Pedro A. Moreno Ramiro

¡Decrece, occidente! ¡Decrece, Nafarroa!

He llegado a la conclusión de que no deseo acabar mis días de militancia como lo hizo Bookchin, amargado y con la derrota en su tuétano, situación en la que, por cierto, su propia compañera de vida y de tesis, Janet Biehl, acabó renegando del comunalismo.

Lo cierto es que los «fracasos» sirven para madurar políticamente y las caídas para aprender a levantarse emocionalmente. Dicho esto, pese a que el decrecimiento ha sido fundamental en el: El Rincón de Martinico, el mismo, nunca se ha presentado como el eje discursivo principal del blog debido a la complejidad que encerraba el concepto, utilizando en detrimento de éste el término ecosocial. Seguramente el contexto ha cambiado y mucho, debido a que a día de hoy son pocos los términos, fruto de las sociedades líquidas, que no contengan diferentes interpretaciones o corrientes de pensamiento, eso mismo y en mi humilde opinión, es lo que sucede con la ecología social; donde nos podemos encontrar a personas que se suscriben a esta etiqueta, pero que no defienden la necesidad que existe de decrecer en el norte sin ningún tipo de excusa o que sin ir más lejos, ni siquiera han leído a una de las personas que acuñó el término: Murray Bookchin.

En lo que a mí respecta y desde que tengo uso de razón política, siempre me he considerado un activista en favor del decrecimiento ya que creo que en un mundo como este o dejamos de vivir como vivimos o nos encaminamos al desastre más absoluto. Soy consciente de que esto que digo en multitud de artículos e incluso en mis libros, no he sabido trasladarlo públicamente de la mejor de las maneras, ya que he optado por enfocar la aplicación del decrecimiento desde una única hoja de ruta: la eco-comunalista, pensando que lo uno traería lo otro sin pensar en fases o puntos intermedios. Pese a que yo me identifico con esta escuela teórica, creo ciertamente que el decrecimiento debe sobreponerse a las diferentes ideologías que existen en la izquierda, incluida la eco-comunalista. ¿Por qué digo esto?, simple y llanamente, porque sin decrecimiento no habrá izquierda o «proletariado» al que salvar.

El colapso que algunos pretenden obviar ya está aquí y no nos equivoquemos, su problemática no radica solamente en sus síntomas más evidentes: ausencia de recursos naturales, desigualdades extremas entre el norte y el sur del planeta o en los conflictos étnico-culturales que vivimos en la vieja Europa- los cuales se seguirán agudizando con el paso de los años y décadas-, el problema principal al que nos enfrentemos en nuestro espectro político es mucho mayor. Este hunde sus raíces más profundas en que la izquierda en su totalidad, incluso la más alternativa, se niega a reconocer que tenemos que cambiar nuestro modo de vida en materias como la alimentación, el consumo energético, el transporte, la forma en la que viajamos o en algo tan cotidiano y crucial como: ¿Qué producimos?, ¿Para qué lo producimos? y la pregunta más importante a mi parecer de todas: ¿Para quién y qué trabajamos?. El cuestionamiento de las 8 horas de trabajo y de la centralidad de este en nuestras vidas, debe y tiene que ser una de las mayores proclamas a abrazar por parte de la izquierda y el sindicalismo en este siglo XXI. Un grupo sociológico que necesita edificar con urgencia una corriente social de pensamiento que se proclame decrecentista en sus diferentes segmentos ideológicos. Socialistas, feministas, ecologistas o libertarios, todas ellas y al unísono, necesitan comprender que sin decrecimiento es imposible edificar proyectos emancipadores en Occidente.

Es una quimera hablar de Confederalismo, independencia o socialismo, si no entendemos que Euskal Herria, como el resto de Occidente, precisa de una vuelta de tuerca inmediata en su forma de conceptualizar las sociedades. Entiendo que esto supone un problema cuando siempre hemos lanzado, incluso los grupos ecologistas más concienciados o los que ahora se hacen llamar «activistas climáticos», mensajes contradictorios sobre el problema principal que genera todos nuestros males. Mientras que en algunas ocasiones nos esforzamos en construir dinámicas colectivas coherentes e integradoras, como por ejemplo, consumir productos orgánicos y de cercanía o elaborar un menú vegano cuando organizamos un encuentro, sumado a otras dinámicas individualidades en las que participamos como pueden ser colaborar en un grupo de consumo o utilizar la bicicleta, por el contrario, y aquí se encuentra nuestra inconsistencia práctica, nos cuesta reconocer que no solo con eso vale y que aunque sea muy políticamente incorrecto decirlo, si seguimos, la gente trabajadora me refiero, viviendo como vivimos será imposible construir una sociedad justa entre el Norte y el Sur. Está claro que los ricos son los principales culpables de los problemas sociales y ecológicos a los que nos enfrentamos en nuestro mundo, pero esto no nos tiene que hacer olvidar nuestra responsabilidad como trabajadoras y «ciudadanas» occidentales.

