Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Cuerdas para la resistencia

El polvo negro es una constante en el alféizar de Rita. Lo recoge a diario y lo guarda como prueba inculpatoria de la enfermedad de su hijo, a la espera de reconocimiento oficial.

Los informes medioambientales de los últimos años evidencian que hemos llegado a un párrafo de la historia con repercusiones sin vuelta atrás. La década actual marcará nuevos índices de riesgo. Conocemos la causa: un origen determinado, multifactorial, con valores acumulativos. Se llama calentamiento global del planeta por efecto continuado de los gases invernadero emitidos a la atmósfera –significativamente desmedido a lo largo de la era industrial–, y la estimación hasta 2050/2060 presenta asimismo una curva de rango ascendente. Siguiendo recomendaciones científicas, además del sentido común, la transición de los modelos de producción y consumo energético es un paradigma a conseguir sin más dilación. Aunque no de cualquier forma, no cabe hacer uso de intereses espurios.

El fenómeno de cambio climático lleva medio siglo indicando la necesidad de poner freno al estándar de producción basado en combustión de materiales fósiles como el carbón o el petróleo. Datos de un estudio reciente reflejan variaciones negativas en la capacidad pulmonar de la selva amazónica, debido a la saturación del ecosistema: algunas de sus zonas podrían estar liberando más concentración de carbono de la que absorben.

Hoy es ya un futuro hipotecado de no retorno integral, capítulo de inflexión en el relato como especie. Abocadas a un renglón de punto y aparte, representamos la dicotomía: el eslabón transformador y el consumo exacerbado. Planes de gestión que sientan cátedra, junto a objetivos de desarrollo sostenible, sobre el papel de las agendas de Estado se suceden en maremágnum de lenta ejecución. Los compromisos acordados en el Tratado de París de 2015 no aseguran per se la salvación, son el recurso viable para mantener la temperatura por debajo del término fijado, gravemente rebasado en algunos puntos geográficos vulnerados. La cuenca del Mediterráneo es desalentadora certeza de haber superado el umbral admisible.

En los comienzos del siglo XXI, entretanto, desertizaban bosques, esquilmaban recursos deshumanizando territorios bajo amenazas, vertían su ponzoña por tierra y océanos –en un sinfín de maniobras oligárquicas–, los bastiones eléctricos y petroleros, de la mano de inversiones bancarias, se empeñaban en maquillar la imagen de su espectro cromático: el verde unívoco de las renovables resplandecía por doquier. Energía «limpia» sostenida en la impunidad.

De manera directa, no está en nuestra mano reconducir los círculos de poder de las grandes siglas, líderes en devastar la biodiversidad. Sin embargo, un documental de ficción basado en historias cotidianas ha paseado una problemática existente en una comarca bizkaitarra por el palmarés del cine europeo.

Consideraciones de empatía o simpatía nos vinculan con la acción. En los prolegómenos reside el miedo. Si "Cuerdas", de Estibaliz Urresola Solaguren, ha llegado a festivales de renombre recompilando premios, es porque ha echado al miedo de su mente, lo ha postergado a personaje fuera de reparto: se ha pronunciado del lado de una realidad mutable.

El polvo negro es una constante en el alféizar de Rita, la protagonista del cortometraje. Lo recoge a diario y lo guarda como prueba inculpatoria de la enfermedad de su hijo, a la espera de reconocimiento oficial. Todas las mañanas observa la gran chimenea al fondo, apoderada atalaya sobre el valle. Durante más de la mitad de su existencia ha convivido con el ruido ensordecedor de la actividad en la fábrica petroquímica. Son más de cincuenta años asomada al mismo paisaje de humos, convencida de que la polución en su entorno mata.

"Cuerdas" es valiente, un canto a la libertad de expresión. Un retrato de miedos a perturbar las doctrinas heredadas, donde cuesta salirse de la línea marcada. Una mirada nonagenaria muestra, a través de la angustia, vidas que amanecen frente a un horizonte enturbiado por el miedo. Ese otro miedo: a la enfermedad, a la muerte por contaminación. Un miedo que acecha entre la indolencia social y la responsabilidad institucional, pero también dando tumbos, con posturas arriesgadas de cara a la hipocresía.

Al margen de cuestiones técnicas, el diseño de "Cuerdas" nos enseña a valorar la pertenencia a un espacio colectivo, donde tomar decisiones, nimias en apariencia, permite convulsionar la imposición. Si una sola probabilidad de fisura, insignificante cuantitativamente, es percibida por la cúpula, hemos conseguido que decir no repercuta en mayor medida que los síes.

Una reflexión desde lo local, con acciones transversales a pequeña escala que permitan intervenir los elementos más inmediatos debería ser prioridad. Cuestionar es el principio del cambio. El cambio, la máxima de supervivencia en situaciones límite.

Exponer nuestras ideas no es solo cuestión motu proprio. Los baremos sociales, constructos del bien y del mal, lo correcto, adecuado, normativo… nos encorsetan, debilitan nuestro derecho más primario a compulsar la realidad de manera políticamente incorrecta. Estructurar el pensamiento y dirigirlo a sublevar los preceptos dominantes genera crisis de índole interna; atávicos guardianes vigilan que el rebaño acate la alambrada. Convertir este ideario en acto público audible o legible nos define en seres catalogados. Puede no ser inteligente, pero a veces atiende a otro tipo de razones. Todo depende a qué aspiremos.

Si otro mundo es posible y no actuamos en consecuencia, con intención de modificar las directrices aprendidas, será negligencia. Huir de los discursos de silencio, afrontar actitud crítica es deber incontestable. Atreverse a decir no al poder económico en parcelas pequeñas no referenciales forma parte del mejor testimonio a las generaciones futuras.

Somos "20.000 especies de abejas" buscando el polen de un nuevo amanecer. La dignidad de salir al mundo sin miedos ni protocolos uniformados alimenta la resistencia.

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