Para la izquierda siria, la transición aún no ha comenzado
Muchos militantes de izquierda, socialistas o comunistas, fueron perseguidos durante décadas en Siria por la dinastía Al-Assad. Un año después de la llegada al poder de Ahmed al-Sharaa, hacen un balance crítico de esta fase de transición y advierten sobre los desafíos que todavía amenazan.

A pocos kilómetros de Damasco, a lo largo de la autopista que se dirige hacia el este, barrios aislados se suceden, cortando el horizonte de un océano de hormigón fracturado, más propio de un terreno arrasado que de un barrio residencial.
Aquí comienza la Ghouta Oriental, tristemente célebre por haber sido el escenario de uno de los peores pasajes de la guerra civil siria. Ocurrió en el verano de 2013, cuando un ataque con gas sarín -atribuido al régimen sirio sin pruebas científicas concluyentes, pero con evidencias ampliamente documentadas- sacudió varias localidades.
Nour, que hoy tiene 27 años, vivía cerca de la zona de impacto. Como muchos de los habitantes del barrio, apenas puede hablar de aquel día que destrozó su adolescencia: «Lo que nos golpeó fue la rapidez. Estábamos acostumbrados a bajar a los refugios durante los bombardeos, pero este fue distinto. El sonido de los aviones no era el mismo. Los que bajaron a los sótanos murieron. Los cuerpos sin sangre… los gritos… la muerte tan rápida…», recuerda, incapaz de terminar sus frases.
Convertido posteriormente en activista contra el régimen, y marcado por una sensibilidad de izquierda heredada de su familia, fue testigo directo de los enfrentamientos fratricidas entre los grupos rebeldes del Ejército Sirio Libre (ESL) y las formaciones islamistas que se adueñaron del conflicto. «La revolución tomó un cariz religioso. Tuvimos que abandonar Ghouta en 2014, vivir allí era imposible. En cuanto a Hayat Tahrir al-Sham (HTS, entonces dirigida por el actual presidente, Ahmed al-Sharaa), proyectaban una imagen muy negativa desde su bastión en Idlib. Amigos refugiados allí me contaban que la bandera de la revolución era quemada, que solo importaba el islam», dice.
Aun así, asegura haber celebrado la huida del «carnicero de Damasco», precipitada por ese mismo HTS: «Después de toda una vida con miedo, me prometí no volver a dejarme intimidar. Tras la caída del régimen, conocí a mucha gente del ESL y de HTS. Me parecieron excepcionales. Soñamos como nunca habíamos soñado».
Pero el despertar fue brutal. Llegó a finales de marzo de 2025. Las masacres de civiles alauíes -la minoría a la que pertenece la familia Al-Assad- en la costa mediterránea, que dejaron al menos 1.400 muertos a manos de grupos armados ligados al nuevo poder, sacudieron al mundo. «Me obligué a ver todos los vídeos. Lloré. Fue como un puñetazo en la cara», recuerda.
Para la generación de Nour, arrancada de la adolescencia por la guerra, el miedo a un retorno al caos sigue ahí. Temores reforzados por los enfrentamientos comunitarios del pasado verano en Sweida, donde la minoría drusa volvió a sucumbir a las balas del nuevo régimen, con hasta 600 muertos, según algunos informes.
«SIRA SE DESPERTÓ SIN ESTADO, PERO CON ARMAS»
Esos temores los comparte Abdullah, de 60 años, militante veterano del Partido Comunista y originario de la costa alauí. Con voz tranquila y sorprendente serenidad, sonríe al ver a ciertos grupos de extrema izquierda en Occidente seguir afirmando que Al-Assad era «un amigo de los pueblos». «Es pura ignorancia. No era antisraelí ni anticapitalista, es un cuento que solo creen los ingenuos. Su régimen era un capitalismo de Estado al servicio de una élite y una dictadura militar que reprimía a todos, especialmente a los más pobres», subraya.
Abdullah conoce bien el sistema carcelario: «La primera vez fue en 1992, cuando Hafez al-Assad emprendió una campaña para eliminar a algunos grupos comunistas. Me cayeron diez años de prisión». Liberado nueve años después, volvió a ser encarcelado bajo el mandato de su hijo Bashar: «Esta vez fueron solo tres meses. Pero la violencia se había multiplicado: además de los golpes, los guardias nos humillaban constantemente. Perdí veinte kilos en noventa días».