Ahora bien, nosotras, las trabajadoras, también somos en cierto modo las culpables de este desaguisado cuando aceptamos sus migajas y les compramos el relato de vida consumista, queriendo al mismo tiempo -sin perder ningún privilegio occidental-, crear proyectos emancipadores o lanzar proclamas mundialistas y fraternales como por ejemplo, criticar la existencia de fronteras, pero eso sí, sin querer renunciar a un coche para cada persona, a tener unas buenas vacaciones fuera de la Península, a comer carne o pescado todos los días, a disfrutar de todo tipo de comodidades materiales o a tener un buen sueldo de unos 2000 euros mensuales con sus 14 pagas. Esto que sería lo ideal para muchas personas, desgraciadamente no es posible para todas. De hecho, solo sería posible en un escenario de Ciencia Ficción donde nuestros recursos salieran de otros planetas y otras galaxias para así poder seguir perpetuando un crecimiento ilimitado que no es posible desde una óptica biofísica. Si compramos este discurso sin peros, debemos aceptar que siempre existirán ricos en el Norte y pobres en el Sur que estarán cada vez más desesperados por vivir como vivimos las occidentales. Conviene destacar que las redes sociales son un difusor brutal de este «caramelo occidental» envenenado que se consume en muchos países del Sur.

A colación de esto os lanzo la siguiente pregunta, ¿Qué va antes la semilla o la tierra sana sobre la que plantar esa semilla? Creo que la respuesta resulta evidente, por lo que antes de pelearnos porque modelo político dentro de la izquierda deberíamos de implementar en Euskal Herria, considero que es fundamental primero «sanar la tierra» y no seguir contaminando. Cuando digo esto, no me refiero únicamente a señalar a la mano negra del sistema capitalista como estructura de poder «macro», sino a cuestionar aquellas prácticas cotidianas que llevamos a cabo en nuestras vidas muchas personas de izquierdas y que resultan inviables desde un punto de vista ecosocial. Podemos luchar contra la instalación de unos molinos de viento en nuestro territorio o intentar frenar la construcción de un macro vertedero en el patio trasero de nuestra casa, pero si solo nos planteamos llevar a cabo este tipo de luchas de defensa del territorio cuando nos afectan directamente los problemas del capitalismo, pero nos negamos a aceptar que tenemos que modificar radicalmente nuestra forma de entender el mundo del ocio, el trabajo o el consumo, muy seguramente, lo que estaremos sembrando, volviendo a la temática horticultura, será una planta carnívora que acabará devorando todo aquello en lo que en la teoría creemos con todas nuestras fuerzas. Si algo sabe hacer el capitalismo, es integrar en su discurso cualquier lógica defensiva que plantee la izquierda (dos ejemplos pueden ser el feminismo a secas o el ecologismo a secas), por lo que teniendo en cuenta esto es más que necesario ir al origen de todo y ese epicentro del problema, desde mi más humilde opinión, deriva del crecimiento ilimitado, la obsolescencia programada y las desigualdades galopantes entre Occidente, China, Japón y Corea y el resto de países del mundo.

Seguramente los y las promotoras del primer encuentro eco-comunalista ibérico fallamos políticamente en el contenido y en los resultados de esta jornada, no únicamente por no haber sabido construir una narrativa eco-comunalista en todas las ponencias o por no haber conseguido levantar el suficiente interés entre las asistentes como para construir una red ibérica eco-comunalista, muy seguramente nuestro mayor y principal fallo recayó en querer empezar la casa por el tejado – sobre esto hablaré en otro artículo de manera más pormenorizada-. Craso error el hablar de eco-comunalismo o «nuevas institucionalidades» sin que se den, ni de lejos, las condiciones materiales para poder llevar a cabo esa hoja de ruta en la Península Ibérica.

