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El horror de las prisiones al descubierto

Elemento clave de la política represiva del régimen sirio, el sistema penitenciario erigido por el clan Al-Assad revela poco a poco sus secretos. Mientras las familias de los desaparecidos excavan desesperadamente en los sótanos de las prisiones, otras hacen la ronda por los depósitos de cadáveres.

En la página anterior, familias en un hospital, buscando cuerpos de desaparecidos. Arriba, en busca de pistas en las fichas de la cárcel de Saidnaya. (Laurent PERPIGNA IBAN)

Domingo 8 de diciembre, en cuanto se anunció la marcha de Bashar al-Assad, corrió a la prisión, a unos cuarenta kilómetros de Damasco, donde estaba encarcelado su hijo.

Para su gran consternación, no estaba entre los miles de detenidos que, sin darse realmente cuenta, recuperaron la libertad. Más que prisioneros, son supervivientes: atontados, dramáticamente demacrados, a veces incapaces de recordar su fecha de nacimiento o de caminar sin que los lleven en brazos, estos -la inmensa mayoría- hombres , pero también mujeres y hasta un puñado de niños, regresan del infierno.

Si bien las cárceles del régimen sirio rivalizan en crueldad, Saidnaya, que según Amnistía Internacional albergaba entre sus muros a unas 20.000 personas, está sin duda a la vanguardia del horror. Sobre todo desde el hallazgo de una densa red de túneles excavados bajo la prisión, donde se cree que estuvieron recluidos algunos de los presos.

En busca de los desaparecidos

Esta es la razón por la que Djamila sigue viniendo a Saidnaya todos los días: «Los sótanos de un ala de la prisión aún no han sido registrados, así que me quedo allí. Aunque esté muerto, quiero que me devuelvan su cuerpo».

48 horas después de la apertura de Saidnaya, vio camiones saliendo de la prisión. «Dijeron que llevaban prisioneros, pero no se oía ningún ruido procedente de los vehículos, probablemente ya estaban todos muertos. No tengo noticias de mi hijo de 20 años. Lo detuvieron en 2023, nunca supe por qué», explica.No tiene tiempo de terminar la frase cuando una mujer la interrumpe. «Ayer encontré a mi hijo en el depósito, decapitado. Es mi hijo, incluso sin cabeza lo reconocí entre los demás».

Entre sollozos, rebobina: «En 2012, al comienzo de la revolución, recibí una llamada telefónica, advirtiéndome que mi hijo Ramy había sido detenido, pero que pronto sería liberado. Una segunda llamada llegó un poco más tarde para decirme que no se encontraba bien y que lo retenían».

Tras dos años de silencio y preguntas sin respuesta, continua explicando la mujer, le fue notificada la muerte de su hijo, pero las autoridades penitenciarias fueron incapaces de devolverle sus restos. «Luego, en 2016, recibí otro mensaje diciéndome que seguía vivo y encarcelado en Saidnaya. No le vi salir cuando se abrieron las puertas. Hace dos días, conocí a un antiguo preso que me dijo que todas las personas que habían sido asesinadas habían sido trasladadas a diferentes morgues, y fue en una de ellas donde encontré el cuerpo de mi Rami, sin cabeza. Ahora busco a mi primo, quizás sigue en Saidnaya».

A pocos metros, en la entrada del edificio, las familias buscan entre miles de hojas manuscritas, extraídas al azar del sector administrativo, para encontrar algún rastro de vida o fichas del encarcelamiento de un padre, un hermano o un hijo. Según grupos de derechos humanos, más de 100.000 personas han desaparecido desde que comenzó el levantamiento contra el régimen en 2011.

Descenso a los infiernos

Un antiguo preso, que también ha regresado al lugar donde pasó los años más oscuros de su vida, improvisa una visita para las familias presentes en el lugar. Para algunos, es un calvario insufrible: el olor a muerte lo inunda todo.

En la zona central de una de las tres alas, algunas personas, entre lágrimas, consultan también con la luz de sus teléfonos móviles los miles de hojas arrancadas que se alinean en el suelo, con los nombres de los que tuvieron la desgracia de haber atravesado estos muros.

Arriba, decenas de celdas de quince metros cuadrados muestran desparramada por el suelo la ropa dejada por sus ocupantes, asi como mantas y rebanadas de pan. Es la «prisión blanca», una colonia penal donde habían tantos reclusos que no podían ni tumbarse al mismo tiempo.

