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El mítico entrenador ucraniano Valeri Lobanovsky. (NAIZ)

Lobanovsky: Ciencia y marxismo para revolucionar el fútbol


En la historia del fútbol ha habido muy pocos entrenadores que han sido capaces de triunfar y renovarse durante tres décadas. Uno de ellos es el ucraniano Valeri Lobanovsky, mítico preparador del Dinamo de Kiev y la selección soviética.

Elegido por ESPN como uno de los 10 mejores entrenadores de todos los tiempos, la influencia del ucraniano Valeri Lobanovsky pervive de forma evidente en la actualidad. Un legado que supera incluso a sus títulos. Y eso que hablamos del segundo adiestrador más laureado de la historia tras Sir Alex Ferguson al ganar 33 trofeos en 32 años de carrera.

«Un entrenador debe de aprender toda la vida, si se endurece deja de aprender y, por tanto, deja de ser entrenador». Esa es la máxima que acompañó a Lobanovsky durante su trayectoria. Nacido el 6 de enero de 1939 en Kiev, poco antes de la II. Guerra Mundial, era hijo de un obrero y una ama de casa. Como escolar ganó varias medallas en las matemáticas, y posteriormente se graduó como ingeniero en la escuela politécnica de la capital ucraniana. Más tarde, en Odessa, consiguió doctorarse como ingeniero matemático. Estudios que compaginó con su carrera militar en la que llegó a ser coronel del ejército rojo y unas habilidades futbolísticas que le llevaron al Dinamo de Kiev en 1957. Jugaba como lateral zurdo y disputó 144 encuentros con el equipo de su ciudad y fue internacional con la URSS en dos ocasiones.

Se retiró con apenas 29 años para convertirse en uno de los entrenadores más influyentes de la historia. Su ideario pasó por dotar a los equipos de una idea colectiva de juego por encima de las individualidades, una tarea en la que el apoyo de la ciencia sería imprescindible. La prematura eliminación de la selección soviética en el Mundial de 1966, el primero emitido por televisión en su país, creó una gran inquietud en él. Su asistente Oleg Bazylevych describió aquel impacto en la biografía "Cuatro vidas en el fútbol" escrita por Vitaly Galinsky. Impresionado por el trabajo en conjunto, la rapidez y la forma física de Inglaterra, Alemania o Portugal, Lobanovski espetó a su ayudante que era el momento de «cambiar rádicalmente el trabajo y preparación de los entrenadores en la Unión Soviética». Para reforzar su apuesta por un nuevo ideario, le citó una frase de Marx: «Un esclavo que es consciente de su esclavitud es un revolucionario».

Durante toda su carrera fue capaz de seguir las nuevas tendencias y en los años sesenta analizó la labor de técnicos como Alf Ramsey, Helmut Schon, Helenio Herrera o Vicente Feola. Su principal objetivo era renovar los métodos de Viktor Maslov, exitoso entrenador del Dinamo de Moscú y hasta entonces la figura más influyente del balompié soviético. Sin embargo, para poder desarrollar sus ideas necesitaría de un lugar en el que plasmarlas. La oportunidad le llegó en 1968 de la mano de Aleksandar Makarov, miembro del Comité Central del Partido Comunista y director de la planta de industria armamentística Yuzhmash en Dnipropetrovsk, que le encomendó dirigir al Dnipro. Los éxitos no tardaron en llegar, Lobanovsky ascendió el equipo a Primera dos años y en su estreno en la élite consiguió el sexto puesto.

La temporada 73-74 regresó al Dinamo de Kiev y comenzó su gran revolución. Tuvo Bazylevich como mano derecha y se apoyó en el decano del Instituto de Educación Física de Kiev Anatoly Zelentsov para modernizar las estructuras. Crearon un nuevo centro de entrenamiento con instalaciones médicas y quirófano propio, incluyeron una piscina para las tareas de hidroterapia o pusieron en marcha una cámara de presión para simular los ejercicios en altura. No se quedaron ahí, fueron los primeros en realizar pretemporadas específicas llevándose al equipo a Sochi.

En aquella época, Kiev era el epicentro del desarrollo cibernético de la Unión Soviética y tanto Lobanovsky como su equipo quisieron aprovecharlo. Zelentsov solicitó a las autoridades una computadora con la que recopilar, analizar y medir todos los datos de sus futbolistas. Fueron unos auténticos adelantados al big data, ya que con los sistemas de hace casi cinco décadas, pasaron a analizar cuestiones metabólicas, desarrollaron estímulos cerebrales en los jugadores, midieron los tiempos de reacción y cuantificaron las acciones realizadas por sus pupilos con el fin de lograr coeficientes. Unas métricas que emplearon para alinear o incorporar futbolistas, pero también para situar el umbral del error. Según su criterio, el porcentaje de fallos de su equipo no podría superar el 18%, ya que en ese caso perderían el encuentro. Era lo que calificaba como «la dialéctica del juego».