Si partimos de que el cristianismo, el judaísmo o el mundo islámico nacen de una misma cosmovisión monoteista del mundo en donde todos estos credos comparten un solo Dios aunque lo llamen de maneras diferentes, podemos entender el por qué nosotras como «buenas occidentales» y provenientes de una cultura judeocristiana, hemos introducido esa lógica dentro de la izquierda, es decir, mientras que algunas hablan de comunismo o anarquía, otras lo hacemos del eco-comunalismo como esa ideología intermedia entre estas dos corrientes históricas del pensamiento revolucionario. Tres utopías que en términos generales y sobre el papel representan lo mismo: ausencia de opresión, igualdad y fraternidad para el género humano. Cierto es para no caer en infantilismos, que muchas de ellas tienen arduas diferencias en cuanto a métodos y formas de gestión. Ahora bien, muy seguramente, si la izquierda, desde el antifanatismo y el pragmatismo, no consigue llegar a entenderse en «términos absolutos» seguiremos viviendo en un mundo capitalista en «términos reales».

Por ello y volviendo al eco-comunalismo, que es mi escuela de pensamiento, sería interesante aceptar que igual que los marxistas hablan del socialismo como una etapa previa a la instauración del comunismo, nosotras, las que nos definimos como eco-comunalistas, deberíamos de entender que sin fases intermedias será prácticamente imposible llegar al eco-comunalismo. Concepto que aunque para nosotras sea el adecuado y lo llamemos así, tendremos que aceptar que otras personas deseen referirse a ese sistema de justicia e igualdad de otra manera, de ahí lo que antes comentaba del monoteísmo y los diferentes nombres en referencia a un mismo Dios. En mi opinión, esa fase previa al eco-comunalismo imprescindible de transitar la deberíamos de denominar como fase «ecodemocrática». Una etapa donde deberemos de intentar confluir en frentes comunes con el fin de crear un relato colectivo que cuestione al menos dos elementos:

1) la necesidad de superar este modelo político actual basado en la política profesional y en las malas artes que la rodean

2) asumir que debemos de construir un modelo económico cooperativista que libere a las comunidades formadas por trabajadores del yugo del capitalismo de libre mercado que también afecta a la administración «pública» estatal.

Para ello, será fundamental estrujarnos los sesos para encontrar las estructuras jurídicas más adecuadas -que a día de hoy existen- que nos permitan construir un frente común alternativo que libere a los y las trabajadoras. En definitiva, que empodere política, social y económicamente a las comunidades humanas.

Antes de conseguir todo esto, que es pura teoría y que a día de hoy solo se sostiene sobre el papel, nos toca ser realistas y empezar por unos objetivos concretos, eso sí, sin perder de vista lo que he mencionado anteriormente. Ese objetivo concreto para mí se llama decrecimiento. Es urgente que a toda la izquierda sociológica (desde los partidos políticos pasando por los sindicatos y los movimientos sociales) se les obligue a poner en en el centro del debate discursivo la necesidad de decrecer en Occidente como pieza clave para poder hablar con honestidad y legitimidad de cuestiones como las migraciones, la carestía de la vida o la pobreza y es que, sin nuestro decrecimiento lo que nos espera es colapso y ecofascismo.

Haciendo autocrítica de por qué no me he centrado en esta lucha como leitmotiv de mi militancia reciente, seguramente la malísima experiencia que tuve como concejal en un Ayuntamiento durante un año y medio fue la que me hizo encerrarme en unas posiciones que tras multitud de charlas, encuentros realizados y dos libros escritos, me han hecho asumir, no sin cierta tristeza, que lo estaba persiguiendo era establecer una etapa final ideal sin unas condiciones materiales previas. Por todo ello, desde este artículo pido perdón por mis fallos y errores ya que ciertamente me he cansado de perseguir construir un puente sin tener en cuenta las vigas necesarias para sostener ese organismo social.

En definitiva, he llegado a la conclusión de que no deseo acabar mis días de militancia como lo hizo Bookchin, amargado y con la derrota en su tuétano, situación en la que, por cierto, su propia compañera de vida y de tesis, Janet Biehl, acabó renegando del comunalismo volviendo a votar y a creer en el programa político demócrata estadounidense.

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