Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Catalunya y el Estado

De la llamada «movida» catalana, ofendida en todos los aspectos por leyes sin sentido, jueces agresivos, políticos ridículamente imperialistas, yo quiero admirar públicamente a esos alcaldes catalanes que ejercen realmente el poder que recogen cada día a las puertas de sus vecinos…

Hay algo muy preocupante sobre la cuestión catalana: la incapacidad intelectual, que alcanza a todo Occidente, para abordar ese problema como algo mucho más profundo que un simple y clásico separatismo circunstancial. Los acontecimientos de Catalunya tienen un alcance trascendental. Nos sitúan ante la muerte del Estado contemporáneo que sucedió a su vez al largo periodo del absolutismo y que tuvo su brillante expresión liberadora en la Revolución Francesa, que abrió la puerta a un capitalismo en el que se acomodaron las clases medias creadas por la Ilustración y que ahora han agotado su ámbito de vida.

Como dice el profesor Niño Becerra estamos ahora iniciando el tránsito hacia una civilización radicalmente distinta a la aún dominante, que creó para su protección un Estado de las «libertades» como culminación absoluta de la «modernidad democrática». Ese Estado es el que ahora está en plena putrefacción y arrastra a su final a la sociedad subyacente. En suma, el capitalismo, autor de esa estatalidad, vive su última etapa –la especulativa– entre convulsiones muy difíciles de entender porque no se trata de una simple revolución dentro del sistema para depurar un momento social injusto o un mal reparto de papeles. El periodo histórico que constituye la llamada modernidad ha conocido cientos de tales revoluciones sin que el Estado sometido a esas conmociones haya perdido su perfil estructural. Simplemente ha pasado, en diversos casos, de ser un estado capitalista a ser un estado fascista o un estado comunista, pero con idéntica mecánica de poder administrado por minorías que aspiraban a un cambio de objetivos materiales, pero sin alterar la estructura de legalidad como estado al que no cabía oponerse sin incurrir en delito. Son revoluciones que podríamos clasificar como cambio del modelo de «contabilidad».

Ahora estamos ante otro momento radicalmente distinto; un cambio de civilización con una moral absolutamente diferente. No se trata de reformar la economía del hombre sino de cambiar radicalmente su moral. O lo que es lo mismo, de recuperar al hombre. Ahí es donde naufraga la averiada nave del Estado de las leyes absolutas como vehículo de una existencia que ya no tiene futuro alguno. En los movimientos populares de Catalunya, por ejemplo, no se habla de diseñar una economía distinta –al menos de forma sobresaliente– sino de restaurar el sentido catalán de la existencia. El esfuerzo por lograr la independencia en Catalunya tiene un fondo moral que los catalanes han conservado quizá por su lejanía del Estado español. Catalunya ha vivido una existencia caracterizada por un mediterranismo alimentado por dos factores que han ido regenerándose en si mismos: una cultura repleta de espiritualidad o fondo religioso y un anarquismo filosófico profundamente respetuoso con el ser humano y paradójicamente vecinal y constructivo. La frontera con Aragón y la que mantuvo en la Provenza contra la barbarie franca del norte, fronteras que siempre protegieron a Catalunya de la tentación imperialista de Francia o España, la han mantenido en una singularidad cultural y política que le ha permitido conservar un corazón de dimensiones universales movido por un alma ajena a grandezas disolventes. Es lo que expresa la sardana de "La Santa Espina": «Son i serem gent catalana/ tan si es vol com si no es vol». Hay que añadir a esta canción la siguiente orden del gobernador civil de Barcelona general Losada, que el 5 de setiembre de 1924 publicó la siguiente circular: «Habiendo llegado a este Gobierno Civil la sardana ‘La Santa Espina’, un himno de odiosas ideas y criminales aspiraciones he acordado prohibir que se toque y cante la mencionada sardana en la vía pública, salas de espectáculos y sociedades y en las romerías o reuniones campesinas, previniendo a los infractores de esta orden que procederé a su castigo con todo rigor». El conflicto de siempre entre la libertad y la opresión.

Hablar de Catalunya como semilla de una libertad enérgicamente individual apoyada en los contrafuertes de un colectivismo germinal quizá parezca un exceso partidario por mi parte. Pero la historia nos demuestra una y otra vez que la colosal aventura de una nueva forma de existencia no parte de los grandes ámbitos geográficos o políticos sino de los recogidos rincones autoprotegidos por unos valores que se cultivan en haciendas pequeñas donde se sueñan durante siglos los horizontes generosos. Las naciones se fortalecen ahí; se conservan ahí ¿Y qué es el ser humano sin la savia nacional, donde se cultivan los valores de la proximidad, empezando por el valor de la lengua que explica el propio paisaje o el valor de lo vecinal que sueña? Dejemos ya de reducir la vida a una aritmética de grandes y mentirosos cálculos para retornar al conocimiento de los números familiares. Pensaba en ello al meditar una y otra vez la grandeza moral de la proximidad que ni oculta el pecado ni promueve la blasfemia. El Mediterráneo es la cuna de las pequeñas y admirables invenciones, desde la filosofía ahora destrozada, hasta el arte en cuyo seno sólo cabe el alma del que mira. Y Catalunya tiene un espléndido pasado mediterráneo y un futuro espléndidamente mediterráneo.

De la llamada «movida» catalana, ofendida en todos los aspectos por leyes sin sentido, jueces agresivos, políticos ridículamente imperialistas, yo quiero admirar públicamente a esos alcaldes catalanes que ejercen realmente el poder que recogen cada día a las puertas de sus vecinos para transformarlo después en mercancías de diversa índole, en pensamiento, en amistad, en debates que abren las puertas a otros debates…Admiro a esos alcaldes que, cuando es necesario, plantan cara a sus mismas instituciones nacionales seguramente porque saben que ellos son las verdaderas instituciones. Si los catalanes consiguen su república saben que de inmediato surgirán docenas y docenas de repúblicas que se esparcirán por toda Catalunya, por sus municipios, por sus fiestas, por sus iglesias… Y la libertad del hombre nuevo va por ahí. Se trata de ser cada uno en todos. Para tener patria hay que suprimir las fronteras, para tener leyes hay que eliminar las constituciones, para ejercer libertad hay que poder usar la del otro, para ser cortés hay que apresurarse a ofrecer una silla al que llega, si puede ser, de paisano. Aún recuerdo a una señora que al penetrar en su casa me dijo con presteza y una sonrisa: «Agafi una cadira per seus culs». Así se hace un país. Ofreciendo una silla honrada para empezar a hablar.

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