Iñaki Egaña
Historiador

Conspiración

Estamos inmersos en un lodo permanente de teorías que agrandan la idea de un complot, particular o mundial, que pone en entredicho el estado natural de las cosas. Desde que tengo uso de razón he recibido, desde la diestra y también la siniestra, mensajes apocalípticos en los que se ponía el énfasis en maquinaciones ocultas que iban a dar al traste tanto con la unidad de España como con la revolución que preparábamos.

Hoy puede parecer irrisorio, pero en aquella época, me refiero a los estertores del franquismo, el actual rey emérito junto al dictador salieron al balcón de la plaza madrileña de Oriente para lanzar aquella máxima que retumbó en nuestros oídos de forma barroca: «Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social». Se referían a las protestas internacionales tras las ejecuciones de Txiki Paredes, Ángel Otaegi y los tres militantes del FRAP.

No quiero con este ejemplo quitar fuerza a la existencia de complots para determinar nuestro futuro. Que los hay. Pero la realidad es bien sencilla. Mandan los que mandan, el sistema económico, social y nacional es el que es. Y para ello no necesitan agazaparse en sótanos de acceso restringido o en clubs elitistas que se reúnen de vez en cuando en una isla desconocida. Son dueños del destino de la humanidad, del planeta. Y ejecutan su propiedad a cara descubierta, animando a los medios a hacer gala de su prepotencia.

El conspiracionismo ha sido una constante en estas últimas décadas. Dicen los entendidos que un historiador yankee, Richard Hofstader, lo puso en boga para explicar las disparatadas persecuciones a la disidencia del senador McCarthy, la caza de brujas que se desarrolló en EEUU entre 1950 y 1956. Michel Collon se ha hecho eco recientemente de estas reflexiones para dar una explicación actualizada del concepto.

El periodista belga se refiere a la «gran conspiración», que sería tramada por «fuerzas maléficas y casi sobrenaturales», con especial influencia en todas las áreas de la vida cotidiana, en especial en el Estado. Así, volviendo a Hofstader, el espíritu conspiracionista («paranoico» según sus palabras) serviría para explicar muchos de los acontecimientos políticos. Y según interpreto en los escritos de ambos, estas teorías conspirativas están alimentadas generalmente por los reductos más extremos de la derecha. Fuera de estas líneas quedarían, esto ya es cosecha propia, las marcianadas sobre la inmortalidad de Elvis Presley, la llegada del hombre a la Luna, o la conversión de un feto humano en extraterrestre llegado de Sirius.

Creo que las primeras apreciaciones tienen su lado acertado, pero no concitan mi acuerdo hasta el fondo. La teoría de la conspiración sirvió para justificar la invasión de Irak, con aquello de las armas de destrucción masiva, en una obra de teatro dirigida por el Trío de las Azores, Aznar, Blair y Bush. La conspiración fue alimentada por Mayor Oreja cuando intentó llegar al Gobierno de Gasteiz, engrandeciendo a un entonces novel Ibarretxe. La conspiración fue la clave del discurso de Aznar, cuando en 2004 ETA anunció una tregua únicamente para Catalunya. El presidente español vio entonces un entente oculto, secreto y endemoniado, entre el PSOE, CiU y ERC para separar al Principat de España, con el apoyo, obviamente, de ETA.

En la cercanía, y en la línea que exponen Hofstader y Collon, hemos tenido decenas de ejemplos de línea fantástica. La muerte de Carrero Blanco, según los conspiracionistas, fue un arreglo entre ETA y el Departamento de Estado norteamericano. El mismo departamento que en la época de su titular Alexander Haig (¿lo recuerdan cuando señaló que no opinaba del golpe de estado del 23F de 1981 por ser un asunto interno de España?), decía, a través de Claire Sterling, que todas las organizaciones subversivas del planeta estaban alimentadas por Moscú, en especial ETA por el KGB, los servicios secretos soviéticos.

