Ibon Cabo Itoiz

De Primo de Rivera al uno de octubre, la insoportable levedad del Estado español

Llegados al 1 de octubre y el referéndum convocado por la Generalitat de Catalunya, parece que España pretende resolver en un mes lo que no ha sido capaz de hacer en algo más de un siglo. Circunscribir el debate al hecho administrativo y pretender negociar un encaje donde la bilateralidad vive escondida bajo seudónimos, es sin duda una levedad de pensamiento insoportable ya en términos políticos.

La historia es cabezota y entre sus líneas se puede observar con nitidez, que algunas ideas que escuchamos de boca de líderes actuales, en realidad, no son sino la repetición de algunas de las viejas ideas que en el pasado llevaron a estar cercanas y amigables, a personas provenientes de dos mundos tan distintos como son el militar y la política.

En 1923 el capitán general de Catalunya, Miguel Primo de Rivera, se sublevó contra el Gobierno y el rey aduciendo en un manifiesto que «había que salvar España de los profesionales de la política». Ya en uno de sus discursos dijo «lo que tenemos que analizar es si la pluralidad legislativa que se quiere poner en marcha, está bien definida en torno a lo que forma la base de la nación española». El 18 de julio de 1936 el general Francisco Franco decía en su manifiesto para el alzamiento «guerra sin cuartel a los explotadores de la política». También alegaba ante la «ruptura de España», la necesidad de defender su unidad. Blas Piñar decía el 25 de febrero de 1981 después del intento de estado en las Cortes «estamos ante la auto destrucción del estado nacional, porque la posibilidad de equilibrio entre la nación española y las nacionalidades es imposible».

Así pues los políticos como representantes de la soberanía nacional ejercida a través de las urnas, siempre han estado en el punto de mira de algunos. En aparente vigilancia por militares y políticos cercanos a la extrema derecha española desde tiempos inmemoriales. Actualmente, responden a una combinación habitual e histórica que siempre ha estado rondando alrededor de lo que en Madrid han definido como «el problema catalán».

Pero injusto sería hacer un análisis al respecto sin saber por donde circulaba históricamente la respuesta de la izquierda estatal al desencuentro con sus territorios exteriores. Aquí aparece Pi y Margall a través de su texto sobre el principio federal, donde decía «¿puede la mayoría confederada oponer a la minoría separatista la indisolubilidad del pacto? En 1846 sostuvo el Sunderbund la negativa en contra de la mayoría helvética, y hoy la sostienen igualmente los confederados del Sur de la Unión Americana contra los federales del Norte. Yo creo que la separación es de pleno derecho, siempre que se trata de una cuestión de soberanía cantonal que no haya entrado en el pacto federal». Traducido al cristiano quiere decir que todo lo pactado federalmente (estatalmente) queda fuera de discusión política y que solo sino se trata, puede darse la unilateralidad.

Azaña ya anticipó el problema cuando se ponía sobre la mesa el estatuto catalán durante la segunda república: «Es más fácil hacer una ley, aunque sea el Estatuto, capaz de satisfacer las aspiraciones de Cataluña que arrancar la raíz de ese sentimiento deprimente del pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes». Felipe González en 1984 ya dijo «el terrorismo en el País Vasco es una cuestión de orden público, pero el verdadero peligro es el hecho diferencial catalán». Ambos situaban la cuestión catalana en la necesidad de un pacto político, pero ambos se fueron sin hacerlo.

Así pues, también la izquierda veía y ve históricamente el problema catalán, no como un asunto de interpretación territorial, sino como un asunto de sentimiento. Eso sí, en cuanto al encaje territorial, el modelo topa también desde este lado de la bancada con el límite del techo de la construcción e interpretación de la indisoluble nación española.

Más de un siglo después desde que se iniciara el problema, seguimos anclados en un mismo punto que se puede subdividir en dos cuestiones: por un lado, como interpretan los catalanes su hecho diferencial y su sentimiento de pertenencia a una nación distinta a la española y por otro lado, si existe una posibilidad de encaje vía federación en el territorio del reino de España. A esto se añade la desconfianza histórica que la derecha española ha tenido de los políticos y por extensión del sistema de representación, para la solución de problemas territoriales. Llegados al 1 de octubre y el referéndum convocado por la Generalitat de Catalunya, parece que España pretende resolver en un mes lo que no ha sido capaz de hacer en algo más de un siglo. Circunscribir el debate al hecho administrativo y pretender negociar un encaje donde la bilateralidad vive escondida bajo seudónimos, es sin duda una levedad de pensamiento insoportable ya en términos políticos.

Ocurre sin embargo que, como es obvio, los catalanes se han cansado ya de nadar en la superficie y pretenden profundizar en torno a lo que su propia nación decida. Simplificar el asunto a estas alturas y tratar de resolverlo con el enésimo pacto autonómico no es más que poner de manifiesto el fracaso de la construcción del estado español entorno a un modelo autonómico agotado que no satisface en términos políticos ya a casi nadie.

Así pues la volatilidad del Estado español es más que evidente y su respuesta será como siempre en torno a factores relativos al ejercicio estatal del monopolio de la violencia. Lo veremos, no ha mucho tardar, en los próximos meses. Tampoco tiene otro camino pues en el ejercicio estricto del principio de federación o de pluralidad, debe de facto reconocer la capacidad del otro de ser un igual y además, lo que no se negocia, abre la vía a la unilateralidad. Además debe reconocer el derecho a los políticos catalanes, elegidos democráticamente, a representar a todo su pueblo, los hayan votado o no, como lo hacen ellos representando a su Estado. Dos principios que dinamitan el pensamiento español histórico de nación única y que no pueden aceptar pues les lleva a la derrota electoral. Pero como dijo alguien y atribuyó a Galileo «y sin embargo se mueve», frase perfectamente atribuible hoy en día a la realidad catalana. Catalunya seguirá avanzando y el Estado español seguirá bloqueado en su mediocridad histórica ligada de nuevo al ejercicio de acciones no democráticas o éticamente cuestionables.

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