José Arturo Val del Olmo
Miembro de Kaleratzeak Stop Desahucios

Banalización del sufrimiento

Todavía hay quien sostiene la mentira de que cientos o miles de inmigrantes defraudan, o que se acepte el falso mito de que es posible conseguir un trabajo y una vida dignos, en base exclusivamente al esfuerzo personal, al margen de las condiciones reales de la sociedad.

Carlos dependía de la RGI para pagar la renta de alquiler, y cuando se la quitaron, en marzo del año pasado, estuvo a punto de ser desahuciado. La unidad de tramitación de Txagorritxu había pedido un informe de convivencia a la Ertzaintza porque Carlos acudía siempre acompañado de una mujer. Un año después, el juez determina que el informe policial, basado en declaraciones de vecinos, no probaba nada, y obliga a Lanbide a pagar todos los atrasos.

Mawa, Mohamed, y sus cuatro hijos, se vieron en la calle cuando Vitalquiler no quiso renovarles el contrato y el Juzgado decretó, en febrero, su desahucio. Cuando la intervención de Stop Desahucios consiguió suspenderlo, el Ayuntamiento asignó a la familia un técnico, que les acompañó durante más de un mes para buscar un piso de alquiler privado, porque el Ayuntamiento no creía a la familia que llevaba meses intentándolo.

El establecimiento de rutinas en las administraciones está eliminando la subjetividad y la responsabilidad de los profesionales en la toma de decisiones. Puesto que aplican una norma del centro, o un protocolo, no tienen que pensar las razones de su proceder y sus consecuencias. El resultado de esta banalización del sufrimiento afecta a los más desamparados, obligados a dar cuenta cada día de su propia pobreza.

El paro, la exclusión, o los desahucios, se utilizan por el poder político y económico para desarrollar prácticas y discursos dirigidos al control de conductas y pensamientos de los afectados, para exculpar al capitalismo y al Estado de toda responsabilidad, y justificar la imposibilidad de cambiar las cosas. Se hace a las personas responsables de su situación y se les reprocha por ello. El solicitante de una prestación, a la que tiene derecho, es víctima de una sociedad desigual que no es tenida en cuenta por los profesionales que le atienden, y hay, además, un juicio moral previo de culpabilidad.

Se les obliga a llevar, una y otra vez, documentación que ya obra en poder de la administración, recorriendo siempre las mismas colas, en las mismas oficinas, para justificar que no se quiere estafar a la sociedad prestaciones claramente insuficientes. Se les investiga por recibir ayudas sociales, deben estar permanentemente localizados, pedir permiso para desplazarse, confesar a quien invitan a sus casas, o con quien duermen, si salen del país o no, si se casan o se arrejuntan, o cualquier otra circunstancia que deslegitime la ayuda que están cobrando. Así, se consigue que controlen su propia subjetividad según los criterios del poder, autocensurándose.

La persona intervenida es considerada desprovista de habilidades, actitudes, o aptitudes personales, para enfrentarse a la adversidad de su existencia, sin cuestionar las estructuras económicas que generan la desigualdad y la expulsión del mercado de trabajo o de alquiler. Se inventan términos como búsqueda activa de empleo, o itinerarios de inserción, que están descontextualizados de la realidad social, y que consiguen que la persona se vea desautorizada y obligada a renunciar a su subjetividad. Las causas que han provocado cada historia no interesan, como si cada persona hubiera elegido su propia miseria. La formación se vende como un producto salvador, para reciclarse, para hacer el currículum, para las entrevistas de trabajo, para mejorar su autoestima, para desarrollar la inteligencia emocional, cuando lo necesario es un empleo digno y una sociedad más justa e igualitaria.

Como complemento, se hacen campañas periódicas presentando al sector benéfico como actor necesario para responder a situaciones de emergencia y de pobreza. Se potencia así la desconfianza en los sistemas públicos y en su papel corrector de desigualdades. La caridad y la beneficencia se aceptan como la única posibilidad de salir del pozo, quebrando así el principio democrático de igualdad. Que más de 18.000 personas dependan en Gasteiz diariamente de la caridad, para cuestiones básicas, como pagar alquileres, vestirse o alimentarse, o que más de 9.000 menores vivan en hogares donde no ven cubiertas sus necesidades básicas, se publicita como natural, exculpando al poder político, que alienta la división entre los que perciben prestaciones a las que tienen derecho y quienes trabajan en empleos precarios y mal pagados.

Al promover la superficialidad y la supresión del pensamiento reflexivo, se banaliza la vida, y se entiende que sea más fácil desintegrar un átomo que destruir un prejuicio, como decía Einstein, dado que todavía hay quien sostiene la mentira de que cientos o miles de inmigrantes defraudan, o que se acepte el falso mito de que es posible conseguir un trabajo y una vida dignos, en base exclusivamente al esfuerzo personal, al margen de las condiciones reales de la sociedad.

Nos queda la esperanza, que como decía San Agustín, tiene dos hijas maravillosas: la ira ante las situaciones injustas, y la determinación de luchar para cambiarlas.

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