Mikel Arizaleta

Camarada de lucha

«De una guerra así no se retira uno de cualquier manera, mucho menos cuando te queda la sensación de que los últimos fueron corriendo como si se luchara en retirada. Y se arrastra la idea de haber perdido, aunque en el pensamiento guardemos una hoja en blanco para escribir que acaso obtuvimos una victoria que no habíamos soñado».

Es un libro corto, de 94 páginas, escrito por Alfonso Etxegarai y prologado por Joseba Sarrionandia. Compré en la Feria del libro de Durango y lo llevé a Tailandia en la maleta. Era el 21 de diciembre, jueves, y tras almorzar en la mensa de la universidad de Thammasat (Bangkok), tan querida para nosotros, sentado al sol y mirando al gran río Chao Phraya, con la estatua del profesor Pridi Banomgong a mi espalda (1990-1983), leí de un tirón las 94 páginas de ese pequeño libro, “La guerra del 58”.

Y tras aquella primera lectura: «Treinta años de deportación en esta isla africana de Sao Tomé, donde me confinaron autoridades francesas, españolas, ecuatorianas, portuguesas y santotomenses. Fue un viaje largo y con algunas peripecias, claro, sin pasaporte ni billete de avión, aunque viajara con diversas compañías y atravesara fronteras y continente como si tuviera carta blanca por ser quien era... Al cabo del tiempo y tras varias escalas me depositaron en África, como una mercancía, bien acompañado por policías y militares acostumbrados a las prácticas de guerra».

Y recordando  a la poetisa alemana Hilde Domin, escribí en el block del viaje uno de sus versos:
«No te acostumbres/ no debes acostumbrarte/ una rosa es una rosa/ pero un hogar/  no es un hogar».

Y lo traje de regreso. Y lo leí de nuevo en Bilbao.

Y sí, Itzal, eres un camarada de lucha, y junto a esos otros nombres del destierro… formas una historia contagiosa que sonríe.

Dice Alfonso: «La guerra del 58 no ha sido como aquellas guerras del barrio contra los veraneantes… Cuando crecimos nos reímos de los arcos y las flechas, y algunos pensamos en otras cosas como la tiranía española. Ahí llegaron los muertos y las muertes de verdad, para siempre, con huellas… Allí llegaron las ideas revolucionarias de cambiar el mundo; de acabar con los tiranos y sus prácticas de guerra, tomando también las armas. Ahí nos hicimos gudaris, algunos para siempre y hasta la victoria. Entre pasos de ‘muga’, por la noche y bajo las estrellas, aprendimos a ser revolucionarios y leímos “Yo tuve un hermano” de Julio Cortázar, un hermano ‘que iba por los montes mientras yo dormía’, porque éramos vascos y al mismo tiempo de otros lugares remotos donde las peleas por la libertad de los pueblos sangraban… Quise ser palestino, saharaui, nicaragüense… apenas siendo vasco…».

El 6 de octubre de 1976, en el campus de la Universidad de Thammasat, tras el banco donde leo “La guerra del 58”, cuelga de un árbol un cadáver maltratado de un estudiante mientras un hombre se apresta a asestarle otro golpe con una silla plegable. La gente observa atentamente desde cerca, algunos sonriendo, como si viesen un macabro programa de televisión. Fotografía que inmortalizó los sucesos del 6 de octubre de 1976, en que soldados armados mataron a tiros a ciento y pico estudiantes en la Universidad Thammasat de Bangkok, y militantes derechistas capturaron y lincharon a quienes intentaban escaparse. El cineasta australiano David Tucker está haciendo un documental sobre la masacre. Ninguna de las personas que aparece en esa foto, ganadora de un premio Pulitzer en Estados Unidos, ha sido identificada en los 40 años que pasaron desde que el fotógrafo de la Associated Press Neal, Ulevich, logró esa toma. Cientos de estudiantes fueron puestos boca abajo en el campus universitario de Thammasat, en Bangkok, aquel 6 de octubre de 1976 y «es algo de lo que el Gobierno no quiere que se hable hoy», expresó Tucker, «pero creo que la reticencia se debe también a que se trata de un episodio que no encaja con la imagen que los tailandeses tienen hoy de sí mismos».

Anocha Suwichakornpong, cineasta tailandesa que hizo una película inspirada en los hechos del 6 de octubre, nota paralelos con la Tailandia moderna. Los militares derrocaron a un gobierno elegido en las urnas en mayo del 2014, tras meses de protestas a veces violentas, y da la impresión de que piensan mantenerse en el poder por varios años.

Tres años antes de la masacre del 76, estudiantes comenzaron protestas que hicieron huir del país a dictadores militares muy impopulares y despejaron el camino para una democracia parlamentaria. Eran tiempos tumultuosos, poco propicios para el florecimiento de la democracia en la región. En tres países vecinos –Vietnam, Laos y Camboya– los comunistas habían tomado el poder. Tailandia se había alineado con Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Para el establishment de Tailandia la democracia era algo caótico, que generaba divisiones y enfrentaba a peones de campo con terratenientes, a trabajadores con patronos. La retórica marxista de los estudiantes señalaba que había un enemigo interno.

En el otoño del 76 el conflicto escaló y en la medianoche del 5 de octubre entre 3.000 y 4.000 estudiantes fueron sitiados en la universidad. Elementos de ultraderecha comenzaron a reunirse en las afueras. La policía empezó a disparar con revólveres, fusiles, lanzadores de granadas e incluso armas antitanques. Había cadáveres colgando, irreconocibles, a los que les seguían pegando. Surgieron pilas de cadáveres. Algunos fueron quemados. Todo sucedió a plena vista de curiosos que observaban desde las afueras de la universidad. Ulevich tomó la foto del cadáver colgando, que fue una de 12 imágenes que le valieron el Pulitzer, poco después de salir de los terrenos universitarios. Temía que si se quedaba más tiempo, podrían confiscarle los rollos.

Cuenta Alfonso Etxegarai: «Anduve por calles donde había que esperar a la muerte… como si siempre estuviéramos volviendo hacia el tiempo del comando de "Siete hombres al amanecer". La vida, la muerte, la liberación… La mía, la de ellos; la de ellos, la mía… Y aquella mirada de unos ojos que languidecían, en un cuerpo que se desplomaba, se repetía en mi pupila; o la de las tripas que, revueltas, salían del cuerpo por el agujero de la explosión y no se podían introducir en su propio vientre, ni aunque fuera el cuerpo de un camarada. No había disculpa ni perdón posible: no se perdonan las muertes, ni se las olvida, se las da sepultura digna y se recuerdan las cosas…».

«De una guerra así no se retira uno de cualquier manera, mucho menos cuando te queda la sensación de que los últimos fueron corriendo como si se luchara en retirada. Y se arrastra la idea de haber perdido, aunque en el pensamiento guardemos una hoja en blanco para escribir que acaso obtuvimos una victoria que no habíamos soñado».

Son vivencias que muy bien pudieron salir de la pluma del Che Guevara o de tantos revolucionarios comprometidos en la historia con la liberación de los pueblos y las gentes, que corretean por el mundo y la vida movidos por ideales tan tiernos y tan humanos que nos hace daño su entrega y generosidad, porque «en los cementerios, en las cunetas, en los sitios más escondidos, todos tenemos nuestros muertos de guerra».

Y es que los revolucionarios son aquellos que aunque mueran en la lucha o la justicia les condene mantienen en pie la dignidad humana.

“La guerra del 58”, un libro breve pero que hace sudar.

Bilatu