Iñaki Egaña
Historiador

Celes

Nos has dejado Celes, sin haber recuperado a tu José Miguel. Hace mucho que también era nuestro José Miguel. Ahora, cuando la hojarasca ha cubierto el bosque donde está enterrado tu hijo, cuando los robles se encogen para afrontar los fríos, tú también Celes vuelas con nosotras.

Jamás entenderemos los que no somos mujeres el sufrimiento de las madres por sus hijas e hijos. Jamás sabremos de sus zozobras, por más que hagamos esfuerzos por empatizar, por más que profundicemos en tratados de maternidad, de relaciones materno-filiales. Jamás lo logramos en el pasado y nunca lo alcanzaremos, a pesar de esos adelantos por desbrozar las emociones que nos alargan los expertos.

Cuando esas madres se convierten en madres de presos, de exiliados, el desasosiego se hace enorme. Y cuando esas mismas madres tienen que soportar el desaliento por un hijo o una hija desaparecida, el naufragio se hace infinito como si, en nuestra tierra abrasada por mil y una circunstancias, los fondos abisales cubrieran de repente el aire que nos dio la composición química de nuestro planeta para respirar y vivir en este rincón empañado por las lágrimas del Cantábrico y afilado por la ventisca pirenaica.

Se nos ha ido Celes. Celes Álvarez, la madre de José Miguel Etxeberria, Naparra, a quien llevaba buscando desde su desaparición aquella maldita primavera de 1980, cuando unos mercenarios le secuestraron y seguramente ejecutaron. Una búsqueda obsesiva que le consumió cada minuto de su existencia, tal y como a su padre Patxi, ya fallecido. Y es que José Miguel tenía apenas 22 años.

La reapertura del caso de su hijo alargó la vida de Celes. El fracaso de la primera excavación le sumió en una conmoción. A la espera de esa segunda intentona, su ilusión no cejaba. La burocracia, las comisiones rogatorias, los ecos de tantos años con la expectación de un sonido diferente del aparato del teléfono se han diluido para siempre. La llamada no ha llegado a tiempo.

Hace unos días, en el mismo lugar donde se anunció la apertura de nuevas diligencias que llevarían a la excavación de abril de 2017, entre Brocas y Labrit, para buscar los restos de José Miguel, se presentaba una recopilación de testimonios de familiares de presos y exiliados. El título, antes de leer la antología en forma de libro, desentrañaba las letras y las páginas: “Amaren etxea”. El recopilador, Jokin Urain, nos trajo citas de Iparragirre, Uztapide, incluso aquel bardo de origen vasco que llevaba el sobrenombre de Atahualpa Yupanqui, de madre cercana: «vengo de Regino Haran, de Gipuzkoa, que se plantó en medio de la pampa y levantó un rancho”.

Centenares, miles de madres como Celes, engendraron un hijo, una hija, con la que forjaron ilusiones para el futuro. Con el nuevo ser que vio la vida, cargado de inocencia. No me atrevo siquiera a golpear mi teclado para expresar esas emociones y expando aquello que mujeres, madres mejor sin duda que mi lejanía, expresaron: «trasnochaste con su llanto y sufriste con su dolor, sonreíste al ver su primer paso y lloraste de alegría cuando por primera vez, madre él te llamó». Ama.

Aquella madre a quien cantaban Miren Amuriza y Maddalen Arzallus: «Ez dut gogoan lehen muxua, lendabiziko bularra ez dut gogoan bizirauteko bertatik edan beharra. Esaiozue orain artean lotsaz gordetako dana eskerrik asko guztiagatik asko maite zaitut ama». Aquella madre que fue como otras miles, Celes. Y que hoy, el propio José Miguel le hubiera cantado orgulloso.

He conocido, y sigo escribiendo estas letras con humildad, la tremenda humildad de no ser mujer, madres que guardaron la habitación de su hija o de su hijo en prisión durante décadas, a la espera de que las puertas de las mazmorras se abrieran. He sabido y las he acompañado, a madres nonagenarias, que buscaban los restos desaparecidos de sus hijos y sus hijas en cunetas abrasadas por el asfalto, en bosques cosidos por la maleza, sin descanso, a pesar de esa noticia falaz de que había que pasar página.

