Mario Zubiaga
Profesor de la UPV/EHU

Cuarentena eterna

Esta situación de encierro cambiará a medio plazo, pero siguiendo la enseñanza del autor italiano conviene ir pensando alternativas innovadoras que dificulten la respuesta estabilizadora de las fuerzas defensoras del statu quo que querrán seguir con el business as usual

Natura non facit saltus. Hasta la llegada de la mecánica cuántica, la naturaleza no hacía saltos. Argentum facit saltus. El capital, sin embargo, casi siempre ha avanzado a saltos. Acelerones de la modernización capitalista que, desde finales del XVIII y cada dos o tres generaciones, agitan nuestras vidas y aniquilan –en un constante ejercicio de destrucción creativa–, la seguridad cotidiana que ofrece una ilusoria estabilidad a nuestras vidas. La que hoy ha saltado por los aires.

Esta aceleración casi siempre viene acompañada por descubrimientos tecnológicos que impulsan un cambio de paradigma en los flujos de energía e información. Al principio fue el vapor, luego la electricidad. Hoy, a la revolución digital se le suma el inicio de una transición energética imprescindible, la descarbonización o el fin de las energías fósiles. Estos cambios sistémicos usualmente van aparejados con una pugna geopolítica descarnada en pos de la hegemonía global, y son testigos de la sucesión de imperios: la llegada del británico, el paso al americano-soviético, y de este, probablemente, al chino.

Además, estas crisis modernizadoras suelen ir acompañadas de algún elemento catalizador, generalmente grandes guerras que han ayudado a disciplinar a amplias capas de la población que, al ser las principales paganas de estos cambios bruscos, no se someten dócilmente. Por eso, la creación de un estado de emergencia generalizado es indispensable para asegurar una relativa paz social en un contexto de aceleración y recomposición sistémica.

Como las guerras globales no son posibles sin que se ponga en riesgo nuestra supervivencia como especie, el elemento disciplinante de hoy es una pandemia global. ¿Cuál es el salto «modernizador» que puede ser reforzado por el covid-19?

El digital, entre otros. Las generaciones «no nativas» nos sorprendemos todavía cuando dos personas a las que no separa físicamente un metro de distancia conversan sin mirarse a la cara vía whatsapp. En los trabajos «cognitivos» se ha impuesto esa conectividad global que te permite conferenciar ahora con un señor de Paquistán, dentro de diez minutos con tu colega en Donostia y por la tarde con tus conmilitones en Arrasate, sin contacto corporal alguno. Por eso, este confinamiento es el paraíso incorpóreo de los tecnófilos. No nos podemos tocar por prescripción facultativa y bajo multa de la autoridad competente, luego sustituimos el contacto material por una escalada en la conectividad no presencial. Eso sí, quizás, covid-19, te has adelantado un pelín: las redes 5G todavía no está operativas de forma general y aún faltan unos pocos años para la robotización general y el «internet de las cosas» que van a revolucionar la industria basada en el músculo, la «no cognitiva».

Como nos recuerda Sebastián Friedrich en su obra colectiva “la sociedad del rendimiento”, la optimización biopolítica de uno mismo, corolario del actual modelo neoliberal, ha encontrado una ocasión magnífica para su próxima vuelta de tuerca: este virus te ata irremisiblemente al ordenador porque, ahora sí, no puedes hacer nada más que seguir pegado a él. Los que usualmente trabajamos en un entorno digital vivimos estabulados –como las vacas en el ordeño–, produciendo datos sin parar. Y lo peor de todo es que estamos acostumbrando a nuestra juventud a esta productividad digital. El confinamiento es la mejor excusa para exacerbar frenéticamente la carga docente… Y sin ocio físico que la compense.

Al margen de la actual situación, ¿cuál es la ventaja añadida del trabajo online? ¿Dónde está su valor cualitativo? En la vieja y más eficaz fuente de plusvalía: la productividad. El trabajo online posibilita rendir más en menos tiempo, te permite «compatibilizar» cuidado, atención a la familia y a las tareas cotidianas, trabajo productivo usual –en nuestro caso, gestión, investigación y docencia–, ocio sedentario, socialización y estudio, sin levantarte de tu mesa. Además, puedes hacer todas esas cosas «decidiendo» tú mismo el horario de trabajo, puedes «decidir trabajar» a cualquier hora, incluso los festivos o durante las vacaciones.

No hay que desplazarse, dicen sus adalides, se ahorra combustible, es más sostenible… Pero no es esa la cuestión. ¿O es que acaso es sostenible el actual ritmo, modo y reparto del trabajo, y, en consecuencia, tenemos que seguir haciendo lo mismo o más, pero sin salir de casa? Si el trabajo se reorganizara de otro modo no habría necesidad de moverse de forma compulsiva, y, por tanto, de sustituir ese desplazamiento frenético por un teletrabajo que te puede esclavizar sin límite.

Porque como subraya el filósofo Byung-Chul-Han, lo perverso de nuestra «sociedad del rendimiento» es que no se necesitan aparatos disciplinarios externos para aumentar la productividad. El sistema no funciona tanto mediante prohibiciones (deber hacer), como mediante retos (poder hacer) que nos imponemos a nosotros mismos, mediante la mejora solipsista en todos los aspectos de nuestra vida: «el sujeto de (auto) rendimiento es más productivo que el sujeto de obediencia».

