Josu Perea Letona

Coronavirus y globalización

Desde las últimas décadas del pasado siglo hasta nuestros días se han sucedido a una velocidad de vértigo un acontecimiento crítico, una quiebra brutal tras otra, secuencias cuya lógica debemos intentar comprender para enfrentar con éxito la salida de las crisis, víricas, bacteriológicas, medioambientales y financieras.

Mucho se está hablando del coronavirus, de sus variables clínicas y sociales, de su tremendo impacto social derivado de las consecuencias para la salud, de la gigantesca incertidumbre que genera en la sociedad por el desconocimiento de sus repercusiones últimas, del miedo a los miles de contagiados y de fallecidos que tienen a la sociedad en estado de shock. Pero a pesar del dolor de la pandemia, del miedo social que genera, de la implicación personal y afectiva, lo que está ocurriendo con el Covid-19 es un acontecimiento de tal magnitud que debemos intentar situarlo en las coordenadas a las que pertenece. 

De alguna manera, el pánico que estamos viviendo con el Covid-19 no puede separarse de la globalización, que es uno de los elementos clave de la nueva era de la modernidad y consiguientemente uno de los fenómenos que más incide en las transformaciones sociales, que está suscitando una conciencia nueva y tremenda acerca de los riesgos derivados de la gran complejidad y dureza del momento social que estamos atravesando.

La globalización es sin duda, como señala Elmar Alvater, el resultado de un proceso determinado por la concurrencia de diversos factores vinculados entre sí por una relación múltiple, compleja y contradictoria. En el fenómeno de la globalización el todo no puede ser definido por las partes, ni éstas por aquel. Es también un proceso histórico incompleto, permanente y totalizador, aunque geográfica, económica y socialmente desigual como lo es el propio desarrollo del capitalismo.

Desde las últimas décadas del pasado siglo hasta nuestros días se han sucedido a una velocidad de vértigo un acontecimiento crítico, una quiebra brutal tras otra, secuencias cuya lógica debemos intentar comprender para enfrentar con éxito la salida de las crisis, víricas, bacteriológicas, medioambientales y financieras.

Atendiendo solo a aquellas relacionadas con la salud pública, podemos hacer a modo de recordatorio un pequeño recorrido por las epidemias y las pandemias que se han ido extendiendo por el planeta durante los últimos 30-40 años, pandemias cuyos ciclos se van acortando exponencialmente y cuya incidencia ha ido siempre en aumento desde que se produjera la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH/Sida) del siglo pasado hasta las que nos han acompañado en este siglo XXI.

En los escasos últimos veinte años nos hemos encontrado con la encefalopatía espongiforme bovina, también conocida popularmente como enfermedad de las vacas locas, la epidemia del SARS del año 2003, la gripe aviaria en su cepa H5N1 que se convirtió en una amenaza de pandemia en el año 2005, la pandemia  de gripe A (H1N1) que se cobró la vida de más de 18.000 personas, el brote cólera que azotó Haití en el 2010, la epidemia de ébola de 2014, o el virus del Zika que azotó a toda Latinoamérica con varios millones de infectados y miles de bebés nacidos con microcefalias en el año 2014, solo por citar los más importantes. Así hemos llegado al 2019-2020 con el Covid-19, un nuevo tipo de coronavirus catalogado como pandemia por la OMS (11/03/20), enfermedad producida por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 que se ha expandido por todo el planeta y que tiene a medio mundo (incluidos nosotros) recluidos, expectantes y asustados en espera de su evolución.

No podemos olvidarnos de las otras epidemias a las que al mundo occidental no nos genera tanta alarma sanitaria al sentirnos alejados y no sentirnos concernidos. La malaria, el cólera, el tifus, dengue, disentería, la poliomielitis, y tantas otras que causan miles de muertos en el «otro mundo», el de los pobres, a los que el colapso les llegó hace muchísimo tiempo.

Y mientras vivimos en el miedo, esta crisis vírica, de magnitudes imprevisibles, está deconstruyendo a pasos agigantados muchos de los comportamientos construidos de la mano de la hegemonía neoliberal que afecta al yo y a su conciencia en los tiempos de la actual modernidad, que se caracteriza por una potenciación del peso del individuo, paradójicamente, en una sociedad de masas. Todo ese desarrollo económico ha masificado a la sociedad y le ha marcado el camino indicándole lo que necesita, lo que tiene que desear y pensar, lo que tiene que sentir, lo qué hacer, y cómo tiene que comportarse.

A esto le añadimos un narcisismo que abarca múltiples y variados campos de la vida que hemos ido asumiendo a través de la organización racionalizada del placer, que se ha instalado en forma de egocentrismo, de éticas indoloras, y de la gestión optimizada del yo. La preocupación enfermiza por la salud, la medicalización compulsiva de nuestras vidas (exploraciones médicas, análisis clínicos, higienes obsesivas), hipocondrías derivadas de esa obsesión desmedida por la salud perfecta e imposible, terapias alternativas, farmacología milagrosa, dietética y estética, en definitiva, todo un mosaico representativo de un hedonismo y narcisismo que camina sin rumbo hacia ninguna parte.