Alcancé a circular en la Plaza de Mayo, al otro lado del Atlántico, con madres, con abuelas, que, con su dignidad en mayúsculas a cuestas, rechazaron prebendas para exigir que vivos nos los secuestraron, vivos los queremos. Y me arropé en las filas de las madres con la fotografía de sus hijas e hijos, prohibida por jueces desalmados, que todos los viernes recorrían las calles de su tierra, en Bilbao, en Tafalla, en Donostia, en Tolosa, en Agurain, en Etxarri, en Baiona. En ocasiones bajo los halos de unos rayos solares implacables. En otras bajo un paraguas saturado por la tormenta. Siempre con la esperanza de que aquella marcha sería una de las últimas. Y así pasaron años, décadas. Sin aflojar el ánimo.
Conocí a madres que concurrieron en viajes interminables, horas, noches, vientos, mareas, hielo, para recobrar a través de un cristal insonorizado, la voz de su hija, de su hijo. Diez minutos en el peor de los casos. Casi una hora en el mejor.

Conocí madres que llegaron hasta la entrada del Vaticano, acongojadas por la visión terrible de sus hijas e hijos, para denunciar picanas, electrodos. Y volvieron en viajes nuevamente interminables sin haber recibido consuelo alguno, una estampita a lo más.

Conocí madres que hicieron guardia en la puerta de los cuarteles, de comisarías, con un hatillo de ropa por si habría suerte. Tratadas con desdén, vejadas, como aquella de Mikel Zabalza a la que dijeron que buscara a su hijo en la sección de objetos perdidos. No flojearon ni un minuto, recorrieron cuartel por cuartel, prisión por prisión, hasta simplemente conocer lo que la lógica debiera marcar: el destino de su hija.

Lo dejé anotado de aquel escritor argentino que nos removió la conciencia, en la época que José Miguel debatía sobre el futuro, entre los mismos cronopios que se esparcen entre la humanidad: «Crecí, mamá. Y sí, a veces la imagen que tenías de mí me acusa, pero sonrío porque estás, porque entiendo que crecemos y cambiamos. Las ideas, las creencias, los sueños, los amores, estos van y vienen, pero vos siempre estás, sea cuánto sea el tiempo que pase y cuánto yo cambie».

Supe de cartas enviadas por un circuito endemoniado, que llegaron a demorarse meses eternos en alcanzar su destino. En las que se anunciaba una muerte, una enfermedad, un contratiempo. También el fallecimiento de un compañero, de una compañera. Historias de clandestinidad que aseguraban que el infierno dantesco se reproduce en muchos de los escenarios que en los que nos atrapa la vida. Crónicas que ahondaron la angustia de esas madres que las recibían.

La desaparición de un hijo, de una hija, en circunstancias como las que sufrió Celes, es la mayor de las tragedias a las que está sometido un ser humano. Multiplicada geométricamente cuando una es madre. El dolor por una desaparición forzosa nunca termina, nos recuerdan habitualmente quienes transitan en el medio del consuelo a las víctimas de dictaduras, también de democracias de baja estopa.

Hilos de letras, hilos de melodías. Las cantaba apenas con una guitarra que hacía temblar entre sus manos Silvio Rodríguez: «Me han estremecido un montón de mujeres, mujeres de fuego mujeres de nieve». Para concluir su verso alargado con esa deuda que se escapaba entre sus dedos: «Me estremecieron mujeres que la historia anotó entre laureles y otras desconocidas gigantes que no hay libro que las aguante».

Nos has dejado Celes, sin haber recuperado a tu José Miguel. Hace mucho que también era nuestro José Miguel. Ahora, cuando la hojarasca ha cubierto el bosque donde está enterrado tu hijo, cuando los robles se encogen para afrontar los fríos, tú también Celes vuelas con nosotras. En ese viaje eterno que nos hace madres a quienes no tuvimos la fortuna de serlo. Porque todas y todos nos hemos trasformado. Al abrigo de vuestra memoria, a la sombra de vuestro recuerdo.

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