Josu Perea Letona
Sociólogo

Catalunya–España y el mito de Sísifo

Nos quieren hacer ver que el destino de Catalunya (al igual que el de Euskal Herria) está condicionado por esa tragedia que suponer vivir un absurdo y es por ello que hay que imaginar a Sísifo feliz

Estamos a las puertas de la sentencia del procés, que posiblemente, cuando vea la luz este artículo se habrá hecho pública. Una sentencia que va a remover los cimientos (más si cabe) de una democracia que se tambalea a pesar del aliento hooligan de la hinchada mediática española que jalea sin parar a la turba de políticos, jueces, fiscales, y demás prebostes del régimen, que por razones del «guion democrático» aúnan verdades y aparcan discrepancias (pelillos a la mar) para mayor gloria del cada vez más decadente Estado democrático.

Acabo de repasar la introducción de Josep Ramoneda a un ensayo colectivo publicado por Galaxia Gutenberg y editado por el propio Ramoneda titulado Cataluña-España ¿Qué nos ha pasado? que ha publicado InfoLibre (06/10/19) y donde se analiza la cuestión catalana desde diferentes perspectivas. Contribuye un importante plantel de intelectuales españoles los cuales aportan una visión que parte de una premisa según la cual la cuestión catalana está condicionada por diferentes factores que interactúan entre sí.

Estos analistas señalan cómo la cuestión catalana precisa para su análisis de varios previos, uno de los cuales, el primero, se centra en enmarcarla en las grandes transformaciones del mundo y así señalan que  (…) «es una crisis de gobernanza por el agotamiento de la utopía llamada neoliberal, lanzada a finales de los setenta, que ha devuelto Europa al terreno de las desigualdades abismales y que se ha llevado por delante a la socialdemocracia que se dejó fascinar por la buena nueva que venía del Atlántico».

También es verdad, señalan, que el caso catalán, con toda su historia a cuestas, que evidentemente lo carga de peculiaridades, es uno más de los episodios que expresan esta crisis. En su estallido comparte causas con Syriza, con el 15-M, con los Grillini, con la Francia insumisa, con el crecimiento de la extrema derecha (ahora también en Alemania), con el Brexit, incluso con el fenómeno Macron. A estos y otros movimientos tan dispares se les ha puesto la etiqueta de populismo para descalificarlos, evitando así analizar las causas y afrontar los problemas. Solo Macron se ha librado del calificativo porque, como señalan en su ensayo, rápidamente ha cumplido con el rito iniciático que exige el sistema, que no es otro que una reforma laboral para desactivar el mundo del trabajo.

Cierto es que el neoliberalismo y la globalización, como versión más obscena del capitalismo, nos había prometido que traería al mundo la gran utopía del bienestar que ningún otro proyecto político ni ideológico pudo antes hacer realidad: la de un mundo pletórico de bienes materiales que por doquier colmarían las ansias infinitas de voracidad de una humanidad cada vez más numerosa y cada vez más proclive a consumir todo cuanto estaba a su alcance. Nunca antes el mundo había disfrutado de niveles de bienestar tan altos... se decía.

Esta expansión globalizadora a través de la implantación del sistema económico capitalista en forma de fundamentalismo de mercado, ha puesto en cuestión las formas de organización territorial y política del sistema mundial. Así vemos cómo el Estado-nación está siendo desplazado de las funciones que tradicionalmente venía desempeñando, y entra en una profunda crisis de legitimidad arrastrada por las múltiples reacciones (etnicidad, nacionalismo, fundamentalismo) que la dinámica globalizadora provoca en las zonas en las que se agudiza su actividad de disolución, mostrándolas como el síntoma más claro de la falsedad de las proclamas que los agentes económicos hacen a favor de la extensión ilimitada del neoliberalismo.

Este es el contexto en el que Catalunya y España se enfrentan. Como señala Ramoneda en su prólogo, al unionismo no le interesa saber que el papel de los movimientos sociales es una de las novedades importantes del proceso, o que el movimiento independentista es muy propio del proceso de globalización. Lo decía Michael Sandel: «La unidad primaria de la solidaridad era el Estado-nación. Pero en una época que por un lado es global, pero en la que al mismo tiempo existe el deseo de identidades más particulares, necesitamos desarrollar una solidaridad que tenga en cuenta lo global, lo nacional y lo particular y una comunidad política que proteja e integre nuestras identidades». Tampoco le interesa saber que el independentismo se ha laicizado y ha ganado transversalidad, siendo absurda su reducción al nacionalismo, y mucho menos que la crisis del independentismo es una expresión de la crisis de la democracia española y expresa el fracaso de la izquierda socialdemócrata que, incapaz de proponer nuevos horizontes, se convierte en la más empecinada defensora del statu quo.

