Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Carta a Camille Senon

Rechazo terminantemente el exterminio de los débiles, la ciencia vendida a los mercados, el orden fundido con fuego, la sumisión a los dioses puramente olímpicos... En una palabra, me niego a prescindir de mi alma neandertal que pintaba caballos hermosos. Creo en el progreso del que tiraron desde el principio esos caballos. Creo, y salga el sol por Antequera, que hay un ADN espiritual que es el que aún sostiene, pese a todo, la existencia humana frente a los amos de los mercados

Mí querida Sra.: Sus ojos, muy abiertos y luminosos, revelan la inmensa fuerza interior que se debe poseer para generar una indestructible moral capaz de sostener una vida y una lucha como las suyas en pro de la justicia social. A sus 91 años y con setenta de militancia en la Confederación General de Trabajadores francesa ha devuelto al Sr. Valls, jefe del gobierno «socialista» de París, una condecoración (la Medalla al Mérito) con la que pretendían comprarle el alma en favor de los nuevos recortes laborales.

Ante todo, no hay en ese correo nada del siniestro extremismo que la derecha ya fascista trata de ver en lenguajes equilibrados como el de esa carta de la Sra. Senon. Ni un solo insulto, repito, hay contra el «socialista» Valls, pese a estar llevando a Francia por la vía dolorosa de la socialdemocracia empobrecida que crearon gente como el alemán Friedrich Hebert o el marxista austro-húngaro Otto Bauer que trataron de destruir ya en su día el espíritu de resistencia de los trabajadores acomodándolos en ciertas sedas del Sistema o con empleo de una brutal fuerza armada que asesinó a docenas de dirigentes revolucionarios espartaquistas.

No hay insulto, no, en la carta de la Sra. Senon sino una elegante convicción de que al Sistema capitalista, que ha devenido en la cruel y permanente dictadura ideológica y factual del neocapitalismo, no puede enfrentársele de perfil sino de frente y con el alma erguida y clara. Y así escribe la gran sindicalista francesa al Sr. Valls: «Me es imposible aceptar esa distinción porque soy totalmente solidaria con las luchas de los asalariados contra la ley que usted acaba de imponer por decreto. Sería como renegar de toda mi vida como militante por una mayor justicia, solidaridad y paz».

Gracias por su benéfica existencia, Sra. Senon, mi nueva guía y superior compañera en la lucha por reclamar la recuperación de la herencia de la tierra que amasaron con sus manos aquellos primeros e incontaminados seres que seguían afanosamente el mandato que misteriosamente fue grabado en sus almas: cazar lo justo para comer y pintar hermosos caballos en la seguridad de su cueva. Caballos donde se desvela, si se sabe leer, el decidido propósito de la evolución creadora.

Usted no ha querido jugar con las retóricas baratas y escarnecedoras de aquellos que sobre un trucado tablero de ajedrez mueven cínicamente las piezas que al final siempre protegen al poder con el sacrificio de los perpetuos peones. Quizá su emocionante y simplicísima frase haya surgido, repleta de bautismo proletario –acudo a una significación que han arrumbado los cínicos postmodernos que creen sólo en los ordenadores donde pronuncian su fiat lux los dioses menores–, del inmenso dolor que hubo de sufrir cuando la 2ª división de las SS llegó a Oradour y fusiló a toda su familia tras introducir al resto de los vecinos en una iglesia convertida en horno. Si tenemos en cuenta ese trágico suceso aún me admira más que usted haya dicho al Sr. Valls, al devolverle la medalla con que en realidad quería ascenderse a si mismo, simplemente este pequeño puñado de nobles palabras: «Era evidente que tenía que rechazar esa condecoración» que, añadamos por nuestra cuenta, creó otro egomaníaco como el general De Gaulle con el paupérrimo pretexto de salvar la unidad nacional, lo que suponía ya encarrilar icónicamente por la vía única de la dictadura una histórica democracia francesa que mamó en la nutricia teta de la Ilustración vasta y arbolada, y hoy ya clausurada.

Me gustaría que en estas próximas elecciones españolas alguien fuese autor de una de esas frases que revelan la altura verdadera de la libertad cierta y noble y  exigen el final de la necesidad inadmisible. Una frase sencilla que pusiera en marcha nuestra confianza y nos hiciera partícipes de la verdad sin veladuras. Por ejemplo, las palabras de esta admonición popular por parte del magnífico Alberto Garzón: «Es menester que lo que se habla sobre el progreso al parecer conseguido se palpe en la hora actual del reloj». Se palpe; de palpar. De meter los dedos en la llaga. La gramática correcta es una gran fuente de progreso: ¡palpar!, ahí es nada. Un palpar de ambición casi teológica que disuelve los futuros nebulosos tan fáciles de diseñar en la lejanía, además ya volátil en nuestra hora, que nos conduce a conjurar la superchería con la apremiante reclamación del Padre Nuestro:  «Venga a nosotros tu reino (la justicia), danos el pan de cada día (el digno trabajo) y protégenos del mal (la frecuente violencia de las leyes)». Lo que no sea eso contiene una pena de muerte ejecutada con el revestimiento solemne del verdugo.

El temporal que nos azota y aún mata no se resuelve con los besos que se dan a los niños aprendices de esclavitud en los brazos de sus padres torpes. El temporal se corre, como dicen los marinos, amarinando correctamente la nave, manejando con prudencia pero con decisión el trapo hasta asegurar el tormentín en el mástil, orzando con él si es menester  y, en el caso de génova, como señalan los expertos, andar con ojo a la gran vela triangular para que no se solape incorrectamente con la mayor.

Yo creo que todo esto lo sabe perfectamente Garzón, contramaestre imprescindible en la unión con Podemos, a quien toca despertar a la democracia verdadera que dormitaba bajo la cama de una izquierda que ciega de cumbre se dedicaba a trabajar casi exclusivamente su propio campo arqueológico. La real situación política y social es ésta, sobre todo en la España del garbanzal al pie de la parroquia (Conste que yo soy hombre del buen cocido franciscano, porque nada acerca tan honradamente a Dios, según sospecho, como el gozo común y fraterno de una olla con su chorizo, su morcilla, su carne magra y su tocino aterciopelado consumido en la paz de una bendición que aún no han aprendido a impartir los ordenadores) Pero se ha de insistir enérgicamente en estas cosas de la mar movida para que nadie ignore, cuando toca navegar en esas aguas, que aquello que lleva el barco común a puerto es la voluntad sin brecha alguna de la tripulación con manos curtidas por la dura estacha de manejo cotidiano. Lo demás es enredo de los mercados.

Con todo esto que he escrito en una mañana con sol ¿niego acaso el trompeteado  progreso? No se diga tal. Soy profundamente progresista, pero progresista de mi progreso humano y del de mis hermanos que descansan de su paro en la alfombra claveteada de la tortura y el hambre. Lo que no haré jamás es confundir el progreso moral y material del hombre con el progreso de los monstruos que tienen un alma de cables.

Rechazo terminantemente –aunque sea con el empleo de violencia extremista, como suele bautizar la liberación del lenguaje el Sr. Rajoy– el exterminio de los débiles, la ciencia vendida a los mercados, el orden fundido con fuego, la sumisión a dioses puramente olímpicos… En  una palabra, me niego a prescindir de mi alma neandertal que pintaba caballos hermosos. Creo en el progreso del que tiraron desde el principio esos caballos. Creo firmemente, y salga el sol por Antequera, que hay un ADN espiritual que es el que aún sostiene, pese a todo, la existencia humana frente a los amos de los mercados.

Yo voto con ese ADN.

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