Entusiasmado tras la caída del régimen en diciembre de 2024, debatió largamente con sus camaradas sobre el futuro: «La caída de Al-Assad no puede borrar cincuenta años de autocracia. Siria despertó sin Estado, sin instituciones y con armas por todas partes».
De hecho, prosigue, «a los dos meses comenzaron los secuestros. Luego los asesinatos. Después, las masacres de la costa. Sí, es verdad que personas vinculadas al antiguo régimen iniciaron las venganzas. Pero la respuesta de algunos grupos armados radicales contra los civiles -actuando supuestamente para el nuevo poder- fue espantosa. Y más tarde llegó Sweida, con los drusos asesinados». «Es evidente que el poder no controla a ciertos elementos armados», afirma.
Porque esta es la realidad: tras medio siglo de puño de hierro, y otros catorce años de guerra civil, la tentación de la violencia sigue impregnando a la sociedad siria. Y los esfuerzos diplomáticos de Ahmad al-Sharaa no bastan para pacificar un país devorado por el deseo de venganza.
UN DESIERTO POLÍTICO
Queda una cuestión central: ¿cómo hacer emerger un pluralismo político en un país acostumbrado a la autocracia y al ruido de las botas? Como Abdullah, la militante Mounira Ghanem, de 62 años, lleva noches reflexionando sobre ello.
Arrestada en 1985 por su militancia comunista, pasó cinco años en prisión «sin juicio, sin cargos». Su marido, detenido también, murió bajo tortura. «Assad creó un desierto político incluso en la izquierda. Salimos de prisión demasiado vigilados como para reanudar cualquier actividad», recuerda.
Tras el inicio del levantamiento de 2011, se unió a otras once mujeres de distintos orígenes -kurdas, drusas, alauíes, próximas al régimen o procedentes de zonas rebeldes- para crear un espacio de diálogo. Un proyecto que se convirtió en el Women Advisory Board, impulsado en 2015 por el enviado especial de la ONU, Staffan de Mistura. Mounira viajó a Ginebra para participar en las negociaciones entre el régimen y la oposición, intentando mantener viva la idea de un compromiso en un país desgarrado. Un proceso que se apagó rápidamente tras las conferencias de Astaná y Sochi, impulsadas por Moscú para marginar Ginebra.
Hoy, Mounira observa la nueva Siria con una mezcla de esperanza y amargura: «Hemos derrocado a un tirano, pero la transición aún no ha comenzado. Sin justicia, sin instituciones reconstruidas desde cero y sin un lugar real para las mujeres, no resolveremos nada. Y sabemos que este país no sanará fácilmente».
Al igual que otros, no atribuye a Al-Sharaa la paternidad de la caída de Al-Assad: «Es el resultado de un proceso larguísimo; él solo ejecutó el último paso. Además, la conferencia nacional fue una decepción, y el reparto del poder sigue siendo un problema: no podemos permitir que un solo bloque monopolice las decisiones».
ROMPER EL CÍRCULO
Otra demanda, ampliamente compartida por la población, parece haberse convertido en un requisito previo para cualquier reconstrucción: el lanzamiento de un mecanismo de justicia transicional basado en cuatro pilares, verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Tras meses de espera, la celebración, casi por sorpresa, de los primeros «juicios de Alepo» el pasado 17 de noviembre -destinados a juzgar a los responsables de las masacres de la costa- generó cierto alivio. Aunque la imparcialidad de los jueces fue bien recibida, muchos temen que este primer capítulo -de otros que deberían seguirle- no sea más que una operación política destinada a cerrar rápidamente ese episodio.
Ese esfuerzo, aunque difícil, es «indispensable», afirma Hussein, militante de izquierda y psiquiatra. En los últimos meses, ha atendido a pacientes de todos los orígenes, «desde antiguos prisioneros hasta familiares de víctimas drusas o alauíes».
«Catorce años de guerra han generado una generación entera que creció en campos o bajo las bombas. Muchos niños y adolescentes se formaron con una única idea: vengarse de quienes destruyeron sus vidas. Matar a los alauíes, identificándolos ciegamente con Assad, era un sueño para algunos. Tras las masacres, familiares de esas víctimas sueñan con hacer lo mismo. Este ciclo puede durar para siempre. La justicia transicional es la única manera de romper esa espiral», concluye.

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