Lobanovski y su equipo técnico también incluyeron dietas alimenticias, redujeron los tiempos diarios de los entrenamientos hasta los 55 minutos y otorgaron mucho valor a las fórmulas matemáticas a la hora de encontrar soluciones deportivas. Algo que, por ejemplo, les llevó a desarrollar partidos de Fútbol 5 en espacios reducidos o a segmentar el campo en nueve áreas de trabajo distintas. Pusieron todos los adelantos tecnológicos al servicio de una idea, «la universalización inteligente» que situaba siempre al colectivo por encima de las individualidades. En los setenta fueron precursores del «fútbol total», generando numerosos automatismos, una presión adelantada con vocación ofensiva e incorporando un «carrusel» que difuminaba las hasta entonces estancas posiciones de los jugadores. El objetivo era provocar el error del rival y desarbolar su sistema.

Sin embargo, más allá de la búsqueda de la eficiencia técnica, física y científica, Lobanovski también tenía grandes dotes de psicólogo: «Es muy importante conocer la personalidad de cada jugador, ya que así puedes ser más estricto con uno y menos con otro, pero para eso tienes que conocer su personalidad». El ideario de Lobanovsky y Zelentsov se puede conocer al dedillo merced a su libro "La metodología básica del desarrollo de los modelos de entrenamiento". Una vanguardista obra publicada hace cinco décadas totalmente adelantada a su tiempo.

El refrendo deportivo a dichos métodos revolucionarios se plasmó en la consecución de cinco ligas y tres copas. Sus éxitos trascendieron de la Unión Soviética, ya que el Dinamo arrasó al Ferencvaros húngaro en la final de la extinta Recopa en 1975. Un triunfo que les llevó a disputar la Supercopa europea ante el todopoderoso Bayern de Múnich. En la misma, los ucranianos no dieron ninguna opción a los bávaros. En la ida, se impusieron 0-1 en el Olympiastadion mientras que en Kiev pasaron por encima de los Maier, Beckenbauer o Rummenigge ganando por 2-0. El éxito colectivo llevó a Oleg Blokhine a ganar el Balón de Oro.

Selección soviética y vuelta al Dinamo de Kiev

En 1982, Lobanovsky adquirió por primera vez el compromiso de dirigir a la selección soviética. Tras liderar toda la fase de clasificación para la Euro de 1984, la URSS perdió su último ante Portugal y quedó fuera del torneo. El gol de los lusos llegó tras una falta fuera del área que fue señalada como penalti. Los errores arbitrales penalizarían gravemente sus dos etapas como entrenador de la URSS. La no clasificación le llevó a retornar al Dinamo de Kiev y Lobanovsky volvió a dar con la tecla creando un equipo casi invencible. Prueba de ello fue la final de la Recopa de 1986, en la que los ucranianos desarbolaron al Atlético de Madrid con una goleada por 3-0.

El ucraniano volvió a compaginar su labor como entrenador del Dinamo con la de seleccionador soviética. En 1986, la URSS quedó eliminada del Mundial de México tras sendos errores arbitrales del colegiado sueco Fredriksson y su asistente español Victoriano Sánchez Arminio. Una de las jugadas provocó ver al director técnico del equipo soviético, el vasco Ruperto Sagasti –niño de la guerra y mito absoluto del Spartak de Moscú–, increpar desde el banquillo al juez de línea cántabro grito de «fascista».

No obstante, pudo desquitarse en la Eurocopa de 1988, llegando a la final tras varias exhibiciones. En el partido decisivo, Belanov falló un penalti y Van Basten marcó uno de los mejores goles de la historia. En 2016, el festival de cine de Sheffield emitió el documental "Lobanovsky forever" en el que Carlo Ancelotti –entonces jugador de la selección italiana eliminada por la URSS en semifinales– define a su rival como «un equipo fantástico, imbatible». El éxito no tuvo continuidad en el Mundial de 1990, ya que la Unión Soviética cayó en la primera fase tras nuevos errores arbitrales.

En plena Perestroika y proceso de descomposición del gigante rojo, Lobanovski cosechó un doble fracaso como entrenador de las selecciones de Emiratos Árabes Unidos y Kuwait. Regresó al Dinamo de Kiev en enero de 1997 y lo volvió a hacer. Con jóvenes como Shevchenko, Rebrov, Husin, Kaladze u Holovko construyó un equipo capaz de competir con los mejores de Europa. Ocho meses después de llegar al cargo, consiguió ganar por 0-4 en el Camp Nou y en la temporada 98-99 alcanzó las semifinales de la Champions. Por el camino, dejaron en la cuneta al Real Madrid, aunque acabaron eliminados por el Bayern. En marzo de 2000 fue designado como seleccionador ucraniano, aunque siguió compaginando su labor con la del Dinamo, pero no consiguió clasificar a los amarillos para el Mundial de Corea y Japón.

Lobanovsky había padecido sus primeros problemas de salud en 1988, pero trece años después se agravaron con un infarto que requirió de cirugía. Todo se complicó el 7 de marzo de 2002, durante un partido del Dinamo de Kiev ante el Metalurg Zaporizhzhya cuando el preparador ucraniano sufrió otro ataque al corazón. Falleció seis días después.  Lobanovsky murió en un banquillo a los 63 años, con las botas puestas, al igual que el escocés Jock Stein o el entrenador donostiarra del Real Madrid de basket Ignacio Pinedo. Más de 100.000 personas acudieron a su funeral, su equipo del alma rebautizó su estadio con su nombre y Shevchenko dejó su medalla de ganador de la Champions de 2003 en su tumba. Su epitafio reza que «seguimos vivos mientras se nos recuerde» y el fútbol lo hace con un revolucionario como Valeri Lobanovski.