Xosé Estévez
Historiador

Actitud impositiva de la identidad española

La oposición a la diversidad ha sido una constante fácilmente demostrable. En lugar de contemplar la diversidad como riqueza se ha visto como un peligro

Hasta el siglo XVI, cuando se unificaron las coronas de Castilla y Aragón, no apareció el término España o Españas en sentido político, esto es, como monarquía, reino o reinos. Y no será hasta la llegada de los Borbones en el sigo XVIII cuando comience a imponerse progresivamente la titulación de Rey de España. Antes cabría hablar en la mitad occidental del Estado español de Corona de Castilla, aunque los mismo monarcas castellanos se intitulaban reyes de Castilla, León, Galicia, señores de Vizcaya, de Molina de Aragón, etc. Desde el siglo XVI a los territorios anteriores se incorporaron Aragón, mediante unión matrimonial, y Navarra y Granada, por conquista. Quien lea el Quijote podrá observar con claridad las dudas que el autor tenía para adjudicarle a cualquier personaje su patria, que iba desde la pequeña localidad natal hasta la ciudad, la región o España. El término nación en esta época, siglos XVI y XVII, poseía una significación lingüística y no política. La identidad nacional española alcanzó sus puntos más álgidos en momentos bélicos, principalmente invasiones foráneas, como la francesada, denominada en la historiografía hispana Guerra de la Independencia (1808-1814).

Realmente, en amplios territorios y sectores sociales, la identidad española no resulta atractiva, porque es forzadora, exige una adhesión inquebrantable y no es fruto de un pacto (foedus) voluntario y libre. Siempre se adornó de tres rasgos fundamentales: carácter impositivo, debilidad nacionalizadora y una constante dialéctica entre asimilación versus disgregación. En esta línea se ha caracterizado por una tendencia centralizadora absorbente, la imposición legislativa, la salvaguarda de su identidad, la oposición a la diversidad y un euroescepticismo latente.

La centralización la inició Castilla al incorporar paulatinamente los reinos de Galicia, Asturias y León, marginando o aniquilando sus lenguas e instituciones. Lo mismo haría durante el proceso de reconquista, que historiadores solventes consideran una auténtica conquista, con los reinos de Toledo, Sevilla, etc. Cuando ya estaban unidas por la vía matrimonial las coronas de Aragón y Castilla, aunque conservando sus instituciones y lenguas, la conquista militar de Granada (1492) y Navarra (1512) inició el camino del desmatelamiento de la idiosincrasia granadina y navarra.

La imposición normativa puede apreciarse en un proceso continuado. Los conquistadores castellanos impusieron sus leyes en América o Filipinas sin respetar los usos, lenguas y costumbres de los indígenas dominados. Algo semejante ocurrió en Granada, más tarde en Aragón, con los decretos de Nueva Planta (1707-1718), en Navarra con la ley paccionada de 1841 y en los restantes territorios vascos con la ley abolitoria de los Fueros en 1876. En la actualidad, tanto la derecha como la izquierda centralista, consideran la Constitución de 1978 como una norma sacra e inamovible.

La salvaguarda de la identidad, castellana primero y española después, ha sido controlada por la fuerza de las armas en diferentes coyunturas (1640-59; 1704-14; 1936-39), la implantación de dictaduras militares, la actuación de los tribunales de justicia e, incluso, la expulsión de los disidentes. En esta última, España goza de un larga saga desterradora: de los judíos en 1492 por los Reyes Católicos, de los moriscos en 1609-1614 por Felipe III y de los gitanos en numerosas ocasiones, sobre todo, en el reinado de Carlos III en el siglo XVIII. Siguiendo el adagio latino, Cujus regio, ejus religio (los súbditos deben ser de la misma religión que su rey) debía imponerse a los súbditos al unicidad religiosa y política, y por ende su misma identidad, mediante la aplicación de las mismas leyes, usos y costumbres. Para ello se utilizaron, destierros, expulsiones, juicios, cárceles, multas, sambenitos y autos de fe, que se ampliaron a los autóctonos americanos. Se creó al efecto un tribunal, La Inquisición, que actuó contra todas heterodoxias ideológicas y disidencias políticas (conversos, luteranos, brujos y brujas, ilustrados, etc.) y conculcaciones morales (bígamos, adúlteros, fornicadores, sodomitas, concubitadores con animales, blasfemos). Hoy mismo los altos tribunales españoles: Audiencia Nacional, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional actúan en la práctica como barrera frente a los osados que se atreven a poner en entredicho la identidad nacional española.

