Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

A setas y a Rolex

Es la incertidumbre la que abre la ventana del cambio político. La que surge cuando el sistema no sabe cómo responder a la innovación que pone en cuestión su legitimidad y eficacia. Y cada modelo estratégico se conecta a discursos y formas de movilización determinadas, no todo vale para cualquier fin.

En nuestra historia reciente, hemos asistido a una tensión creativa entre dos grandes modelos estratégicos y sus correspondientes formas de acción social. Por un lado, la articulación de una operación populista amplia, que busca la acumulación de fuerzas y la constitución de un bloque histórico que coloque a la soberanía vasca en una posición hegemónica. Resumiendo, Gramsci. Y por otro, una propuesta vanguardista que busca romper la rutina sistémica por medio de una praxis radical que polariza a la sociedad, y dota de un contenido ideológico más concreto –alternativo y/o progresista–, a la reivindicación nacional. Simplificando, Lenin.

A finales de los años sesenta del pasado siglo el inicio del ciclo de protesta vasco creó mucha zozobra en el régimen tardo-franquista. El bloque histórico que defendía la ruptura alimentó un modelo de acción colectiva múltiple, insurreccional, basado en la combinación de formas de movilización diversas, desde la armada de ETA a la dirigida a la construcción de espacios alternativos o para-institucionales, como la que posibilitó la recuperación del euskara.

Desde 1979 en adelante, el retroceso constante de las fuerzas antisistémicas en la guerra de posiciones fue correlativo al reforzamiento de la institucionalización autonómica. Ello trajo consigo una elitización de la política vasca, que si era clara y natural en el ámbito gubernamental, no fue menos obvia en el campo popular. A partir de los primeros ochenta, el paradigma de los sectores anti-sistema evolucionó y se hizo más elitista. La acumulación de fuerzas en clave preferentemente político-militar buscaba arrancar una negociación con el Estado, por medio de una praxis que combinaba vanguardia omnisciente y movilización ciudadana de apoyo basada en la interpelación, es decir, «la exigencia de algo a alguien». Una movilización popular que, por un lado, aseguraba la leva de activistas para la actividad armada, y por otro, se expresaba puntualmente con vocación de masas, de modo que el éxito era medido por el número de autobuses en circulación y el cómputo matemático de Egin.

El acuerdo de Lizarra-Garazi marcó ya el cambio de tendencia que nos conduce nuevamente a la lógica gramsciana. Sin embargo, al pretender construir el bloque histórico desde las élites, el modelo no acabó de cuajar. El fin del proceso de Loiola, último coletazo del modelo vanguardista, abre paso a un ciclo (2011-2019) en el que el «nuevo paradigma» trae consigo una reedición de los debates de los años setenta. Ahora, con un Gramsci revisitado a partir del modelo teórico populista de Ernesto Laclau, y una praxis Schmittiana de izquierdas, de la mano de Chantal Mouffe y su democracia agonística, el enemigo concebido como adversario debe ser vencido por medio amplias articulaciones políticas que aspiran a la hegemonía. Los ejemplos de este paradigma son varios y muy relevantes: Gobierno navarro del cambio, frente anti-autoritario municipal en Gasteiz, rectorado de contención en la UPV-EHU, Gure Esku Dago, etc. Este último fenómeno merece una breve reflexión.

Tras las consultas de Busturialdea y Arrigorriaga, son más de 80.000 personas las que han manifestado su voluntad soberana de decidir. En junio serán más de 100.000. Las consultas populares que se avecinan pueden servir para fijar una base soberanista creciente, un mandato democrático que podrá ser recogido por nuestras instituciones. La cultura política del soberanismo amplio está superando el colosalismo movilizador puntual y pasa a la activación ciudadana continuada en el tiempo, paciente, ligada a la construcción de redes comunitarias que sin descartar momentos puntuales de movilización, ubiquen esos «grandes días» en un proceso de construcción popular progresiva. Al tiempo, se ha puesto en marcha un pacto ciudadano por el derecho a decidir que invita al compromiso y no a la mera adhesión. Un compromiso de construcción popular de la decisión en todos los ámbitos, cuyo contenido dependerá de la ciudadanía y los actores que se sumen al acuerdo.

