Fátima Andreo Vázquez
Economista

De banalidades, cine y comercio justo

Los responsables de gran parte del sufrimiento de otros seres humanos no son furiosos dictadores; ni siquiera los directivos de las grandes corporaciones. O no sólo. Ya que el resto somos colaboradores necesarios.

Cuando Hannah Arendt acuñó la expresión de «La banalidad del mal» (muy bien explicada en la película con el nombre de la filósofa) hacía referencia a un burócrata nazi cuyos actos no contenían un sentimiento de «bien» o «mal». Los cuales no eran disculpables, pero que la autora no consideró que fueran realizados porque el personaje en cuestión estuviese dotado de una inmensa capacidad para la crueldad, sino más bien por su celo profesional. En definitiva, la conclusión sería que existe el mal absoluto, pero que la mayoría de las maldades son cometidas por quienes, simplemente, no quieren complicaciones.

Y me vienen a la cabeza estas ideas al pensar en el tema del comercio justo. Así como la estupenda película “El precio de la codicia”, en la que varios brokers neoyorkinos de diferentes estatus acceden a un juego sucio que tendrá repercusiones en la vida de millones de personas a cambio de importantes cantidades de dinero. Ninguno de los personajes, salvo quizás el gran jefe, interpretado por Jeremy Irons, es mostrado como una persona cruel o siquiera antipática. Son simplemente personas que actúan como seguramente lo harían otras en su lugar. Sacando partido a la situación en que se encuentran.

Porque los responsables de gran parte del sufrimiento de otros seres humanos no son furiosos dictadores; ni siquiera los directivos de las grandes corporaciones. O no sólo. Ya que el resto somos colaboradores necesarios.

Cuando compramos un chocolate o un café de una marca europea señalada por estar detrás de diversas violaciones de derechos humanos; cuando escogemos una ropa con un «buen» precio gracias al trabajo en condiciones deplorables de mujeres y menores; cuando contratamos nuestra electricidad con una comercializadora que ha tenido conflictos con pueblos de otras tierras por el control de sus recursos naturales; cuando compramos (los más afortunados) un diamante sin comprobar si es «de sangre» (a recordar también la película de Di Caprio), es decir, que no procede de lugares en conflictos financiados por piedras preciosas.

Cuando nuestro consumo se realiza de forma irreflexiva, sin más planteamiento que obtener un objeto deseado al menor precio, estamos contribuyendo al sufrimiento de otras personas. Y por una banalidad, por cierto, en la mayoría de los casos.

Ya en el siglo XVI el comercio triangular ligado al trabajo esclavo estaba basado en productos tan prescindibles para dieta europea como el azúcar, el cacao, el café o el tabaco. Nada muy importante, nada fundamental, pero sí muy rentable para los comerciantes. Y responsables de todo el dolor asociado al esclavismo: la muerte de miles de personas durante su traslado, debido a las penosas travesías; la deportación de 11 millones de mujeres, hombres y niños.

Hoy en día tenemos la oportunidad de obtener los productos tropicales (salvo el tabaco que yo sepa) de comercio justo, es decir, garantizando que en su producción se han pagado salarios justos y se han mantenido unas condiciones laborales dignas; que no ha habido explotación infantil, que se ha respetado el medio ambiente y se ha fomentado la igualdad entre hombres y mujeres.

Todo esto tiene un precio. Pero un precio asumible por gran parte de quienes consumimos estos productos.

El día 13 de mayo se celebra este año el día del comercio justo. Un día interesante para reflexionar sobre nuestro consumo y para plantearnos pequeñas metas de cara a empezar a cambiarlo. Para decidir a favor de productos con garantías de no estar implicados en violaciones de derechos humanos; a favor de productos y comercios de cercanía, cuyo negocio además, repercute en nuestra economía y cuyos ingresos son gravados por impuestos locales. A favor de pagar un poco más, aunque sea consumiendo una cantidad menor. Para decidir hacernos con las riendas de nuestro consumo y no dejarlo en manos de los impulsos o de las pautas que nos marca la publicidad.

Hay muchos pasos que dar para acercarnos a un consumo responsable. Podemos empezar por dejar de comprar una marca determinada asociada a violaciones de derechos humanos, por intentar  acudir a un tipo de comercio más respetuoso con sus proveedores o por sustituir la marca de uno de esos productos tropicales ya citados por otros de comercio justo. Lo demás irá llegando.

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