Algunos indicadores ya pronosticaban, a mediados de los años 80 del siglo pasado, que la socialdemocracia tocaba a su fin, y no solo por su abrumadora pérdida de resultados electorales. También señalaban el fin de un «siglo socialdemócrata» que había conseguido, fundamentalmente tras la II Guerra Mundial, colocar en la escena política sus principales principios programáticos de la mano de las políticas keynesianas.  

Es cierto que durante todo este período la socialdemocracia fue, como sensibilidad ideológica, un referente en la izquierda occidental, pero fue a la vez clave en la consolidación de las estructuras del capitalismo. Su crisis, su declive, no es consecuencia, o no debe entenderse en términos exclusivamente electorales, sino que está relacionada con su forma de entender el mundo y de hacer frente a lo que se denomina crisis de civilización. Poco sentido tiene la socialdemocracia si como dice Fritz Sharpf, ha perdido su sentido como consecuencia de “el bloqueo de la coordinación keynesiana, con la pérdida, merced a la internacionalización de la economía, de la capacidad de los gobiernos nacionales para encarar las crisis económicas, especialmente, el aumento del paro”

La defensa intransigente que los unionistas hacen de la Constitución como salvaguarda de la democracia a través del «hay democracia sin el respeto y el acatamiento de la Ley», que repiten como papagayos, no deja de ser un señuelo que el Estado utiliza para justificar recortes en los espacios democráticos. Esperemos que no suceda lo que ocurrió cuando algunos especialistas en ciencias políticas tras la Segunda Guerra Mundial, como por ejemplo Rossiter Clinton, declaraban sin tapujos aquello de que con tal de defender la democracia no había sacrificio demasiado alto, incluyendo la suspensión de la propia democracia.

El escenario actual se parece bastante. La ideología de la seguridad interior se utiliza para justificar medidas que socavan la esencia misma de la democracia, y que desde un punto de vista jurídico solo pueden calificarse de bárbaras. Por eso, con este panorama en ciernes, cualquier intento de resistencia será condenado como una práctica ilegal producida por un contrapoder, y cualquier forma de cuestionamiento del statu quo, por democrática que ésta sea, será castigada con el fuego del infierno.

Otro de las cuestiones previas que se analizan en ese ensayo de Ramoneda, tiene que ver con el discurso del aparato ideológico del bloque contrario a la independencia (llamado constitucionalista) que proclama la derrota real del independentismo. Es el que trata de introducir el principio de realidad contra el pensamiento ilusorio (…) «fin del proceso, ridículo estratosférico, derrota definitiva, fracaso de una sublevación de pacotilla, entierro de los manipuladores victimistas, fin del derecho a decidir y del sueño de Estado propio».

Esa prisa por enterrar al muerto cuando todavía respira, nos indica Ramoneda, expresa la obsesión reiterada de no reconocer la dimensión y el enraizamiento del fenómeno. En su huida hacia adelante y en su empecinamiento proclaman a través de sus voceros que Catalunya es “Potencia nacional sin llegar nunca a su cumplimiento como acto”. Este parece ser el destino de Catalunya y la explicación del carácter trágico de su conciencia nacional. Un destino Sisífico: inaccesible, aunque en algunos momentos se haya podido crear la ficción de que estaba cercano. Nos lo presentan como el Mito de Sísifo, porque su historia nos habla sobre la tragedia que supone vivir un absurdo, algo que no lleva a nada.

La Mitología griega nos cuenta cómo en el inframundo Sísifo fue obligado a cumplir su castigo, que consistía en empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio, una y otra vez.

Albert Camus en su ensayo filosófico El Mito de Sísifo, 1942, nos presenta a Sísifo, ya castigado por los dioses, ciego y siempre reanudando el camino hasta la cumbre, en una representación de un constante recomenzar en la actividad humana, para reconquistar constantemente valores de libertad. «Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Siempre vuelve a encontrar su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo por siempre sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre».

Nos quieren hacer ver que el destino de Catalunya (al igual que el de Euskal Herria) está condicionado por esa tragedia que suponer vivir un absurdo y es por ello que hay que imaginar a Sísifo feliz. La toma de conciencia de la propia condición, el no optar por el camino fácil de la sumisión es lo que puede llenar el corazón de un ser humano. La ética de Camus es la ética de la lucha, del esfuerzo y de la revuelta.

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