Francisco Letamendia
Profesor emérito de la UPV-EHU

1978: constitución y deserción de la izquierda

La Constitución de 1978 fue el producto de la nueva fase política que abrió en el Estado español la aprobación en el referéndum de diciembre de 1976 de la Ley de Reforma Política, fase que puede definirse como la de la «reforma pactada».

Esta fase trajo consigo el fin del proyecto de «ruptura democrática» de la oposición, y resultó de la confluencia de ésta con los sectores del régimen, ya mayoritarios, partidarios de un régimen parlamentario equiparable en las formas a los vigentes en el Occidente. Los dos tipos de limitaciones constitucionales, limitaciones al proceso de democratización y limitaciones a la depuración del Estado heredado de la Dictadura Militar, procedieron de este pacto, hecho posible por la deserción de las izquierdas del Estado.

Un nuevo paradigma político empezó a gestarse, nacido del acuerdo entre fuerzas antifranquistas que no podían materializar su antifranquismo con fuerzas de derecha que se expresaban, más que en partidos políticos conservadores, a través de los aparatos del Estado y en los llamados «poderes fácticos» (oligarquía, Ejército, Iglesia); fuerzas que deseaban olvidar ellas, y hacer olvidar a los demás, su origen franquista. Ello explica el aparentemente paradógico fenómeno de que, en un Estado en el que habían florecido históricamente los extremismos y los mesianismos, fueran la moderación y el centrismo los que se impusieran, imprimiendo su carácter a las fuerzas de la oposición antifranquista, y provocando incluso que algunas de éstas se presentaran prácticamente como «partidos nuevos».

Tras las elecciones generales de junio de 1977, la ponencia encargada de elaborar el borrador del proyecto constitucional quedó formada por tres miembros de UCD, uno del PSOE, uno del Grupo Comunista, y un solo miembro por la minoría vasco-catalana, un catalán, quedando excluidos los vascos; lo que en aquel momento no fue casual.

El anteproyecto fue publicado en enero de 1978. En el plano político era un fiel reflejo de las limitaciones que las relaciones de fuerza extraparlamentarias estaban ejerciendo sobre los constituyentes. La Monarquía como forma de Estado contó con el consenso de las fuerzas presentes en la ponencia —incluído el PC—; con la excepción del PSOE, quien en aquella ocasión mantuvo un voto particular simbólico a favor de la República. Respecto de la Iglesia, la ponencia propugnaba la no confesionalidad —lo que provocó una declaración conjunta de los obispos que acabaría desembocando en la mención constitucional a la relación especial con la Iglesia–. En el plano socioeconómico, el proyecto defendió «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado».
 
Significativamente, la unanimidad de los ponentes fue máxima respecto a la misión de las Fuerzas Armadas, a las que se encomendó «garantizar la soberanía e independencia de España, defender la integridad de su territorio y proteger el ordenamiento constitucional».

Una polémica pública se abrió a principios de 1978 sobre la significación simbólica y el alcance jurídico-práctico de dos términos: el de «nación» y el de «nacionalidades». Según Solé Tura, en su obra de 1985, en el momento de la redacción definitiva del proyecto a principios de 1978 llegó un texto directamente de La Moncloa que reforzaba la «unidad e indivisibilidad» programática de la nación española, «patria común e indivisible de todos los españoles». Además, el Estado federal había desaparecido del proyecto. Las fuerzas de izquierda justificaron esta dejación afirmando que el proceso autonómico podría conducir, en un futuro cuyos límites no se determinaban, a un horizonte federativo.

El proyecto garantizaba «el derecho de autonomía de las nacionalidades y regiones que componían (España)». Pero era evidente que el Estado de las Autonomías a que dio lugar excluía toda modificación en profundidad de la organización territorial; como quedó de manifiesto en el rechazo de la propuesta de inclusión de un Título nuevo sobre el Derecho de Autodeterminación presentada por mí en los debates constitucionales.

Previamente, en octubre de 1977, dos acuerdos habían sentado los ejes de la Reforma Pactada que basaban la Constitución: el que dio forma a la Ley de Amnistía, y el Acuerdo de Medidas Económicas firmado por los representantes de las fuerzas parlamentarias en el Palacio de la Moncloa, conocido desde entonces como los Pactos de la Moncloa, el cual, sometido al Congreso, fue aprobado con el voto unánime de todos los diputados, excepto el mío.

El tratamiento parlamentario y mediático de la Ley de Amnistía se centró hábilmente en la polémica sobre si sacar o no de las cárceles a los presos de ETA. Ello permitió ocultar su naturaleza de Ley del Punto Final, que como en las Dictaduras latinoamericanas exoneraba de toda culpa a los responsables de los crímenes perpetrados a lo largo de cuarenta años por el franquismo, sumiéndolos en el olvido.

Los Pactos de la Moncloa venían siendo preparados en secreto desde principios de 1977 por el Presidente Adolfo Suárez y por el Secretario del PC Santiago Carrillo. La firma de los Pactos constituyó la apoteosis personal de Carrillo, quien pensaba que con ellos había cristalizado el «compromiso histórico» en forma de una especie de supergobierno de concentración .Ello provocó los recelos del PSOE ante la pinza UCD-PC.
 
Pero nada salió como preveía la izquierda. Los Pactos significaron abrir de par en par las puertas a un régimen de acumulación del capital, el posfordista, que trajo consigo el descenso relativo de las rentas del trabajo frente a las del capital y la construcción jurídica de la precariedad. Y el partido que capitalizó los frutos de los Pactos no fue el PC, sino el PSOE, que gracias a ellos se convirtió en el partido de las clases medias y de su versión del europeísmo y la modernización.

La internacionalización de la economía española como fruto del desarrollo dependiente de los años 60 y 70 y el progreso de las pautas consumistas habían sido algunos de los factores que confluyeron en la crisis final de la Dictadura. Sin embargo, la desafección política no se tradujo en la voluntad de derrocar el sistema socio-económico, sino en la alternativa consensuada por izquierdas y derechas de democracia parlamentaria a nivel político, y en la esfera socio-laboral, de cambio del corporativismo fascista por el neo-corporativo social, con la consiguiente reconciliación de las oposiciones antagónicas de clase.

Pero éste era el programa socialdemócrata europeo; el socialismo español se transformó en efecto en un partido S-D. Sus bases sociales habían cambiado: el despoblamiento de las áreas rurales debido a la urbanización y a la emigración interna y externa (a Europa), la emergencia de las nuevas capas de técnicos, trabajadores de cuello blanco y funcionarios, y la aparición de una élite industrial de trabajadores de cuello azul, le habían convertido en un partido de clases medias.

Sin embargo, lo que el capitalismo internacional estaba exportando a España desde 1975, año de la muerte de Franco, no era el fordismo del Bienestar, sino su crisis, la cual condujo al posfordismo; lo que aconsejó fue las recetas posfordistas consistentes en la flexibilidad laboral y en una política de austeridad que se impuso como requisito de la entrada española en el Mercado Común europeo.

Contrariamente a los países del centro –donde fueron partidos de derechas los que aplicaron las recetas posfordistas–, fue precisamente el retraso de España en los órdenes político y económico el que seleccionó al Partido Socialista como la única fuerza que podía aplicar las políticas neo-liberales de flexibilidad laboral y desregulación.

Ahora que está en la agenda el cambio del modelo de Estado que se instaló en 1978, creo provechoso recordar lo que entonces ocurrió, que yo viví desde dentro.

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