Sin embargo, ante éstas y otras iniciativas gramscianas, ante el modelo errejonista de la «V de victoria» –los debates son similares en esta coyuntura–, surge una lógica preocupación: ¿Ha tocado techo ese «populismo amplio»? ¿Está siendo el soberanismo «suficientemente» radical? ¿Es momento de pasar al «puño de Iglesias»? Las preguntas son, sin duda, razonables, sobre todo cuando se hacen desde el sector político que ha asumido históricamente el rol más rupturista.

Pero si la pregunta es lógica, la respuesta debería darse a la luz de una valoración matizada del momento político. En primer lugar, sería preciso tener en cuenta que la hegemonía no se mide a corto plazo y en términos únicamente electorales o partidistas: es decir, no se puede descartar la «oferta como pueblo» porque de ella no se sigue un automático sorpasso y vaciamiento del electorado ajeno. Hoy el lema «primero el pueblo y luego el partido» debe valer para todos, porque la ley de hierro de la oligarquía michelsiana no conoce ideologías. En segundo lugar, habría que tener en cuenta que la articulación popular de fuerzas soberanistas contemporánea no está al servicio de acuerdos inter-élites que limiten el alcance social del soberanismo. Las piezas que pueden articular un modelo de país más justo están disponibles, pero no son patrimonio de ningún partido o sindicato. En cuarto lugar, es ilusorio pensar que una plataforma o grupo de presión discursivamente más radical vaya a seducir a sectores más amplios que los que hoy se movilizan por el derecho a decidir, es decir, por la soberanía. Y mañana, posiblemente, por la única forma política que la garantiza, es decir, el Estado. Y en quinto lugar, también debería afinarse la forma en la que se pretende construir un «bloque histórico» soberanista: quizás haya que abandonar la continua oferta de acuerdos de país a diestro y siniestro, y pasar a construir una oferta propia que vaya más allá de los focos mediáticos.

Sin embargo, incluso acertando hoy en el modo de construir «el pueblo», puede ser conveniente que se active al tiempo una praxis y un discurso más radical. Pero, ¿cómo se profundiza y acelera el cambio sin perjudicar la estrategia dirigida a avanzar en la guerra de posiciones?

En distintos lugares están surgiendo discursos y praxis en clave post-leninista, más cercana a la multitud de Negri o los rizomas deleuzianos que a las antiguas vanguardias jerarquizadas: tácticas disruptivo-expresivas enmarcadas en una lucha de clases renovada que retoma antiguas retóricas marxistas o neo-comunitarias –desde el «pueblo trabajador vasco» a los discursos pre-capitalistas o anti-burguesía–, tanto en la universidad como en el ámbito sindical. Estos discursos y modos de protesta surgen impulsados por una deriva sistémica privatizadora que aprovechando la crisis financiera está vaciando lo común y reordenado el reparto de la renta de forma muy lesiva para las clases populares y las expectativas juveniles. Seguramente, no queda sino valorar positivamente el impulso militante que este cambio trae consigo.

No obstante, tampoco se pueden minusvalorar las posibles incoherencias. Dejando de lado el oportunismo de alguna facción neo-maoísta que busca exacerbar las contradicciones «en el seno del pueblo», habría que valorar si determinadas movilizaciones no están facilitando la re-activación de rutinas sistémicas que establecen ejes de polarización inadecuados, e introducen elementos de contradicción en aquellos espacios en los que precisamente el modelo de acumulación de fuerzas ha dado resultados tangibles: Nafarroa y universidad pública vasca. Es evidente que las políticas públicas no cubren las expectativas de las fuerzas que apoyan esos gobiernos, pero la hegemonía no se logra por medio de gobiernos-filósofos que ilustran a la ciudadanía sin contar con ella, ni se afianza con praxis que la mayoría social rechaza. Alternativamente, existen formas y lugares de protesta –entre la construcción material de alternativas y la desobediencia–, que pueden abrir espacios de indeterminación provechosos en un futuro cercano, y no debilitan al tiempo la articulación amplia que hoy se antoja conveniente.

Por eso, a lo mejor, en lo que respecta a estrategias y formas de movilización conexas, hay que estar «a setas y a Rolex» al mismo tiempo, aunque sea complicado no pisarse los pies en el empeño. Para bien y para mal, vivimos tiempos de incertidumbre.

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