Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

1-10-2017: la libertad de un pueblo golpeada, sometida y encarcelada

Aquellos sentimientos religiosos exacerbados, fanáticos, ignorantes e intransigentes; incrustados como auténticos parásitos, en la mentalidad de una gran parte de la población del mencionado estado –en la mitad del pasado S.XX– posibilitaron que aquella aborrecible Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana estuviese expandida, insertada y enquistada en todo el tejido social, político, económico, educativo, cultural, artístico, laboral… como una auténtica y apocalíptica pandemia de proporciones dantescas.

Esa fecha, sin lugar a dudas, permanecerá indeleble en la memoria y en la historia del pueblo catalán que, estremecido, golpeado, vejado, despreciado, ensangrentado, arrastrado y dolorido, pudo constatar en sus propios cuerpos la brutalidad, la inquina, la inmisericorde crueldad de unos cuerpos y fuerzas de seguridad de un estado totalitario, intransigente, irracional, violento y neofascista, que desató sobre el territorio catalán una dantesca y aborrecible represión en el día en que la ciudadanía deseaba, simple y llanamente, ejercer un derecho inviolable, universal, inherente a todos los seres humanos: opinar, votar, ejercer el máximo y fundamental derecho democrático: expresar y decidir, mediante las urnas, los sentimientos y voluntades de una comunidad nacional sin estado.

Las estremecedoras imágenes de aquel imborrable día, se han convertido y serán, con el devenir del tiempo, testigos de cargo insoslayables contra el Estado español, en su absoluta obsesión paranoica con el artículo 2 de la constitución de ese país, que entronca con un pasado execrable, despreciable y aborrecible de una brutal y sanguinaria dictadura franquista, que dejó labrado a sangre y fuego su abominable ideario en la llamada Ley de Principios del Movimiento Nacional del 17-05-1958. 
En su artículo 1, se podía leer «España es una unidad de destino en lo universal. El servicio a la unidad, grandeza y libertad de la Patria es deber sagrado y tarea colectiva de todos los españoles».

La idea de unidad para aquel gobierno fascista y cruel tenía claras y evidentes connotaciones místicas, divinas, religiosas, sacrosantas… una concepción del estado que se alejaba absolutamente del marco social, laico y racional, asentándose en los exacerbados sentimientos y creencias religiosas, que le sometían directamente al «acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación» [el entrecomillado es prácticamente el artículo II, del mencionado texto fascista Ley de Principios del Movimiento Nacional].

Transcurridas sólo dos décadas, de aquel infausto y desolador 1958, en 1978 se aprobaba, se ratificaba y se sancionaba la constitución del subsodicho país, que teniendo en cuenta el contexto sociopolítico e histórico en el que se redactó el regio texto es absolutamente impensable que a luz de la historia contemporánea, del derecho internacional, de los convenios, los tratados, los pactos sobre derechos civiles y políticos…, es decir, bajo la escrutadora y analítica mirada del corpus del derecho internacional, se pueda considerar esa carta magna como un documento legal y legítimo. Sin embargo, el Estado español exhibe –como auténtico pendón, baluarte indestructible y ariete devastador contra todo un pueblo– el abominable texto constitucional, cuyo artículo 2, muestra sin ningún tipo de rubor las concomitancias ideológicas con una mentalidad fascista y franquista que jamás se desvaneció ni desapareció de ese estado, por mucho que se hayan empeñado en ensalzar, engrandecer y magnificar el auténtico escándalo histórico, jurídico y sociopolítico que supuso la llamada «transición española»; que en realidad consistió exclusivamente en una liviana modificación y adaptación de aquel fascismo grosero, soez, ramplón, brutal, represivo, inculto…, «un auténtico sistema genocida», a un neofranquismo, arropado y bendecido por un régimen oligárquico, pseudodemócrata, monárquico y ultracatólico.

Ese artículo 2, manifiesta lo siguiente: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». 
Si de ese texto se suprime exclusivamente el término «nacionalidades» y la conjunción «y», posterior a ella; el ritmo, la sonoridad, la cadencia intrínseca de esa frase y su contenido adquieren completamente toda la resonancia y el eco fascista de una proclama joseantoniana, en el más puro estilo falangista.

