven y sonriente.
Una Sylvia Plath joven y sonriente. ( Courtesy of the LILLY LIBRARY, INDIANA UNIVERSITY)

Sylvia Plath (1932-1963) hubiera cumplido 91 años el pasado 27 de octubre. Pero no fantaseemos: es bien sabido que esta escritora murió joven, solo tenía 31 cuando se suicidó en su casa de Londres. Dormían en la habitación de al lado sus dos hijos, y había pasado una larga depresión, tratamientos terroríficos de electroshock incluidos. Tenía –hoy en día, sus biógrafas no lo dudan– depresión postparto y acababa de abandonarla su marido, el también gran escritor Ted  Hughes (1930-1998), gloria de las letras inglesas. Sola, con poco dinero, Sylvia no paró de escribir: de hecho, un mes antes de su muerte, en febrero de aquel 1963, se había publicado la que sería su única novela y su obra más famosa, ‘La campana de cristal’.

Aunque entonces pasó desapercibida –ella, además, la publicó con seudónimo porque era demasiado autobiográfica–, tardó unos años en hacerse conocida. Ahora está considerada una obra maestra, una voz pionera. ‘La campana de cristal’ lleva a la ficción algunos hechos de su juventud, cuando Plath, que estudiaba en Smith, ganó el concurso de la revista ‘Mademoiselle’ y pasó, junto a otras once chicas universitarias, un verano trabajando en la revista en Nueva York y alojándose en la famosa residencia para chicas Barbizon.

Esther Greenwood, su alter ego, es la primera vez que sale del pequeño pueblo donde nació, pero las noches de fiestas y descubrimientos dan paso a una sensación de aislamiento, de extrañeza y a una profunda alienación con todo lo que la rodea. Cuando su estancia termina, se abren ante ella una infinidad de caminos hacia los que dirigir su vida –casarse y formar una familia, ser una editora de éxito, pasarse la vida viajando– y, sin embargo, es incapaz de elegir. Esther cae en una profunda depresión que la encierra en sí misma, como si estuviera atrapada en una campana de cristal: respirando continuamente un mismo aire viciado y sin posibilidad de escapar.

La editorial Random House ha querido conmemorar este sesenta aniversario con la publicación de una nueva edición ilustrada por Sonia Pulido, premio estatal de Ilustración, y ha recuperado además "Cartas a mi madre", premio Pulitzer de Poesía (1982) póstumo, donde se recogen las cartas que la escritora dirigió a su madre desde su ingreso en la Universidad, en 1950, hasta unos días antes de su muerte.

Por cierto, Txalaparta publicó en 2020 ‘Beirazko kanpaia’, la traducción al euskara de ‘La campana de cristal’ de  Garazi Arrula. También está en euskara ‘Hiru emakume’ (traducción de Harkaitz Cano, Denonartean, 2018) y su poemario más famoso, ‘Ariel eta beste poema batzuk’, por Iñigo Astiz (Denonartean, 2013). Por cierto, el Arriaga de Bilbo acogió en 2018 el estreno de la versión teatral del ‘Hiru emakume’ (“Tres mujeres”), dirigido por Mireia Gabilondo.

La huella de esta escritora está muy presente en escritoras actuales cercanas como Katixa Agirre, o más lejanas en lo geográfico, como la sueca Elin Cullhed (‘Euforia. Una novela sobre Sylvia Plath’, Navona). La obra de Ted Hughes no ha sido llevada al euskara.

Escribía a Itziar Ziga en su columna publicada en 2018 en este mismo diario: «[Sylvia Plath] acabó metiendo su maravillosa cabeza en el horno. No soportaba que su existencia fuera tan frustrante, y tan diferente a la de los hombres. Tras subir el desayuno a sus dos criaturas, selló con trapos la cocina para salvarles. Cuando las mujeres empezamos a batallar por salir de nuestras cocinas, a ser posible vivas, primero una a una y luego todas a la vez, se nos condenó al agotamiento o a la renuncia. Me ha divertido saber que aquel hombre que la traicionó, a ella y a muchas más, se sintió acosado por feministas justicieras hasta el fin de sus días. Sylvia eligió la asfixia final a la asfixia cotidiana en 1963, faltaba poco para la revolución de las mujeres».

Lo cierto es que la vida de esta familia está marcada por hechos muy duros. Assia Wevill, la mujer por la que Ted Hughes dejó a Sylvia, seis años más tarde se suicidaría replicando lo que había hecho la escritora: meter la cabeza en el horno, esta vez con su hija de 4 años, Shura. En 2009 se suicidaría el hijo pequeño de Sylvia y Ted, Nicholas, en Alaska.

«Cada día hay que ganarse el apelativo de ‘escritor’, una y otra vez, con gran esfuerzo», escribía Sylvia Plath en su diario, en octubre de 1956. La suya era una vocación, una voz literaria de primer orden ‘asfixiada’ por el sexismo imperante en su época. Desde el momento de su muerte, su vida y obra se han transcrito en muchas narrativas. Pero mucho de lo que se dijo de Sylvia Plath, en realidad no siempre tenía que ver con Sylvia Plath.

Al contrario que otras de sus compañeras de profesión, su voz no estuvo relegada, pero puede que fuera peor. Cuenta Heather Clark en la más reciente biografía, ‘Cometa rojo. Arte incandescente y vida fugaz de Sylvia Plath’ (2023, Bamba Editorial), que la llamaban la Marilyn Monroe de la literatura y que perteneció a ese grupo de mujeres que, por su salud mental, eran consideradas histéricas, como Virginia Wolf.

Hemingway también se suicidó, pero nadie le buscó el morbo. Hubiera sido diferente si hubiera sido mujer.  Y Clark recuerda que Plath escribió en sus últimas anotaciones: «Necesito una niñera, necesito una niñera, necesito una niñera...». Ted se fue, pudo seguir escribiendo; ella era madre, no pudo hacerlo. Ahí estaba la diferencia.