Raúl Zibechi
Periodista

Brasil al borde del abismo

Hay que entender a Bolsonaro del mismo modo que a Trump. No es la causa sino el emergente de un país que perdió el rumbo

Los datos dan miedo. “Brasil bate récord y supera a EEUU en nuevas muertes por covid-19 por millón de habitantes”, tituló “Folha de Sao Paulo” el jueves 4. El mismo día, el diario económico Valor titulaba: “La covid-19 avanza e indica colapso generalizado en Brasil”. “O Globo” insistió en la misma dirección: “Riesgo de colapso en la salud”.

Se trata de grandes medios empresariales, ninguno de ellos se aproxima a la izquierda aunque, desde que se instaló Jair Bolsonaro en el Palacio de la Alvorada, están en la oposición. El mayor problema en el corto plazo es el desborde de las Unidades de Tratamiento Intensivo (UTI).

Dieciocho de los veintiséis estados tienen más del 80% de ocupación en las UTI, lo que suele ser considerado como índice de posible colapso sanitario.

En Porto Alegre, con 1,5 millones de habitantes, los hospitales superan el 100% de ocupación y en algunas ciudades de Rio Grande do Sul, la cifra alcanza al 115%, o sea hay pacientes en los pasillos esperando turno.

El diario “Zero Hora” publicó un informe el pasado 25 de febrero, donde denuncia que el 75% de los pacientes ingresados en tratamiento intensivo fallecieron. En abril de 2020 esa cifra no alcanzaba al 40%, pero fue creciendo gradualmente hasta llegarse a ese guarismo alucinante. Todo el Estado de Rio Grande do Sul, capital Porto Alegre, ha sido declarado hace siete días como «bandera negra», el grado más alto de peligrosidad, lo que llevó al Gobierno a declarar el cierre total de la actividad no esencial.

La secretaria de Salud y los científicos no saben realmente a qué se debe ese aumento de la mortalidad. Una de las razones es que los contagiados no acuden a los hospitales, o lo hacen cuando su salud ya está quebrantada, porque saben que las camas de tratamiento intensivo están desbordadas. Uno de los escenarios contemplados es que las nuevas líneas de covid-19, como P1 descubierta en Manaos o P2 en Rio de Janeiro, tengan mayor carga letal.

El 10 de diciembre Bolsonaro afirmó públicamente que Brasil vivía «el final de la pandemia», cuando el promedio de muertes semanales por covid-19 era de 642. Casi tres meses después, la cifra creció un 79%, alcanzando 1.150 muertos en promedio en la semana del 25 de febrero.

En tanto, la vacunación avanza a paso de tortuga, pese a que en Brasil se fabrican dos vacunas: Sinovac por el Instituto Butantan de Sao Paulo y AstraZeneca por la Fundación Oswaldo Cruz en Rio de Janeiro. Bolsonaro se burló de la vacuna china, porque el gobernador de Sao Paulo, su más inmediato competidor en las elecciones de 2022, la eligió para vacunar a la población de ese estado con más de cincuenta millones de habitantes.

Lo cierto es que casi dos meses después de iniciada la vacunación, Brasil consiguió inocular apenas siete millones de personas, poco más del 3% de una población de 210 millones.

Las cosas podrían haber sido diferentes. Un artículo de “The New York Times” sostiene que «en 1980, el país vacunó a 17,5 millones de niños contra la polio en un solo día». En 1973, se creó el Programa Nacional de Inmunizaciones, que «fue clave para la erradicación de la polio y la rubéola en Brasil y en la actualidad ofrece más de veinte vacunas gratuitas en todos sus municipios».

Sin embargo, ese medio constata un enorme fracaso en la vacunación contra la covid-19 que «equivale a un desastre en un país en el que la pandemia ha causado terribles daños –ciudades a lo largo del río Amazonas, como Manaos, han sido abandonadas a su suerte– y han muerto 250.000 personas, la segunda cifra más alta en el mundo después de Estados Unidos» (“The New York Times”, 2 de marzo de 2021).

Cuando Brasil tuvo una gestión impecable de la vacunación gobernaba la dictadura militar (1964-1985) que, pese a los horrores represivos, consolidó un proyecto nacional con un sistema de salud aceptable. ¿Qué sucedió para que se llegara a esta situación catastrófica?

Dos cuestiones decisivas. La primera se llama neoliberalismo, que se instaló en Brasil, como en toda la región, a comienzos de la década de 1990 y aún sigue provocando retrocesos en salud, educación, empleo y seguridad social.

Son décadas de privatizaciones, escasas inversiones en el sistema de salud, dominio de la acumulación por despojo (extractivismo) por encima de cualquier otra consideración que provoca enfermedades de nuevo tipo ante las cuales el Estado no adopta políticas de prevención.

Brasil vive una epidemia de obesidad por el abuso de comida chatarra y bebidas gasificadas, y un aumento exponencial de las enfermedades provocadas por los agrotóxicos en áreas rurales, siendo uno de los países donde la frontera agrícola se expande con mayor rapidez.

El segundo problema tiene nombre propio: Bolsonaro. Pero aquí hay que hacer un paréntesis. No se trata de la persona, solamente. El presidente ha hecho todo lo que pudo por menospreciar la pandemia, compró y distribuyó fármacos no probados, despreció las vacunas, se opuso al uso de mascarillas, al distanciamiento social y tuvo una política sanitaria errática, al punto que destituyó dos ministros de Salud (médicos ambos) porque lo contradijeron y nombró un general al frente de esa Secretaría.

Hay que entender a Bolsonaro del mismo modo que a Trump. No es la causa sino el emergente de un país que perdió el rumbo y naufraga a la deriva, sin proyecto de país en una sociedad fracturada, donde los militares se empeñan en defender a «su» presidente a cualquier precio.

Prueba de ello es que estos días se produjo un duro enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Poder Judicial. Cuando el Supremo Tribunal Federal pidió la prisión de un diputado bolsonarista que amenazó a la justicia y defendió la dictadura, el Club Militar emitió con un comunicado que se limita a criticar al Tribunal Supremo.

Es posible que de cara a las elecciones de 2022 los empresarios opten por un gobierno neoliberal tradicional que puede ser más estable, como el que representaría Joao Doria, gobernador de Sao Paulo, rompiendo su alianza con Bolsonaro. Los militares seguirán maniobrando para no perder el poder que les dio el actual gobierno.

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