Aquellos sentimientos religiosos exacerbados, fanáticos, ignorantes e intransigentes; incrustados como auténticos parásitos, en la mentalidad de una gran parte de la población del mencionado estado –en la mitad del pasado S.XX– posibilitaron que aquella aborrecible Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana estuviese expandida, insertada y enquistada en todo el tejido social, político, económico, educativo, cultural, artístico, laboral… como una auténtica y apocalíptica pandemia de proporciones dantescas.

Aquella execrable y abominable simbiosis entre el poder terrenal y el divino apuntaba y recordaba directamente a tiempos muy pretéritos, en los que la vida de los seres humanos carecía totalmente de valor, y que con una facilidad asombrosa y escalofriante podían ser sometidos públicamente a tormento y a ser pasto de las llamas inquisitoriales.

En pleno S. XX, aquella mentalidad inquisitorial, brutal, totalitaria y sanguinaria del medievo permanecía firmemente enraizada en grandes capas, esferas y ámbitos sociales del Estado español, y prueba irrefutable e incontrovertible de todo ello es que los golpistas asesinos se sintieron orgullosos, altaneros y endiosados por haber llevado a cabo el terrorífico y desolador golpe fascista contra la II República, y por la consiguiente cruel y devastadora guerra de extermino contra todos aquellos que, según ellos, eran auténticos traidores y antiespañoles por defender el legal, legítimo y esperanzador sistema republicano.

Se creyeron imbuidos directamente de santidad y elegidos desde los cielos celestiales –ya que todo el oropel, liturgia y parafernalia eclesiástica les había ungido y bendecido en su sacrosanto cometido– para emprender una nueva cruzada, una vez más otra brillante reconquista, y acabar definitivamente y de la manera más expeditiva posible con todo signo de libertad; de progreso social y humano; de igualdad entre hombres y mujeres; de extender la educación, la cultura y la ciencia por todos los confines del territorio; de transformación de un país sumido en el analfabetismo, atrasado y arrodillado ante el señorito hacendado, ante el industrial sin escrúpulos e inhumano y ante la siniestra y alargada sombra de una cruz intolerante, intransigente uniformadora y alienante. 
En síntesis, intentaron exterminar todo tipo de progreso, innovación y consecución de una vida más digna, igualitaria, y libre de tanta traba esclavista, medieval y clerical. Triste y deplorablemente lo consiguieron. 
Derrotaron militarmente a la II República, masacraron y asesinaron con toda su brutal violencia fascista a decenas y decenas de miles de personas –con absoluta impunidad– sembrando las cunetas de cadaveres por todo el país, convirtiéndolo en un inmenso cementerio, mudo, aterrorizado, de ojos desorbitados y de expresión desencajada. E instauraron cuarenta años de terror, de brutalidad y de despiadada dictadura.

Estos breves fragmentos, que a continuación se pueden leer, ilustran con enorme claridad y profunda aflicción la aborrecible mentalidad que existía entre los ideólogos del golpe fascista, sus adláteres y las despreciables plumas que vertían ríos de odio, inquina y veneno sobre atónitas cuartillas.

Francisco de Cossío (1887-1975), periodista franquista, escritor y miembro de la Real Academia de Bellas Artes, en uno de sus innumerables artículos, concretamente en el titulado "Hacia una nueva España", destilaba lo siguiente: «De aquí en adelante no puede haber en España sino españoles, y el que no quiera ser Español se tendrá que marchar del territorio nacional. Ni sentimentalismos, ni nostalgias, ni cuentos de viejas, ni cantos de nana. Castilla hizo la nacionalidad y Castilla la está rehaciendo. Nos hallamos en una nueva reconquista, y nuestra Granada, hoy debe ser Barcelona, en donde hemos de extirpar a todos los traidores y salvar a los buenos españoles que hay allí, prisioneros del separatismo» (03-08-1936).

En otro de sus deleznables artículos –en este caso titulado "Las luces del epílogo" (03-04-1938)– el inefable periodista escupía su aborrecible ideología: «Nos hallamos al borde del epílogo. Y la guerra terminará con la más alta significación unitaria. Poniendo toda España su pie en Cataluña, y reintegrándola de una vez para siempre a la vida nacional por el imperio de la fuerza. Ellos, como los separatistas vascos lo quisieron. España era demasiado grande para dejarse deshacer. No atendieron a razones. Así se hacen cuerdos los locos. Era preciso conquistar Vizcaya y se conquistó. Era preciso conquistar Cataluña, y en ello estamos».