Estos supuestos complots, efectivamente, sirvieron para provocar invasiones, caso de Irak, razias masivas, criminalizaciones, ilegalizaciones, guerra sucia, asesinatos. El KAS-ETA de Garzón se convirtió en un «todo es ETA», que por cierto llega hasta nuestros días, con el plus de Aznar «o con ETA o conmigo». La idea de un complot organizado por un grupo de «fanáticos separatistas» que llegan a controlar todo el entramado de la vida política y social de Euskal Herria. En fin, no merece la pena extenderse en este apartado. Lo conocen de sobra.

Quiero, en cambio, incidir en otros aspectos desechados habitualmente. El primero el de la línea cronológica. Las teorías conspirativas no nacen con el McCarthismo. Son tan antiguas como la vida misma. El Muy Católico monarca aragonés inventó un complot de alianzas y una bula papal para justificar la invasión y posterior conquista del Reino de Navarra. Entre aquella y la última del “Complot Bateragune”, centenares.

El segundo relacionado con esa supuesta fuente única de la derecha y su ala más radical como única susceptible de generar teorías conspiracionistas. Desde la izquierda también. Sé que las citas pueden concitar enfados, críticas, pero veo demasiada autocomplacencia y justificación de conspiracionismo en muchas actuaciones que deberían ser acotadas simplemente como errores propios. En unos y en otros. En la cercanía y en la lejanía. Y para no encender espíritus cercanos, me referiré únicamente a lejanos, esos aparentes resultados frustrantes de la colación Unidos-Podemos en las últimas elecciones estatales que fueron justificados por algún sector interno como una gran conspiración contra su grupo, un pucherazo. La denuncia, que tuvo un gran eco, partió de un supuesto fraude en Sariego (Asturias) que fue extrapolado al conjunto del Estado. La gran conspiración. Y lo dejo ahí.

La tercera y última de las reflexiones tiene que ver con el área humana de influencia. Nadie está a salvo, a pesar del escepticismo. Y voy a poner un ejemplo, en primera persona, en esa línea de no airear susceptibilidades. Como es sabido, William Douglas fue mediador entre el Centro Henry Dunant y ETA, entre 2003 y 2004. Cuando saltó la noticia, pronto me vino la idea de un complot en el que, de nuevo, los servicios secretos de Washington estaban detrás de la designación y del seguimiento de los encuentros. Tenía su lógica. Douglas había trabajado en Basques Studies de la Universidad de Nevada con Jon Bilbao Azkarreta, un vasco que, al margen de su impresionante labor bibliográfica, ejerció labores de espionaje a favor de EEUU. Cuando Bilbao murió en 1994, Douglas escribió el obituario. Ambos habían firmado conjuntamente unos cuantos libros.

Hace poco más de un año, Jonathan Powell publicaba un libro titulado “Talking to terrorists. How to end armed conflicts”. Recordarán a Powell. Jefe del gabinete del primer ministro británico Tony Blair y uno de los actores principales de la Declaración de Aiete en 2011. Pues bien, entre decenas de confidencias, Powell señala que cuando Martin Griffits, del Henry Dunant Centre, recibió el encargo de buscar «expertos en ETA», no supo cómo empezar. No era versado en tema vasco. Así que se fue a Google, en Internet, en inglés obviamente, y le apareció el nombre de William Douglas, director entonces de Center of Basque Studies, en Reno (Nevada). Mi teoría de la conspiración se desmoronó. Fue algo tan sencillo como entrar en un buscador y hacer click en el primer nombre que apareció. Y luego, por supuesto, convencerlo.

Esta historia, que tendrá obviamente sus recovecos, que puede ser cierta o no, como la previa, sirve para alentar la idea que recogía unos párrafos atrás. Nadie estamos a salvo. Por lo general, las cosas suceden de manera sencilla, comprensible. La explicación más simple, por lo general, es siempre la más acertada. Lo decía ya Txillardegi en un pequeño manual que se le atribuye, publicado en 1960 con el anagrama de ETA. «Hay que huir de conspiracionistas y charlatanes».

Bilatu