Crónica en mascarilla (I)
Sobre cómo Zinemaldia empieza apuntándose el tanto que más importa en 2020
Artikulu hau irakurtzeko
erregistratu doan edo harpidetu
Dagoeneko erregistratuta edo harpideduna? Saioa hasi
Klikik gabe gelditu zara
Lo dije en la previa y, para empezar mi recorrido por esta nueva edición de Zinemaldia, me veo obligado a incidir en ello: 2020, este año que en realidad es el más funesto de los conceptos, ha llegado a nuestra vida para atropellarla. Para adueñarse de todos estos lugares y celebraciones en los que habíamos decidido construir nuestra pasión. Prácticamente nuestra existencia. Llegó septiembre, uno de los meses más marcados en la cinefilia mundial; llegó el momento de instalarse, durante una semana larga, en el Kursaal, en el Teatro Principal, en el Victoria Eugenia, en los cines Trueba, en los Antiguo Berri… en todos estos templos que inevitablemente han tenido que aguantar ante ese reto para el que nadie estaba listo.
Pero por suerte, esta vez el calendario sí jugó a favor, y dio el tiempo suficiente al equipo capitaneado por José Luis Rebordinos para prepararse; para responder a este problema de resolución aparentemente imposible: ¿cómo se mete a una multitud en una sala de cine sin que termine todo en la catástrofe de un contagio masivo? Pues bien, con muchas precauciones, y mucho esmero, y luciendo en todo el momento la organización que se le debe exigir a un certamen de esta magnitud, de esta importancia.
En este sentido, reconforta saber que Zinemaldia rara vez falla. La infraestructura y el conjunto humano que sostienen este festival ha demostrado de nuevo estar a la en-principio-inasumible altura de las dramáticas circunstancias, marcadas por este presente hiper-dramático. La vida en Donostia, como en el resto del mundo, ha cambiado radicalmente… pero sigue, y esto, de verdad, es motivo más que suficiente para celebrar. Al fin y al cabo, hemos venido aquí a esto. Y podemos hacerlo, increíble pero cierto, gracias a la diligencia con la que se ha pensado y con la que posteriormente se está aplicando un protocolo ejemplar.
Sesión inaugural: Woody Allen, ni más ni menos, es el encargado de dar el pistoletazo de salida. El caos, las carreras y los empujones que podrían presidir la entrada al Kursaal han tomado la atípica forma de un orden y un respeto casi religioso por las normas que marcan esta maldita ‘nueva normalidad’. Fuera, en la calle, personal del festival se acerca amablemente a la gente que camina con paso dubitativo. «¿Puedo ayudar?», preguntan, y acto seguido inspeccionan atentamente la entrada del despistado, y le indican (muy cordialmente, también), a qué entrada debe dirigirse.
Se han duplicado los accesos al Kursaal: la intención, claro está, es evitar las aglomeraciones, los cuellos de botella en los que no se pueda respetar la distancia de seguridad. Una medida necesaria pero que rompe con la ‘antigua normalidad’. Y claro, al principio hay confusión, pero como decía, ahí está la organización: organizando. Entro en esta sala de cine gigantesca y descubro que la taquilla virtual me ha asignado uno de los asientos más alejados del escenario.
Por aquello de mantenerme fiel al espíritu de mi profesión, una pequeña queja: el no poder elegir la butaca desde la que voy a poder disfrutar de la película. Pero de nuevo, se entiende el interés general al que obedece el sistema: tampoco estamos para que estas minucias nos amarguen la experiencia. Y que conste que no lo hace, porque lo mejor está por llegar. Jadeando (se nota la falta de ejercicio de estos últimos meses de encierro) llego al piso de arriba del Kursaal, y allí, previas indicaciones de otro encargado, me siento por fin en el sitio que me corresponde.
Es entonces cuando cualquier duda o reticencia que pudiera tener, se disipa. Desde lo alto de esta sala colosal, encuentro esta visión por la que tanto tiempo hace que suspirábamos: la parroquia congregada de nuevo. La multitud reunida, una vez más, alrededor de una pantalla gigante. Parece que el Kursaal esté a reventar, pero detalle importante, solo lo parece. A este 2020 se le puede pedir esto, y en serio que así ya va bien.
Agudizando la vista, caigo en lo obvio: que la sala no está llena, que de hecho, apenas llega al aforo reducido estipulado. No somos tantos como nos gustaría, pero somos los suficientes como para invocar ese calor humano, ese rumor generalizado que le da a un visionado en sala, ese plus que no se puede encontrar en ningún otro lugar. La sensación de seguridad, a todo esto, es absoluta: ni una nariz oteando el horizonte por encima de la mascarilla; ni una butaca fuera de juego siendo furtivamente ocupada. Todo en orden y luciendo un aspecto envidiable (dentro de lo que cabe, claro está). Por poco se me olvida la película que tengo que ver continuación, porque el primer objetivo, el más importante, ya se ha cumplido: reencontrarnos –casi– todos en nuestro punto de reunión sagrado.