La forma de pensar, de entender y comprender, junto a la escala de antivalores que portaban todas aquellas personas –que de una u otra manera, acabaron de manera brutal y asesina con las esperanzas de toda una nación y de millones y millones de personas– no difería sustancialmente, a pesar del salto histórico, con aquellas que impelidas y azuzadas por los espurios intereses económicos y religiosos emprendieron lo que denominaron la reconquista de la península ibérica en el S. VIII, o con aquellos que exhortados, estimulados e impulsados por el papa Urbano II emprendieron la primera cruzada, finalizando el S. XI, a la llamada «Terra Santa». Les guiaban la supuesta gloria, la redención de sus pecados, mediante las inadmisibles indulgencias y los atrayentes tesoros y botines.

El denominador común de esas tres abyectas cruzadas: S. VIII, XI y XX, fue la terrible violencia, ejercida sin el más mínimo sentimiento de piedad o misericordia, supuestamente tan enraizado e inherente a las creencias cristianas.

Es fácil constatar que a pesar del tiempo transcurrido, entre el alzamiento fascista y los tiempos actuales, qué poco, o nada en absoluto, se ha modificado aquella mentalidad fascista, retrograda, integrista, ignorante, ultraconservadora, recalcitrante y ultracatólica.

La idea sempiterna, inalterable y obsesiva hasta el paroxismo de la unidad de ese estado no ha variado ni un ápice; al igual que tampoco se ha modificado ese otro término de españolidad; formando ente ambos un binomio tan indisoluble como aborrecible. Si se le añade el tercer elemento, la monarquía, surge el triángulo perfecto. 
Se consigue una trilogía místico religiosa de parecidas y similares connotaciones psicológicas, sociales, religiosas y espirituales a la denominada «santísima trinidad» por la Iglesia católica, apostólica y romana. Es decir, la unidad, la españolidad y la monarquía se elevaban a una categoría incontrovertible, irrefutable y fuera de todo posible ámbito de discusión. Había que admitir esa tríada político-religiosa como una verdad, tan poderosa y cuasi divina, que al igual que un «dogma de fe» tenía que ser aceptada por toda la población sin la más mínima posibilidad de discrepancia o intento de análisis, reflexión y valoración.

Esa mentalidad unificadora y uniformadora –impermeable a cualquier reforma, a cualquier atisbo de cambio, que por encima de todo, inclusive al derecho a la vida, impuso a hierro y fuego un sólo y exclusivo conjunto de creencias, los «dogmas de fe», a toda la cristiandad, so pena de ser acusado de herejía y terminar en plaza pública abrasado por las llamas– dio lugar a la creación de la institución más aborrecible y execrable que haya conocido Europa: la Inquisición, que en el Estado español perduró hasta el S. XIX.

Paradójicamente los esfuerzos del papa Urbano II por reconquistar «Tierra Santa» fueron la causa de que en Europa surgiesen planteamientos y concepciones de entender el hecho religioso cristiano de formas muy diferentes, y en algunas cuestiones diametralmente opuestas, a la ortodoxia de la Iglesia romana.