¿Qué respuesta cabe ante este exceso de «positividad» reforzado por la gubernamentalidad online? La resistencia no puede ser una vuelta atrás en el tiempo en clave ludista. Salvo huida eremítica individual, comunidad amish o desastre planetario, los avances tecnológicos son imparables. Más nos vale desarrollar su uso alternativo. En dos sentidos, por un lado, construyendo fórmulas que nos permitan escapar del control del capitalismo de plataformas, y, por otro, y no menos importante, limitando a lo mínimo indispensable el teletrabajo y la subordinación digital. ¿Se puede construir una sociedad que vaya más allá de la negatividad disciplinaria o la auto-explotación del rendimiento creciente? No confiemos en que un virus vaya a acabar con el sistema capitalista. No es parte de sus contradicciones internas, y, como se ha demostrado en la reciente historia, el capitalismo no solo se va tragando sus contradicciones una a una, sino que además las pone en el mercado y les saca la renta correspondiente. A lo mejor hay que conformarse con que la crisis viral ayude a que el acelerado cambio de paradigma en el que estamos inmersos se haga de forma algo menos injusta, más democrática y con cierto decrecimiento en los ritmos vitales y de consumo.

Existen modelos teóricos y experiencias en marcha. El problema es que una alternativa global según esta lógica no será posible si no se ensaya a escala mayor que la actual, reducida a experiencias locales interesantes pero muy limitadas. En Euskal Herria, el campo de experimentación ideal es el municipal o comarcal. Sin embargo, si esas experiencias no se articulan en una escala con capacidad política, es decir, legislativa, será difícil avanzar. El sistema de valores, el relativo equilibrio territorial, el sentido comunitario, el modelo productivo… y el gusto por la protesta y la acción colectiva nos pueden convertir en un modelo a seguir para dar ese salto de escala necesario.

¿Cómo podemos lograrlo aquí y ahora? Nos falta lo que ha caracterizado nuestra vida política en la modernidad. El motor que ha alimentado un proceso democratizador en conjunción dialéctica con nuestras instituciones: la calle. En esta situación de crisis sanitaria estas son las mayores pérdidas: en lo humano, el contacto físico; en lo social, el espacio público. Lo primero, lo recuperaremos con el final del confinamiento, y no creo que caigamos por ahora en la trampa de virtualizar todas nuestras relaciones. En el aspecto social, la cosa es más complicada. En el corto plazo, ¿cómo estar en «la calle» cuando impera el toque de queda? ¿Cómo movilizarse cuando la única gente que puede ocupar la calle es la policía y el ejército? Las alternativas de estos días son, por un lado, los hilos de twitter demoledores o adocenados, demenciales o constructivos –lo mismo da–, que desaparecen por el desagüe de nuestras pantallas al albur de algún algoritmo arcano, y, por otro, los balcones, que lo mismo sirven para la protesta creativa y el enfado como para la delación miserable.

Es cierto que no podemos salir a manifestarnos, y que ante este lock out, aun siendo parcial, palidece cualquier huelga general obrera, por lo que la paralización del tejido productivo restante solo sería una medida de autodefensa, no de bloqueo sistémico. Pero es cierto también que no se puede alargar mucho más el confinamiento, por lo que en un par de meses podremos volver a las calles… Pero, ¿serán las mismas calles? ¿Volveremos a los repertorios de acción y de protesta conocidos? ¿Hasta qué punto han sido o serán eficaces para lograr que el cambio de paradigma que se vislumbra sea en beneficio de la mayoría? Según el politólogo Leonardo Morlino, las fuerzas que desean cambiar las cosas deben ganar la batalla discursiva, movilizar a la gente, y además poner en cuestión el funcionamiento normal del sistema. El virus está logrando esto último, pero hoy no está claro que la solución progresista sea discursivamente hegemónica y la movilización tuitera o confinada sea suficiente. Esta situación de encierro cambiará a medio plazo, pero siguiendo la enseñanza del autor italiano conviene ir pensando alternativas innovadoras que dificulten la respuesta estabilizadora de las fuerzas defensoras del statu quo que querrán seguir con el business as usual. Seguramente tendemos un cóctel de acción colectiva: un poco del viejo movimentismo, trabajo conjunto con las instituciones cercanas, iniciativas autogestionadas, incluso redes informacionales, pero al servicio de la gente y no a la inversa… La nueva gobernanza aplicada al cambio. En todo caso, si no encontramos un modo de forzar la llegada de lo razonable, la cuarentena se nos puede hacer eterna. Subjetivamente ya lo es, pero está en nuestras manos que estos cuarenta días no se conviertan en cuarenta meses o cuarenta años de desolación colectiva. En un toque de queda permanente que haga desaparecer la política tal y como la hemos conocido. La vieja política de debatir, decidir y actuar junt@s. Y está claro que eso no se hace solo en twitter o por videoconferencia. La democracia será también callejera –es decir, off line–, o no será.

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