«Era insoportable. A la desnutrición se sumaban las infecciones, que acabaron con la vida de muchos. No se nos permitía dar nuestros nombres de pila; llevábamos un número escrito en la muñeca. Cuando desaparecía, nos pegaban», comenta el antiguo preso.

La terrorífica «prisión roja» se encuentra varios metros bajo tierra. Para acceder, los que buscaban a sus seres queridos tuvieron que cavar agujeros en el hormigón para forzar la entrada. Es un auténtico descenso a los infiernos, que solo puede hacerse agachado, a la luz de un teléfono. Varios metros más abajo hay celdas de 2 por 2 metros, cada una con una minúscula habitación contigua cuyas paredes están tapizadas de excrementos. El olor es insoportable. Un hombre, a punto de vomitar, da media vuelta.

Las paredes de los calabozos llevan las marcas dejadas por los presos, que han grabado sus nombres de pila. «Como castigo, los recién llegados eran confinados aquí durante días antes de ser devueltos a las celdas colectivas situadas más arriba. Cada día, los guardias seleccionaban a un número de prisioneros que serían sometidos a crueles torturas. Podíamos oír sus gritos y algunos no se lo podían creer».

La lista de horrores en Saidnaya es interminable, incluyendo una celda colectiva de solo un metro de altura, una habitación con jaulas estrechas donde los prisioneros eran atados y presenciaban los ahorcamientos...

Sin embargo, los familiares de los desaparecidos no pierden la esperanza. Según algunos testigos, habría celdas aún más profundas, que serían muy difíciles de localizar sin planos del edificio y, sobre todo, sin la ayuda de los antiguos carceleros de Saidnaya, los únicos que conocen los enigmas de este laberinto de la muerte.

Carrera a los tanatorios

En Damasco, las mismas escenas se repiten desde hace más de una semana: familias desconsoladas se dirigen a los tanatorios para tratar de encontrar a sus seres queridos.

Ante la avalancha, que ha paralizado sus actividades «normales», el personal médico ha decidido exponer en las fachadas de los edificios fotos de los cadáveres almacenados en sus paredes. Los rostros de los fallecidos son a veces irreconocibles, por lo que sus familiares pasan largos minutos analizando los más mínimos detalles. En caso de duda, los llevan a la morgue. En un hospital del centro de Damasco, un grupo de hombres y mujeres espera en silencio.

La pesada puerta de la fría sala se abre lentamente. El olor de los cuerpos maltrechos que se amontonan aquí hace irrespirable el ambiente. Un hombre se abre paso entre una alfombra de cadáveres envueltos en bolsas de plástico abiertas. Los rostros de los cadáveres muestran el terror al que fueron sometidos: hinchados, carbonizados, decapitados...otras tantas pruebas del horror. Incluso muertos, son testigo de la crueldad de un régimen dispuesto a todo para garantizar su supervivencia, pero cuya propia cabeza ha terminado también rodando. Una enfermera explica pidiendo el anonimato: «Las personas que llegaban vivas eran portadoras de todas las enfermedades que figuran en los manuales de medicina. Y nos presionaban para que los tratáramos rápidamente para poder devolverlos a la cárcel. En cuanto a los muertos, llevaban marcas de tortura que no puedo describir, un verdadero horror».

Herramienta del terror

Diez días después de la caída del régimen, el sistema penitenciario sirio, una de las principales herramientas del clan Al-Assad, todavía no ha revelado todos sus crueles secretos. Muchos disidentes han pasado por él.

Es el caso de Mounif Mulhem, activista del Partido de Acción Comunista (PAC) que pasó 17 años en prisión, parte bajo el reinado de Hafez al-Assad y parte bajo el de su hijo Bashar. «Pasé muchos años en la prisión de Palmira, y ocho en Saidnaya. Si tuviera que comparar el sistema penitenciario entre estos dos periodos, diría que ha cambiado a peor. Hafez había desarrollado un sistema de tortura muy eficaz para arrancar información. Los soldados de su hijo, en cambio, eran menos hábiles. Era violencia pura y dura, sin segundas intenciones».

Detenido con cuatro de sus hermanos y dos cuñadas en los años 80, niega cualquier asimilación del sistema de Al-Assad con ideas comunistas o socialistas. «No había nada de izquierdas en ese régimen. Y el giro dado tras la caída del bloque soviético fue claro. Bajo el régimen de Bashar, miles de personas fueron encarceladas por expresar su punto de vista o por actividades políticas. Este fue mi caso y el de mis compañeros. La realidad es que Bashar y Hafez apoyaron a la gran familia del capitalismo, y no dejaron de apropiarse del mercado», desmiente y concluye.