Alberto Pecharroman Ferrer

Biomunicipalismo

Al hilo del tanto concepto como movimiento mundial bautizado como biorregionalismo, que nace de intentar solucionar, en lo local, la superación de la carga extractiva que puede soportar nuestra única casa en el universo, el planeta Tierra; así como de la constatación del fracaso, por poner en peligro la subsistencia humana, de la globalización neoliberal basada en el hiperconsumo que garantice el imposible crecimiento sin límites; nos encontramos con la exigencia de frugalidad por parte de nuestros socios europeos del norte.

Choca todo esto con impulsar inútiles infraestructuras faraónicas, como el TAV, que terminan condicionando los presupuestos de Osakidetza y la enseñanza dependiente de dinero público (también la concertada), por no hablar de las graves afecciones medioambientales que ha dejado la obra más cara y con más retrasos del régimen Vasco del 78, con la que pasarán a la historia del derroche los llamados «magníficos gestores». Por si fuera poco, la ciudad vasca con una de las mejores flotas de autobús urbano del estado, asiste al agujereamiento de su subsuelo en un terreno que se sabía arenoso y que pone en peligro varias construcciones afectadas en sus cimientos por un «metro» millonario, elitista y superfluo para mayor ganancia de constructoras acólitas.

Por otro lado, la movilidad privada fósil, tiene los días contados con la gasolina por las nubes, lo que provocará mayor inflación en todo. No, la solución no será comprar un caro coche eléctrico individual, sino compartir los existentes con una aplicación que acabe con los coches aparcados la mayor parte del día.

Sin atisbo de haber aprendido la lección que imponen la física planetaria y la moderación, nos disponemos a acometer una transición energética injusta e insostenible: erigiendo gigantescas torres cilíndricas, en todos los montes del territorio, que sostengan unas palas de molino que generen la electricidad transportada a decenas de kilómetros por cuantiosas líneas de alta tensión; así como acaparando tierras de cultivo para cubrirlas de miles de paneles solares que garanticen el negocio centralizado del oligopolio eléctrico español. Todo esto, contando con superficie suficiente en nuestros pueblos y ciudades (cubiertas de industrialdeas, edificios públicos, parques, ikastolas, polideportivos y tejados de casas) que garantizarían un acceso directo, de distribución inteligente, económico y autogestionado de la energía para la población. Pero nada, más allá de tímidos e insuficientes ensayos de distracción por parte de los mandamases. Y, por supuesto, de una empresa pública de energía, ni hablar.

En el tema de residuos, aparte de constatar que las incineradoras son putas fábricas de veneno que desincentivan el reciclaje, que impiden eso que se llama economía circular (aunque podría llamarse economía invisible porque brilla por su ausencia más allá de los discursos pomposos), y cuyas toneladas de escorias y cenizas tóxicas acometerán largos viajes, tras parada técnica en la Petronor solucionatodo, que terminarán en cualquier país empobrecido de África. Ya le gustaría a más de uno viajar tanto, lo dice el alcalde de la Bella (y sucia) Easo por estar a la cola de la separación de residuos en Gipuzkoa, aunque haya voluntad ciudadana de no ser los garantes de la mayor parte de combustible para el monstruo escupehumos de Zubieta. Se ha perdido la oportunidad de alcanzar la reducción real de residuos en los municipios y hogares vascos, que terminarán amontonados en cualquier playa africana en forma de tóxica negrura. Luego, nos ofenderemos si la Ondarreta tiene una piedra.

Pero, volviendo al hilo inicial, el correlato de vertebrar una región con criterios ecosociales, desemboca en el biomunicipalismo. Es en los ayuntamientos donde mejor se gestionan los recursos públicos y privados porque están bajo el control y la constatación directa de las gentes que deben aprovecharlos o sufrirlos, desarrollarlos o desmantelarlos, sin que se proyecten en un lejano despacho sin contacto con la realidad inmediata.

Sin embargo, no habría que centrarse únicamente en los aspectos puramente económicos. Las contribuciones que está haciendo el ecofeminismo al bienestar de todos los habitantes, también deben ser tenidos en cuenta para descabalgar de una maquinaria vital desbocada que impide la conciliación familiar, el desarrollo equitativo de los cuidados y la vida buena en contraposición a esa “buena vida” que nos obliga a comprar un vestuario nuevo todos los años, o a viajar todos los veranos a la otra punta del planeta en unos aviones que son la epitome de las causas del cambio climático; el cual obliga a millones de personas en el mundo a abandonar a sus familias y países, para arriesgar la vida y el escaso patrimonio por la promesa de un paraíso donde les espera la represión, el Racismo y la explotación. Que, aún y todo, les compense tanta pena, habla mal del colonialismo sobre el que se ha edificado el sistema capitalista.

Es lamentable ver a la juventud, e incluso a la más tierna infancia, abducidas por ese apéndice con pantalla que nos ha salido en las manos. Son incontables las horas de comida de coco y adoctrinamiento sexual, lúdico y político que reciben los menores y los adultos, lo cual les aleja de lo benéfico de la naturaleza, de la tierra. A este respecto, están descuidadas las escuelas de naturaleza, las visitas escolares a los caseríos y los huertos urbanos en terrenos ajardinados de las localidades que los tengan, donde las siguientes generaciones tengan, al menos, la oportunidad de conocer y practicar de donde sale lo que comen y, si es caso, desarrollar la afición por las ciencias naturales y el respeto por las especies no humanas. Eso estaría mejor que regalarles un móvil por su sexto cumpleaños.

No quería terminar, este recorrido por los desastres que nos atenazan y las esperanzas que nos hacen seguir adelante, sin hacer una apelación a los valores espirituales. Cada uno que crea en lo que quiera, pero cada día tenemos menos compasión (ahí están los sin techo rogando). Sin un cambio interno en la mente de los dirigentes y en quienes les damos el poder, nada será posible y nos abocaremos a una distopía de lucha darwinista del penúltimo contra el último, de carpe diem desesperado, sin necesitar un memento mori porque será el pan de cada día en los múltiples conflictos más o menos lejanos, que harán proliferar las fronteras fortaleza en las que creernos a salvo con nuestros egoísmos nacionales. Pero este no es un desafío solitario sino colectivo que solo un cambio de mentalidad, tras ver las orejas al lobo, puede llevarnos al éxito como especie a la que se le ha encomendado el cuidado de una casa de alquiler planetaria. Ya, ya, la vivienda es un tema que no he tocado, pero que requiere una planificación (también municipal) para que no sea un artículo de lujo. Nadie quiere vivir ni en la Luna ni en Marte. ¡Cuidemos Amalurra!

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