Víctor Moreno
Profesor

Con los constitucionalistas hemos topado

Ciudadano Savater, en 1978, defendió la abstención en el referéndum constitucional, «por no encontrar grandes diferencias entre el régimen franquista y el régimen constitucional». ¡Qué buena vista! Aznar, en 1979, en el periódico "La Nueva Rioja", describía la organización territorial como «una charlotada intolerable», una inmensa ofensa al gran Charlot, desde luego.

Es sabido que en las campañas electorales los líderes de los partidos sueltan a traque barraque continuas ocurrencias, como si un país se gobernara con la primera tontada que te venga al cerebelo. Así, el líder de Ciudadanos ha dicho que, caso de ser coronado presidente del Gobierno, impondrá la Constitución como asignatura en el sistema educativo. Más que ocurrente hay que ser imbécil para soltar semejante chuscada.

¿Qué decir? Hace mucho tiempo, cuando Freinet y Rodari formaban parte de nuestro entorno pedagógico, introduje en el aula el estudio de los derechos y deberes que contempla la Constitución. Utilicé la prensa local que se publicaba entonces. En el aula entraron periódicos como "Egin", "Deia", "El Correo Español", "La Gaceta del Norte" y aquella prensa que el alumnado traía de sus casas, "El País" y "ABC" mayormente.

La actividad se hacía en grupos y consistía en tomar un artículo constitucional y, una vez analizado y comprendido su contenido, se buscaba en la prensa noticias que confirmaran que dicha declaración no era palabrería. Aquel alumnado no necesitó explicaciones para comprobar la distancia entre el artículo y la realidad, mostrándose que el derecho a una vivienda digna no se cumplía en ninguna comunidad autónoma. El artículo de marras dice: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación» (artículo 47).

Cuando la actividad se centró en el artículo 19 –«Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión»–, la prensa era contundente. Cientos de personas entraban en dependencias judiciales y policiales por decir en voz alta lo que pensaban. Y el Dictador ya no seguía ahí.

Si el profesorado actual hiciera idéntico ejercicio, tomando el artículo 16.3 de la Constitución y lo escaneara con noticias donde alcaldes, concejales, ministros, diputados, militares y el rey, consorte y herederas, incumplen dicho principio en sus actuaciones públicas, se hartaría de recopilar estas conculcaciones. Lo mismo sucedería con las instituciones públicas del Estado, escuelas, institutos, ambulatorios, hospitales, cementerios y universidades, en cuyas dependencias se realizan actos religiosos negando su naturaleza aconfesional.

Es evidente que, quienes defienden introducir la Constitución como asignatura en el sistema educativo, no lo pretenden como ejercicio crítico y creativo de su articulado. Su objetivo es similar al de los franquistas y aquella asignatura denominada Formación del Espíritu Nacional (FEN). Buscan su utilización ideológica, es decir, la consolidación de un determinado Estado de Derecho español, obsesionado por homogeneizar y uniformar la ciudadanía pese a quien pese, pues, Ciudadanos y PP solo salvarían de la Constitución el artículo 155 y el artículo 8, ese que dice que «las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». Que sea el Ejército quien garantice la soberanía de un país y no lo sea la ciudadanía, habla bien de un determinado Estado de Derecho, pero fatal de la democracia. Y, si se acepta que Estado de Derecho y Democracia son vasos comunicantes del sistema, dejan de serlo cuando a uno de esos vasos no le llega ni una gota de agua.

En la Constitución existen artículos que son vinculantes, de obligado cumplimiento para los poderes públicos, y otros que no lo son, es decir, no obligan al Estado a garantizarlos. Son reducidos a principios rectores de la política social y económica del Estado, según lo establezca el poder legislativo, supervisado siempre por el poder judicial, lo que es mal augurio, pues es bien sabido cómo las gasta este poder sometido al ejecutivo de turno.

Curiosamente, la aplicación de neutralidad aconfesional (16.3) es vinculante para todos los poderes públicos, pero da lo mismo. Hacen de él lo que les viene en gana. En cuanto a aquellos artículos que, paradójicamente, no son vinculantes, como el derecho al empleo (art. 40), la protección de la salud (art. 43), vivienda digna (art. 47), aún les hacen menos caso.

A este «frente constitucionalista» les interesa una Constitución que fustigue y castigue el nacionalismo y el independentismo. Lo demás les importa una higa. Y tiene puñetera gracia que, tanto PP como Ciudadanos, se hayan visto apuntalados en sus pretensiones por sujetos que, más que constitucionalistas, son forajidos de la democracia.

Ciudadano Savater, en 1978, defendió la abstención en el referéndum constitucional, «por no encontrar grandes diferencias entre el régimen franquista y el régimen constitucional». ¡Qué buena vista! Aznar, en 1979, en el periódico "La Nueva Rioja", describía la organización territorial como «una charlotada intolerable», una inmensa ofensa al gran Charlot, desde luego. Incomprensiblemente, mientras gobernó no modificó ningún artículo, ni siquiera el desnortado garabato ese de las autonomías.

Una constitución que permite ser ordeñada para dividir la sociedad en buenos y malos ciudadanos, no puede ser una buena Constitución. No es cuestión solo de utilizarla judicialmente contra los otros, sino, más importante, modificar parte de su articulado radicalmente. Y, en fin, si los de Vox son constitucionalistas, según Sánchez Dragó, es que un desorden mental generalizado nos está aguando la fiesta de la sensatez.

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