Olga Saratxaga Bouzas
Idazlea

Amaia en el siglo XXI

En esencia, es el potencial de las mujeres tomando asiento en un mañana confortable, sin desigualdades ni códigos de género; la justicia social y económica; la simbiosis con la naturaleza y el respeto a todos los seres vivos, sin excepción.

En la conducta inherente al acto de supervivencia habitan módulos psicológicos, donde intentamos mantener a salvo la fragilidad del yo vulnerable. Determinamos relaciones de adaptación emocional con el entorno, protegiendo vivencias mediante procesos de inteligencia y sus mecanismos de respuesta al estímulo. Si nos remitimos a los días en secuencia cronológica, atendiendo a los titulares y desarrollo de la noticia mediática en el último año, hay cabida, sobre manera, para el desasosiego, la incertidumbre convertida en rutina, la falta de equidad y el maremágnum de rifirrafes y grandes intereses políticos.

Apenas trece años nos separan del decreto que la ONU estableció para visibilizar la incuestionable necesidad de proteger los océanos. Con una extensión de tres cuartas partes del planeta, fuente primordial de oxígeno y biodiversidad, suponen el recurso indefectible para la pervivencia humana. Siendo paradójica nuestra contribución expresa a su precaria situación actual: la huella indeleble, originaria de todos los desmanes, que el ser humano esparce a su paso. Ocurría a finales de 2008. Desde entonces, el 8 de junio es reivindicación del calendario medioambiental.

También hay días inolvidables –superadas las expectativas–, en los que recibimos obsequios intangibles que envuelven el momento en fábulas inéditas. El sesgo del futuro anuncia presente y adquiere perspectiva indeterminada, forjando los cimientos que sostienen el contexto transversal de la historia: la interacción en el medio, sinónimo de causa-efectos.

Un mes de invierno, en pleno ejercicio de trabajo, aparece Amaia –sigilosa figura de anatomía delgada–, suave y casi de puntillas. Su mirada va más allá de lo inmediatamente visible, más allá de la capacidad visual para discernir objetos, sus formas y colores. Viene de clase de danza y, como si el estudio al completo fuera una extensión del aula de ballet, perfila sus pasos hacia mí. Antes y después quedan en segundo término.

Ella es un soplo de luz inusual; desintegra el caos que comprime el universo. La inmensidad de la ternura que despierta sobrecoge cualquier razonamiento. Aspecto complejo narrar la precisión del sentimiento. Como describir el abrazo, el letargo que precede a los silencios, atardecer de otoño en reposo, tras la lluvia…

A sus siete años, quiere ser bióloga marina. Liberar los océanos de plástico es una de sus preocupaciones vitales. Inventará una máquina para limpiarlos… Escuchándola, interiorizo esa vuelta de tuerca humana, igual que palpo en sus ojos la verdad de la inocencia perpetua.

Los libros son capítulo especial en su vida, no en vano, además de científica, quiere ser lectora. Amaia escritora cuenta historias. Las narra con acento suave, que transporta a otro cosmos (a otra dimensión). Suspendida en vuelo de gaviotas; surcando el mar de fondo; aterrizando en horizontes sin inventar; construyendo por primera vez la imaginación. Los parámetros de la lógica inferidos hasta ahora se detienen ante la suya.

Dibuja mundos sostenibles de aguas mágicas, alimentados desde las raíces del subsuelo a través de canales. Estos serpentean el terreno labrando porvenir. Incluso el transporte hacia ese mundo onírico que imprime su personalidad es diseño propio, con alas diferentes y sueños discurriendo el aire. A la izquierda, emerge el árbol frondoso del dinero; el trueque continúa.

Ciertamente, los mejores regalos no tienen precio, son inasequibles para la mayoría porque deambulamos entre ellos sin reparar en que existen. No se muestran en grandes escaparates, no hay alarmas ni cámaras de seguridad custodiándolos. Ni siquiera ellos son conscientes de su valor. Amanecen libres. Sueñan con ecosistemas marinos, hábitats decorados en verde, repartiendo sonrisas de manera innata, meciéndonos en una paz infinita que detiene el tiempo.

Recuerdo su imagen frente a mi, agradecida, mientras insiste en que «el azul es más tranquilo» y lo prefiere al otro color que le ofrezco. Su presencia equilibra el vértigo y, a la vez, una zozobra extraña recorre mi pulso cuando entrelaza alma y lenguaje al compás de sílabas que fecundan la esperanza. Permeable al sufrimiento ajeno, evidencia el cambio, deja rastro y acompasa el ritmo en el reloj de una nueva era solidaria, amable, utópicamente alcanzable.

Así suceden los milagros. Una tarde cualquiera que, en realidad, no lo es. Azotan de súbito la fortaleza cognitiva y galopan en vena, gestionando células que dispersan la concentración, porque solo hay lugar para pensarla.

Por eso, este artículo es suyo: el dictado de la añoranza, los sentimientos, girando en danza, festejando conocerla. Manifiesto el privilegio de haber sentido su voz remover mi infancia. La intuición me dice que esta conexión no es casual. Cada encuentro es redescubrir mi doble niña. Quizá, en otra existencia anterior me hiciera llamar por su nombre o soñara construir lagos transparentes y un cielo libre para todas las personas de la Tierra…

En síntesis, Amaia simboliza el camino hacia la reflexión activa: observación del medio con propósito de enmienda y restauración del quebranto ocasionado por buena parte de su especie. En esencia, es el potencial de las mujeres tomando asiento en un mañana confortable, sin desigualdades ni códigos de género; la justicia social y económica; la simbiosis con la naturaleza y el respeto a todos los seres vivos, sin excepción.

Sus variables futuras son incógnitas por despertar. Cualquier conjetura quedará condicionada por elementos circunstanciales de evolución. Sea como sea, su energía concentrará la atención en pautas de bienestar general, cruzará el umbral de lo individual. El porqué avanza implícito en su naturaleza. Para transformar el relato seguimos necesitando «pan y rosas», y vendrán, estoy segura, de la mano de niñas como Amaia.

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