La oposición a la diversidad ha sido una constante fácilmente demostrable. En lugar de contemplar la diversidad como riqueza se ha visto como un peligro. A pesar de la unión de las dos Coronas a finales del siglo XV, Castilla miró de reojo a Aragón como un contrincante a vigilar, como fehacientemente mostrarían todas las tensiones entre ambas, culminadas en enfrentamientos: caso de Antonio Pérez (1591) en el reinado de Felipe II, la Guerra dels Segadors (1640-59) siendo rey Felipe IV o la Guerra de Sucesión (1704-1714), que terminó con los decretos de Nueva Planta y la desaparición de las instituciones de la Corona de Aragón a cargo del primer soberano borbón, Felipe V. El afán imperialista hispano, obsesionado con la uniformización, operó en la ocupación de Portugal por Castilla en 1588 y las política asimilacionista hasta 1640, que se inicia la Restauraçao con los motines de Évora. Esta política uniformista puede observarse en la política del Valido, Conde Duque de Olivares, a partir de 1626, en su conocido informe, donde asesora al monarca Felipe IV al respecto. Los siglo XVIII y XIX, con el ascenso al trono hispano de los Borbones, formados en la mejor tradición gala los ejemplos se multiplicarían y la represión contra las identidades periféricas, vasca, gallega y catalana, durante la dictadura franquista llegaría a límites paroxísticos. También en la actualidad, de manera solapada, existe una articulación jurídico-política, que salvaguarda la única e indivisible patria española en la línea del pensamiento lineal jacobino frente a la rica variedad plurinacional de identidades.

El euroescepticismo latente incluía el miedo a la penetración de ideas disolventes procedentes de Europa, que posibilitasen la destrucción o la mengua de la esencia de españolidad. España estuvo cerrada ideológicamente a Europa durante gran parte de las Edades Moderna y Contemporánea. Algunos hechos son realmente llamativos. En 1559 un decreto de Felipe II prohibía a los estudiantes salir al extranjero y ordenaba volver a los que hallasen fuera para sufrir un examen valorativo por temor a la contaminación herética. El filósofo Ortega y Gasset, nada sospechoso de antiespañolismo militante, denominaría como «pireinización» a esta barrera frente al virus ideológico europeo. En 1789, con la erupción de la Revolución francesa, se produciría una segunda «pireinización» para cortar la llegada la posible invasión de ideas ilustradas, liberales y revolucionarias. Sin embargo, las naciones periféricas marinas de Galeuzca fueron históricamente europeístas, incluso en continua polémica con integrismos, tracionalismos y carlismos. Galicia estuvo unida a Europa a través de los caminos de Santiago y las redes costeras, lo mismo aconteció en Euskal Herria y Cataluña, por vía marina y mediante los contactos fronterizos. A esta última las corrientes novecentistas, el noucentisme, llegaron antes que a la meseta paramera. Ahora mismo el Estado español pone serias objeciones a las representaciones autonómicas y, por tanto, a la pluralidad y variedad nacionales en las instituciones de la UE, pese al reglamento del Parlamento y del Consejo Europeo de marzo de 2011, bien estudiado por el profesor Igor Filibi.

En definitiva, los habitantes de las naciones periféricas, agrupadas en Galeusca, nos sentimos fuertemente agredidos en nuestros sentimientos nacionales de pertenencia e identidad y no amparados por el manto de una única y exclusivista bandera. ¿Tan difícil es entender que la piel de toro es un mosaico diverso de identidades nacionales? ¿Resulta tan arduo comprender que la variedad es riqueza y la uniformidad pobreza? ¿No sería más apropiado configurar una confederación ibérica de naciones soberanas, vinculados por pactos libres, voluntarios, reversibles y en condiciones de igualdad?

Tenía razón un exministro portugués Moura Pinto, que en conversación con Castelao en Rio de Janeiro, cuando se dirigía a México para participar en las Cortes en noviembre de 1945, le dijo: «España, que ha sido capaz de comprender el misterio de Santísima Trinidad, es incapaz de comprender su variedad nacional».

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