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Ensayo sobre la hilera (I)

Los festivales de cine y los límites de la decencia humana. Grito de socorro lanzado a partir de un innecesario test de supervivencia.

Victor Esquirol

Como sé que la genética catalana no es coartada suficiente para ser un llorica, aduciré también el agotamiento (físico y mental) que a estas alturas provoca cualquier gran festival de cine. Zinemaldia desde luego lo es, y una vez superado el ecuador de su 66ª edición, nos obliga a tomarnos un breve lapso de reflexión para quejarnos de todo aquello que nos desgasta... que nos consume. Un certamen cinematográfico es, no me canso de decirlo, una prueba de obstáculos de naturaleza maratoniana. Está hecho para los más fuertes. En su defecto, para los más enfermos.

Agendas de (por lo menos) cuatro películas al día se compaginan con horarios igualmente apretados, en los que toca seguir engrosando la cuenta de dioptrías delante de un teclado de ordenador. Comer, dormir y otras necesidades básicas se aparcan hasta el regreso al hogar; el resto de la jornada laboral se completa haciendo colas. En el mostrador donde un sponsor de la fiesta sirve cafeína gratis, en la puerta de ese cine que va a reventar por la proyección del nuevo trabajo de aquel idolatrado autor, o en la puerta trasera del complejo del Kursaal.

Ya me he referido a este crítico momento del día en alguna crónica anterior, pero me parece fundamental volver a él, no solo para denunciar la deplorable situación a la que la organización del Festival condena cada mañana a los periodistas acreditados, sino también para incidir en los comportamientos humanos que dicho escenario despiertan en el personal. Este tipo de celebraciones cinematográficas, como buena experiencia extrema que son, también se pueden usar como laboratorio social.

El caso es que en Zinemaldia el día empieza, más o menos, una hora antes de la primera proyección programada (esto es, la sesión de las 9:00). La acreditación de prensa garantiza (prácticamente) el acceso a los pases designados para los miembros del gremio. Para el resto de películas, es necesario pasar por la taquilla. Ahí pueden pedirse invitaciones con un día de antelación. Sin recargo alguno, más allá de las horas de sueño sacrificadas y, claro está, los nervios por no saber si van a quedar tickets para cuando haya llegado tu turno.

Esta situación se da en otros muchos festivales. En Berlín, en Sundance, en Sitges, en Gijón... pero el maldito trámite parece que solo supone un suplicio en Donostia. En los demás lugares este proceso se ha informatizado en mayor o menor medida. En algunos sitios, no hace falta ni salir de casa, pues se puede gestionar todo desde nuestro propio ordenador. En otros, se ha agudizado el ingenio analógico para que el hecho de pasar por caja (sin pagar, ojo) no se convierta en un suplicio. En la cita alemana, por ejemplo, a uno le despachan en un abrir y cerrar de ojos, con puntualidad, eficiencia y frialdad, efectivamente, germánicas.

Aquí se valora más el calor humano. El tiempo de reposo que pide la toma de decisiones en esos seres confundidos que acuden a la taquilla sin tener pajolera idea de qué película van a ver. Explicado así, suena hasta entrañable, pero repito, al quinto día, la broma pierde su puñetera gracia. De la decena de terminales destinados a satisfacer la sed de entradas de la parroquia, solo dos atienden a los miembros de la prensa. A veces, solo uno. Evidente declaración de intenciones por parte de un festival que se enorgullece (y esto es bueno) de su mimo al gran público.

Lo que pasa es que los periodistas ayudamos (o esto intentamos) a regar este círculo virtuoso que une a exhibidor y espectador... y aun así, no podemos evitar sentirnos ninguneados. Pasan los años y las ediciones, y vemos cómo el problema (porque es lo que es) no se soluciona. Alguno, ya empieza a tirar de teoría de la conspiración. «Creo que lo hacen a propósito», dice un compañero. «En serio creo que tienen cámaras ocultas por todo el Kursaal, y que crean estas situaciones absurdas de estrés artificial solo para estudiarnos; para ver cómo reaccionamos».

Y así estamos. Como en los primeros compases de ‘A ciegas’, adaptación fílmica, a cargo de Fernando Meirelles, de ‘Ensayo sobre la ceguera’, novela de José Saramago. En aquella película, la elegancia, buena educación y simpatía de los seres humanos desaparecían junto a su capacidad para ver. La provocación de una situación extrema para despertar al monstruo que llevamos dentro. Vuelvo al Kurssal: faltan cinco minutos para que empiece la famosa sesión de las nueve de la mañana. Llevamos casi una hora esperando, y la cola no avanza. Alguien grita: «¡Pero por Dios, que hemos venido a trabajar!». Entonces alguien contesta: «¡Nosotros también estamos trabajando!». Y estalla la Tercera Guerra Mundial. Una vorágine de canibalismo en la que ya no hay ni familia ni amigos. Se instaura la ley de la jungla con la potencia brutal de la cuenta atrás. La cola es tumulto. Más gritos, más insultos, más malas vibraciones. Una vez más. Lamentable.