¿A quién beneficia realmente el TAV?
Tras más de dos décadas de obras, sobrecostes y promesas incumplidas, el Tren de Alta Velocidad continúa siendo una de las infraestructuras más controvertidas de la Comunidad Autónoma Vasca. Con más de 2.000 millones de euros ya invertidos en la llamada «Y vasca», y sin un solo viajero subido a sus trenes, la pregunta que crece entre la ciudadanía es tan sencilla como incómoda: ¿a quién está beneficiando realmente el TAV?
Porque, desde luego, a día de hoy, no es a la población vasca.
Aunque la ciudadanía aún no ha visto un solo minuto de servicio, sí hay actores que llevan años recibiendo beneficios tangibles.
El primero es evidente: las grandes constructoras responsables de los túneles y viaductos que recorren el territorio. Empresas estatales y multinacionales han recibido contratos millonarios a lo largo de dos décadas, contratos cuyo importe ha aumentado con cada modificación de proyecto y cada retraso acumulado. A su alrededor, un segundo anillo empresarial −ingenierías, consultoras, empresas auxiliares, firmas de geotecnia y arquitectura− ha vivido de manera constante gracias a la obra.
También hay beneficios políticos: para el Estado, que impulsa el TAV como pieza estratégica del corredor Atlántico europeo; y para quienes encuentran en esta infraestructura un símbolo de modernidad que lucir en discursos y campañas. La utilidad política llegó mucho antes que la utilidad pública.
La ausencia de servicio no es solo un inconveniente: es un coste que tiene nombre y apellidos.
Los retrasos de la alta velocidad han tenido un impacto directo en las cuentas públicas. En un territorio en el que el presupuesto anual se sitúa en torno a los 15.000 millones de euros, destinar más de 2.000 millones al TAV −equivalente a más del 12% de un presupuesto anual completo− reduce inevitablemente la capacidad de invertir en otras necesidades: sanidad, educación, vivienda, dependencia o transporte diario, que es el que realmente utiliza la mayoría de la población.
Mientras la alta velocidad absorbía recursos financieros, la red de cercanías, que vertebra la movilidad cotidiana de centenares de miles de personas, seguía acumulando deterioro, averías y frecuencias insuficientes.
El TAV persigue mejorar la conexión interurbana de media y larga distancia. Pero las necesidades de movilidad de la sociedad vasca son mayoritariamente locales: desplazamientos diarios al trabajo, a los centros educativos, a hospitales, a zonas industriales.
La alta velocidad no resuelve ese problema. No reduce los tiempos de quienes cada día viajan en Cercanías entre Gipuzkoa y Bizkaia, ni de quienes esperan un autobús comarcal saturado, ni de quienes necesitan una alternativa eficaz al coche privado.
Está diseñada para un perfil de usuario muy concreto: empresas con viajes frecuentes, profesionales que se desplazan a Madrid u otros nodos económicos, viajeros ocasionales de turismo o negocios. Ese perfil existe, pero representa una fracción pequeña del total.
Cuando el TAV entre por fin en funcionamiento −si nada vuelve a retrasarlo−, es razonable esperar efectos positivos: una conexión más rápida entre las capitales vascas, mayor competitividad para sectores de alto valor añadido, impulso turístico, y un posible refuerzo del corredor logístico. Pero incluso esos beneficios, cuando lleguen, no serán universales. Serán desiguales, concentrados en sectores concretos y en determinados perfiles socioeconómicos.
La ciudadanía, que ha financiado esta obra durante décadas, podrá por fin utilizarla. Pero eso no elimina la pregunta: ¿habría sido más útil invertir antes y con más fuerza en transporte público accesible, vivienda o servicios sociales? Muchas voces expertas y sociales sostienen que sí.
El debate sobre el TAV no es solo ferroviario. Es un debate sobre prioridades públicas.
Sobre si la modernización debe medirse por la capacidad de viajar a 300 km/h o por la capacidad de garantizar que quien vive en un barrio periférico tenga un transporte fiable, una vivienda asequible o un centro de salud sin listas de espera interminables.
El TAV llegará, antes o después.
Pero la pregunta que seguirá vigente es esta: ¿para quién construimos el país? ¿Para quienes se benefician hoy de los contratos y de los discursos, o para la ciudadanía que lleva décadas esperando respuestas a problemas mucho más cotidianos, urgentes y reales?
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