Iñaki Egaña
Historiador

Asesinatos selectivos

A comienzos de 2024, Israel mató en Beirut (Líbano) a Saleh al Aruri, en lo que los medios calificaron de «asesinato selectivo». Ronen Bergman, en su libro "Rise and Kill First: The Secret History of Israel’s Targeted Assassinations" (2018), señalaba que, desde la Segunda Guerra Mundial, Israel había cometido 2.300 asesinatos selectivos, y que se llevaba el récord en Occidente de tales actividades militares, por delante de Washington, París, Moscú o Madrid, capitales de Estados con tradiciones similares. El término ha llegado para quedarse. Con un lenguaje también interesado, ya que el concepto, designado primero en inglés, es diferente: «Targeted killing», sustituyendo «selectivos» por «dirigidos».

Hasta hace bien poco, estos crímenes, perpetrados en general por los servicios secretos de los países citados, habían sido catalogados como actos de «guerra sucia» o «terrorismo de Estado», fuera de los estándares de la guerra regular que, aunque parezca lo contrario, está regulada por diversos convenios sellados ya desde 1949 en Ginebra. La asimetría actual y, sobre todo, la hegemonía de los halcones sobre las palomas en el escenario contemporáneo, con la ayuda de medios y agencias concentrados, la expansión del relato impartido por Hollywood y la impunidad internacional, han creado el caldo de cultivo necesario para instaurar el eufemismo y esconder responsabilidades.

Con excepciones muy escasas, los Estados despliegan este último apartado −el de la impunidad− persiguiendo a su disidencia, tanto política como económica. Con la certeza de que, en los errores de planificación, que los hay, saldrán indemnes. Franco, Carrero Blanco y los suyos acosaron al president Lluís Companys y al lehendakari José Antonio Agirre por media Europa. A Companys lo atraparon, extraditaron y ejecutaron. Con Agirre no tuvieron tanta suerte. Ningún tribunal internacional se hizo cargo y los agentes, entre ellos el jefe de las operaciones encubiertas Pedro Urraca (el Galindo de la época), disfrutó de un retiro dorado a pesar de estar condenado a muerte en rebeldía por París.

A José Mari Larretxea, cuatro agentes especiales de la Policía española lo intentaron secuestrar en Hendaia en 1983, mientras otros hacían lo propio con Joxean Lasa y Joxi Zabala en Baiona. Detenidos por la Gendarmería, los policías fueron expulsados a España, que los condecoró. La Audiencia Nacional prescribió el intento de secuestro en un santiamén. Al fotógrafo Fernando Pereira lo mató una bomba colocada en 1985 por dos espías franceses en el Rainbow Warrior de Greenpeace, amarrado en Auckland. Detenidos también los agentes, Mitterrand compró a Nueva Zelanda su libertad por siete millones de dólares. Los irlandeses Seán Savage, Daniel McCann y Mairéad Farrell fueron muertos por agentes del SAS británico en 1988 en Gibraltar, con el apoyo logístico de los servicios españoles. Hubo juicio y el resultado fue el de «homicidio legal», aunque en 1995 −es la única excepción que conozco− el Tribunal Europeo de Derechos Humanos regañó a Londres. Para paliar los efectos, la Thatcher ya había declarado que «yo fui la que disparé».

Fidel Castro sobrevivió a decenas de atentados encubiertos y planificados desde Washington. A Mehdi Ben Barka lo secuestró la monarquía marroquí, quién sabe si con la colaboración de Franco, porque unos restos aparecidos en Ituren en 1966 afirman que podrían ser los suyos. Quizás cuando en el siglo XXII levanten la Ley de Secretos Oficiales nuestros descendientes sabrán algo más. A Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, el llamado «Che africano», lo remataron bajo la sospecha de que París había alentado el magnicidio. Al presidente mozambiqueño Samora Machel le cortó las alas la larga sombra del apartheid de Pretoria, tal y como parece que sucedió con el primer ministro sueco Olof Palme en 1986, y con Dulcie September en París, nuestra amiga que nos visitó en Gernika. Al independentista Amílcar Cabral lo mataron por exigir la descolonización de Guinea-Bissau y Cabo Verde y al presidente argelino Mohamed Budiaf, la hipótesis más plausible apunta nuevamente a París que impuso sus criterios económicos en un tema estratégico, los hidrocarburos. A Maurice Bishop, primer ministro de Grenada, los partidarios de EEUU lo ejecutaron unos días antes de la invasión. Aún sigue desaparecido. Yasir Arafat, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, murió en 1994 irradiado por polonio. Imaginen quién estaba detrás de su desaparición. Desde 2006, gracias a la desclasificación de documentación de la CIA, motu proprio o a través de WikiLeaks, sabemos que la Operación Cóndor, en Sudamérica, tenía como objetivo «liquidar individuos seleccionados». Mientras tanto, Julian Assange, creador de WikiLeaks, continúa en la prisión de Belmarsh, a la espera de su recurso de extradición que se resolverá en febrero de este año.

En 2010, el relator especial del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, ante una queja sobre los asesinatos selectivos de la CIA, ofreció una declaración: «El homicidio selectivo es el uso intencional, premeditado y deliberado de fuerza letal, por parte de Estados o sus agentes que actúan bajo apariencia de ley, o por un grupo armado organizado en un conflicto armado, contra una persona específica que no está bajo la custodia física del perpetrador».

La declaración ofrece un escenario paradójico. Las muertes de Hussein, Gadafi, Ceausescu, Torrijos... son consideradas como asesinatos selectivos, aceptados por la comunidad internacional e incluso avalados en algunos casos por las instituciones supranacionales. El Consejo de Seguridad de la ONU afirmó que algunas de estas acciones salvaguardaban «la paz y la seguridad mundial». En cambio, las acciones que costaron la vida, por ejemplo, a Carrero Blanco, Melitón Manzanas, Anastasio Somoza... incluso a Reinhard Heydrich, son considerados actos terroristas. El relato sigue siendo un instrumento poderoso. Y la impunidad ejerce de frontera.

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