Fachas, y tan amigos

Aceptamos reticentes la excusa con la que David (Gómez) es secuestrado como conductor del Maestro (Jaenada), un torero en horas bajas. Compramos la zanahoria argumental de unos pocos billetes y una licencia de taxi, rechistando ante otro viaje esperpéntico al fondo de la noche cañí, entre ídolos religiosos, rojigualdas y gallinas en los pasillos de un cinco estrellas. Pero Paco Plaza y Pablo Guerrero suavizan al corrillo del Maestro convirtiendo el carnaval fanático en un abanico complejo de excentricidades amables, bajo los manierismos andaluces ultraprocesados de un reparto de perlas (destaca un Carlos Bernardino digno de Feroz).

En definitiva, los cuatro primeros capítulos de la serie resultan en un canto a la posibilidad de convivir, a la amistad incluso, porque las diferencias políticas pueden salvarse con un silencio elegante (sic). La primera clave para la inversión del prejuicio resulta del carisma de Óscar Jaenada, que a la sencillez del torero le contrapone un mentón alto y la voz grave, y de la sombra inquietante de un Ricardo Gómez de una timidez que, de tan acentuada, realmente parece una máscara.

Montada con ritmo y fascinada por el universo tras las plazas, a la risa (no poco frecuente) la convoca el choque constante entre el folklorismo convencido del grupúsculo contra un mundo moderno y radicalmente antitaurino. El Maestro se mueve en una discoteca como uno de los toreros trágicos de Albert Serra o como el desubicado Jacques Tati. Por desgracia, este fresco humano acabado antes merece la crueldad de Serra que la empatía de Tati.