Las ideas, modelos de espiritualidad, modos de vida y la forma de organización de la vida religiosa –que comenzaron a extenderse por el sur de Francia– supusieron para la Iglesia romana, asentada, consolidada y enraizada con el poder civil, un auténtico estado de convulsión hasta el punto de que «se sintió aterrorizada por la posibilidad de un nuevo cisma y de una desintegración de la cristiandad». Por lo tanto se lanzó con todo su poder: el mediático, desde los púlpitos; el civil, «Los reyes reinaban por mandato divino y para su coronación era necesaria la bendición romana y la aquiescencia directa y explícita del papado»; el omnímodo, sobre todas las personas, que le concedía la arraigada creencia en el concepto de «salvación» como dogma de fe; el violento, por la enorme capacidad de organizar ejércitos para luchar a favor de sus propios intereses, espurios y miserables. 
En los albores del S. XIII el papa Inocencio III, lanza una llamada a la cristiandad para crear una cruzada, en esta ocasión no contra un hipotético enemigo en oriente, sino interna, contra los llamados herejes, concretamente contra los albigenses. 
El papa reunió un inmenso ejército que se encaminó a la región de Albi (antigua ciudad romana conocida como Albiga, que dio lugar al nombre de albigenses, situada en Occitania, al sureste de Francia ). 
En la ciudad de Béziers –fundada por el Imperio Romano, 700 a.C. y situada también en Occitania, en el sureste francés, muy próxima a la costa mediterránea– se llevó a cabo una de las mayores atrocidades, brutalidades y genocidios cometidos por la Iglesia Romana en Europa. 
Las inhumanas huestes papales y los prelados que con ellas cabalgaban dieron lugar a una de las citas más famosas de la historia en su brutal y dantesco crimen: sitiada la ciudad y tras haber rebasado sus murallas, y ser conquistada, se dio la brutal y atroz orden de pasar a cuchillo a todos sus habitantes, «sin respetar a mujeres, ancianos y niños». «Arnaud Amaury –el legado papal, Abad de Cîteaux y cabeza de la orden cisterciense– ordenó a sus soldados masacrar a todos los cátaros; cuando los oficiales preguntaron cómo diferenciar a los católicos de los herejes cátaros, el legado papal contestó: «Matadlos a todos que luego Dios los distinguirá, en el cielo, reconociendo a los suyos». 
Pasaron a cuchillo a decenas y decenas de miles de personas, según algunos autores a 60.000; posteriormente incendiaron la ciudad.

Los cátaros mediante sus creencias, sus códigos ético-religiosos, su cosmogonía, sus actitudes y formas de vida chocaban frontal y completamente contra la Iglesia romana, algo que no podía aceptar esa abominable institución, y por eso emprendió el terrorífico camino de la brutal represión hasta su completa desaparición.

La penetración de esa Iglesia Romana, desde el S. III, en todos los ámbitos de la vida de los seres humanos, y concretamente en la península Ibérica, ha sido constante, sistemática, incansable, minuciosa, omnipresente, omnímoda…; siempre generando y consolidando un binomio indisoluble con el poder político, contaminando todo el sistema jurídico, legislativo, educativo, laboral, sociopolítico, sanitario, cultural, ético… de tal forma que posibilitó y dio lugar a que en el ámbito civil surgiesen, al igual que en la esfera clerical, auténticos dogmas laicos, incrustados en la constitución de 1978, que ahora se alza como una espada de Damocles, tirana, amenazante y opresiva sobre el independentismo catalán.

Y al igual que durante largos, dilatados y siniestros siglos la curia romana, mediante las diferentes legislaciones canónicas y los tribunales de la Inquisición, cercenó de raíz vidas y derechos fundamentales, el Estado español también construyó toda una legislación, que amnistió a decenas de miles de personas que cometieron auténticos crímenes de lesa humanidad y sumió en el olvido a sus autores y a sus atroces acciones, y ensalzó y elevó a los cielos dogmas civiles como los relativos a la sacrosanta unidad del suelo patrio de todos los españoles, ungidos felizmente por la corona real.

Con los dogmas inscritos en la constitución, al igual que Iglesia católica persiguió la heterodoxia durante siglos, el estado de ese país puede perseguir, enjuiciar y encarcelar a todos los herejes que vayan surgiendo y, también repartir indulgencias, inclusive plenarias, a aquellos que muestren un mínimo arrepentimiento y opten simplemente por el autonomismo, como es el caso, por ejemplo, del PNV.

Y aquella mentalidad que comenzó, en el S. VIII –una interminable guerra a lo largo de siete siglos, conocida como la reconquista, y que posteriormente se volvería a materializar, con toda su crudeza, tras doce siglos, lanzando una cruzada en pleno S.XX– aún permanece incólume, vigente y actualizada, cercenando derechos fundamentales y generando un dolor y un sufrimiento insoportable a todo un pueblo, al que no va a poder someter, de ninguna de las maneras, y lo único que conseguirá es prolongar una situación absolutamente injusta, ilegal e ilegítima, que ha de concluir con el reconocimiento de un nuevo estado en Europa y en el concierto internacional: La República Catalana.

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