De alguna manera este virus nos ha recordado (en algunos casos nos ha enseñado) que el ser humano, al igual que la naturaleza, es finito, que somos seres radicalmente interdependientes y no es posible imaginarnos en soledad porque somos seres ecodependientes, que desde que nacemos necesitamos ser protegidos, como indica Yayo Herrero. Durante toda nuestra vida necesitamos ser atendidos, ya sea porque estamos enfermos, o porque tenemos una discapacidad funcional, ya sea porque no podemos concebir una vejez si no hay personas que están alrededor para proteger y cuidar. Es ahí donde necesitamos poner en valor la vida en común, el apoyo mutuo, porque la vida no se sostiene sola, necesita de la comunidad, por eso tenemos que resolver esa contradicción entre el egoísmo del yo y el bien de la comunidad.

Entre otras muchas evidencias, esta crisis sanitaria ha puesto de manifiesto, como señala Isabel Otxoa ("Viento sur" 15/03/20) «la precariedad de esta arquitectura social en la que la necesidad de recibir atención no está prevista ni organizada y que tampoco tiene establecidos los cauces para ofrecerla». También lo que respondía estos día críticos, un médico de Osakidetza a los políticos, que ahora se rasgan las vestiduras, recordándoles la escabechina que se había realizado en sanidad durante los últimos años, desviando dinero público a la sanidad privada, cómo han reducido el número de camas hospitalarias, cómo han reducido plantillas y aumentado su eventualidad, cómo no hay personal de medicina para asegurar el relevo de quienes se están jubilando y a la vez niegan la entrada en la Universidad del País Vasco a futuros profesionales tanto de medicina como de enfermería, y más y más... Es la lógica del capitalismo instalado que no tiene en cuenta el bien común, o en cualquier caso está supeditado a la cuenta de beneficios.

Tampoco podemos separar no aislar esta pandemia de otras crisis que aunque sentidas y vividas de otra manera, derivan también de la globalización de la economía capitalista en las que las crisis financieras y económicas han dejado de ser cíclicas pasando a ser crisis estructurales en las que cualesquiera que sean los auges y las caídas, nada podrá sacar al sistema de este prolongado callejón sin salida. Ni de la crisis energética (estamos en una fase de transición hacia una vida económica no fundamentada en los combustibles fósiles, que se agotan), ni de la crisis medioambiental sin precedentes, cuya punta más visible –pero desde luego no la única– es el catastrófico cambio climático en ciernes, un cambio climático como expresión más dramática, en que ha desembocado esa visión civilizatoria, que nos obliga a reconsiderar la relación entre el ser humano y la naturaleza, y que de alguna manera incide también en nuestros cuerpos y en nuestras vidas pero con un caminar aparentemente más lento y gradual.

El mundo capitalista y el sistema occidental han construido una cultura y una forma de organizar la vida, que sistemáticamente ha declarado la guerra a los cuerpos y a los territorios y esto nos invita a actuar en la lucha por un cambio radical, así como también a trabajar por un cambio en nuestra propia sociedad, que debe tomar conciencia de que su estilo de vida es imposible de extender a escala planetaria porque las personas y el planeta son finitos, aunque al sistema no parece preocuparle demasiado. Carlos Taibo en su obra "Colapso" recoge algunas reflexiones de Elisabeth Kolbert en las que subraya cómo la historia nos revela que la vida exhibe una formidable capacidad de adaptación, pero que esa adaptación no es infinita. Señala también que las extinciones masivas castigan sobre todo a los más débiles, pero que no dejan indemnes a los más fuertes.

Esta crisis vírica además del inmenso dolor particular y social que está generando y del esfuerzo colectivo que todos debemos acometer, puede y debe crear un espacio de reflexión
Necesitamos requilibrar y resolver la contradicción que tiene la sociedad entre lo social y lo individual heredada de la imposición de valores neoliberales en este proceso de globalización.  Lo hemos visto, lo estamos viendo en esta crisis donde el sálvese quien pueda, el yo primero, o el no va conmigo que ha aparecido disputándole al propio virus el peligro de la expansión y sus gravísimas consecuencias. Decía Bourdieu que en definitiva «somos lo que hacemos, formamos parte del mundo hedonista, nuestras prácticas nos definen, definen nuestra cultura».

Quizás sea el momento de mirar de otra manera, de rescatar esas viejas ideas de la izquierda transformadora que están en su ADN, ideas sencillas, pero a la vez «complejas» que tienen que ver con la solidaridad, con la ayuda mutua que nos ha hecho ver cómo es imprescindible y obligatorio todo aquello que tenga por prioritario los recursos vitales que la sociedad necesita y que el sistema va dejando progresivamente en manos privadas. Hablamos de sanidad, educación, vivienda, atención y cuidados de los mayores, alimentación y un largo etcétera que podrán aminorar las consecuencias de un colapso al que nos arrastra este capitalismo terminal.

Abro hilo.

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