Félix Placer Ugarte
Teólogo

Covid-19: ¿factor de regresión o punto de inflexión?

Regresar a ese «orden» sería un error de imprevisibles consecuencias para toda la humanidad y su futuro, porque precisamente esa «normalidad» es el problema.

La grave situación pandémica que nos afecta globalmente plantea muchas cuestiones preocupantes y preguntas complejas de difícil respuesta. Sin duda, la más urgente consiste en detectar la naturaleza biológica de este virus fatal y las causas que lo han generado a fin de poder aplicar el antídoto contra el contagio. Pero no podemos quedarnos en la solución científica; es una respuesta necesaria, pero insuficiente, porque los interrogantes no se detienen ahí y son de gran amplitud y envergadura: ¿Por qué se ha generado esta pandemia? ¿Qué nos ha descubierto? ¿Cómo afrontar a medio y largo plazo la permanente amenaza vírica?

Sólo si asumimos estas cuestiones con profundidad y honestidad críticas se podrá ofrecer una seguridad razonada que vaya más allá de las necesarias y urgentes soluciones sanitarias inmediatas y que garantice un futuro de confianza ciudadana. De lo contrario corremos el riesgo de caer en errores análogos a otras graves situaciones anteriores ante las que se aplicaron planes políticos y económicos insuficientes o incluso equivocados, cuando no interesados, pues no tuvieron en cuenta las razones hondas y reales de las catástrofes humanitarias a las que pretendían responder. Después de las dos guerras mundiales, por ejemplo, se planificaron estrategias económicas capitalistas que fueron generando situaciones de injusticia creciente a niveles globales. En nuestro caso, la respuesta a la represión franquista en la mal llamada «transición democrática», no resolvió el conflicto con el Estado español y continuó una dura etapa de sufrimiento, torturas, víctimas, cárcel, dependencia política y económica. No se reconocieron las causas auténticas y las consecuencias son conocidas. Y hoy seguimos bajo el imperio de un modelo económico «manchado en sangre» (Naomi Klein), en «una economía de la exclusión y la inequidad que mata» (Papa Francisco). La injusticia y la desigualdad son cada vez más hondas, la explotación del planeta continua de forma salvaje y el calentamiento global es ya imparable; porque la solución no consiste en aplicar medidas parciales, sino en un cambio de sistema.

Ahora cuando el Covid-19 nos ha invadido de forma imprevista (hasta cierto punto, pues existían ya advertencias científicas y ecológicas), rompiendo todas las barreras, las respuestas, aunque con irresponsables retrasos políticos, han llegado, en especial por parte de la reconocida y admirable eficacia de profesionales de la sanidad y con la colaboración ciudadana y social, aunque sin olvidar las injustas diferencias sanitarias entre países pobres y ricos que mantienen el darwinismo social.

Pero sabemos que, aunque las consecuencias letales de esta pandemia se superen, hay otras más graves; sus causas generadoras son sistémicas y relacionadas con el profundo deterioro ecológico global. Por tanto las respuestas no pueden venir solamente de unos determinados sectores imprescindibles. Deben ser globales y corresponden a los ámbitos políticos, culturales, económicos, sociales, educativos... Son necesarias respuestas, también sistémicas, ecológicas, coordinadas, que conduzcan a objetivos transformadores de la convivencia mundial, mirando a personas y pueblos marginados, con formas feministas de vida y pensamiento, de relaciones grupales e institucionales.

Y, por supuesto, urge anular al «padre» de muchas pandemias que continúan asolando hoy a la humanidad: la mentalidad neoliberal y su sistema capitalista con sus mercados y gobiernos que dependen de sus estrategias. Son el caldo de cultivo de ésta y otras pandemias aún más letales. Este «padre protector» trata de convencernos de que, sometidos a sus intereses codiciosos, estamos seguros y nos ampara ante la incertidumbre y el miedo extendidos, si asumimos sus dictados y mantenemos su «orden mundial»; si volvemos a su «normalidad», es decir, a su imperio como garantía de su «seguridad nacional». En definitiva, este «padre», falso provisor heteropatriarcal, propone lo que Ignaci Ramonet llama «Gran Regresión Mundial que reduzca los espacios de la democracia, destroce aún más nuestro ecosistema, disminuya los derechos humanos, neocolonice el Sur, banalice el racismo, expulse a los migrantes y normalice la cibervigilancia de masas».

Regresar a ese «orden» sería un error de imprevisibles consecuencias para toda la humanidad y su futuro, porque precisamente esa «normalidad» es el problema. Por las excepcionales circunstancias en que se ha extendido, por el contexto global en que hoy vivimos, por la amenaza que supone no solo un virus –que permanece en el ambiente y puede reaparecer con intensidad aún más agresiva–, sino sobre todo por el proceso de un mundo acelerado y con un rumbo equivocado, estamos ante un punto de inflexión decisivo ante el que hay que tomar decisiones transformadoras mundiales y locales.

Para ello y puesto que los problemas son nuevos, es preciso caminar hacia una mentalidad nueva por medio de nuevos aprendizajes y conciencia crítica. Deben partir de un profundo sentido de humildad. No somos los dueños del mundo, sino seres humanos relacionados con la totalidad cósmica en la que vivimos y de la que procedemos. La tierra no es nuestra. Pertenecemos a la tierra, a nuestra Ama Lur, en la que hay que aprender a convivir –también con los virus que en ella se desarrollan– respetándola, cuidándola en su fragilidad compartida y delicado equilibrio.

Es urgente el sentido participativo en democracias auténticas. Mantener estilos patriarcales es un grave error que impide la responsabilidad solidaria global. Pero la solidaridad no se confunde con la uniformidad de pensamiento y modelo únicos, con supresión de diferencias y de pluralidad. La desigualdad rompe el equilibrio natural y destruye la vida. La naturaleza ha desarrollado una admirable biodiversidad, que es su vida y su riqueza; no de forma aislada, sino relacionada, compartida, interdependiente. Existimos en la medida en que nos relacionamos y respetamos. Cuidar la naturaleza sin explotarla, reconocer a los pueblos, sus derechos e identidad sin someterlos, afirmar las culturas propias sin colonialismos, es fuente de salud individual y colectiva, de convivencia creativa, de auténtica seguridad y paz en la justicia.

En definitiva, en este momento de inflexión, decisivo para el presente y futuro de la humanidad, necesitamos un nuevo espíritu o, mejor dicho, recuperar el espíritu que alienta toda vida auténtica y es la energía que impulsa su desarrollo armónico. La dura y dolorosa experiencia de esta pandemia debe situarnos en un aprendizaje permanente de lo que significa ser naturaleza y de su dinamismo que nos interrelaciona a personas y pueblos para construir, con audacia y esperanza, una nueva humanidad.

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