Toño Gomez Liebana y Mati Iturralde
Activistas en defensa de la sanidad publica

Decrecer para mejorar la salud colectiva

No vamos a desvelar nada a estas alturas si afirmamos que los sistemas sanitarios públicos occidentales, con lógicas diferencias entre los países más y menos ricos, se encuentran en una situación crítica. Curiosamente es el adjetivo que se usa en la clínica médica para describir una situación que precisa actuar con rapidez y con medidas extremas. Sin embargo, el análisis de las causas de la actual situación y las propuestas que se van planteando para salir de ella parece que no consiguen ir más allá que intentar volver al pasado de «los estados de bienestar» que sin lograr redistribuir en realidad la riqueza, se han ido desintegrando por la voracidad capitalista. Hubo un tiempo en el que los Estados occidentales lograron facilitar el acceso de la ciudadanía a los servicios públicos de una manera moderadamente equitativa. Ese tiempo ha terminado y ya no hay garantías de que se mantengan, sino más bien signos de que van a convertirse en sistemas de beneficencia paulatinamente.

La crisis actual responde a varios determinantes, seguramente precipitados tras la pandemia, pero que ya venían instalándose al menos desde el anterior reajuste capitalista en el 2008. Entonces se inició ya la voladura controlada de todos los derechos sociales -cumplida su función de amortiguación social e innecesarios para el capitalismo del siglo XXI-, para que la acumulación de la riqueza en manos de una vergonzosa minoría no tuviera límites.

Los sistemas sanitarios como el resto del sector público en la actualidad se encuentran desmantelados y con graves problemas de gestión, financiación, organización y sobre todo de formulación del modelo. Pero como ocurre con todos los problemas complejos, el análisis no puede ser simplista y además de imaginar reformulaciones complejas es necesario prever un futuro cada vez más incierto en lo que se refiere a la pervivencia del planeta y la humanidad en su conjunto.

La reflexión que nos gustaría hacer parte de una posición que considera la salud con un concepto amplio pero que no pierde de vista la posibilidad de transitar una vida finita, digna e interrelacionada con la tierra y su cuidado. Por lo tanto, desdeñamos de inicio la ensoñación del actual mercado de la salud, con las promesas de prolongar la vida humana sin límites y el impulso de la biotecnología y las biociencias para lograr que solo unos pocos seres humanos pudieran sobrepasar esos últimos límites.

En salud debiéramos admitir que los seres humanos estamos limitados por nuestra propia fisiología como el resto de seres vivos, pero también porque habitamos un planeta con recursos finitos que muestra ya que su superrexplotación es insostenible.

Pero esta reflexión compleja puede poner en cuestión las bien intencionadas propuestas de las plataformas populares surgidas ante el desmantelamiento de los servicios sanitarios públicos y desde organizaciones de izquierda. Existen evidencias de que, superados determinados niveles de financiación, recursos e infraestructuras, los actuales sistemas no mejoran el estado de salud de la población, pero no solo por defecto (desviación de recursos y gestión ineficiente) sino también por el exceso que supone la creación de necesidades irracionales de consumo sanitario puro y duro, producto de la captura del sistema sanitario desde hace décadas, por los intereses del complejo médico-industrial.

Hace ya cincuenta años, el informe Lalonde demostró que las condiciones de vida y el medio ambiente podían aportar mucho más a la reducción de la mortalidad que el propio sistema sanitario, lo que con toda seguridad se ha incrementado aún más, dados el incremento de la desigualdad interna y la explosión de contaminantes en nuestras vidas diarias. Aquel informe también demostró que el gasto sanitario se concentraba en el aparato asistencial y solo un 2% se dedicaba a actuar sobre el entorno y las condiciones de vida. Hoy, cinco décadas después, se sigue centrando en la asistencia curativa y solo el 3% se destina a prevención.

Sin embargo, aunque es bien conocida la gran ineficiencia de los sistemas sanitarios públicos en términos de actuación contra los determinantes de salud poblacional, desde todas las instancias políticas y desde la patronal privada, se reivindica la receta de la exigencia de un aumento del gasto sanitario sobre todo en función de un porcentaje homologable del PIB, lo que, en nuestra opinión, muestra contradicciones profundas. Como muestra, el gasto sanitario per capita en la UE se duplicó entre 2000 y 2018, contribuyendo al crecimiento del PIB, pero sin que los indicadores sanitarios hayan mejorado en la misma línea.

Por tanto, destinar más dinero para financiar las mismas acciones que se están realizando en la actualidad no solo no va a mejorar el estado de salud de la población, sino que, por un efecto perverso, lo que va a generar es un incremento del margen de beneficio del poderoso mercado sanitario que atraviesa todos los sistemas públicos con sus intereses espurios. Así que destinar más dinero para seguir haciendo lo mismo no parece que pudiera mejorar nada en realidad. Porque tener más recursos financieros para invertir en cada vez más alta tecnología, más sistemas millonarios de alta resolución genómica (pendiente de un debate ético que nunca se realiza), más terapéuticas inflacionadas por la Big-farma y más investigación encaminada a menudo a la obtención de resultados inútiles e irracionales, pero de alta función financiera no comporta ninguna mejora real para la salud humana más bien todo lo contrario.

¿Entonces no hace falta gastar más en salud? Por supuesto que hay que invertir dinero público para mejorar la vida de las personas. Pero primero deberíamos encarar el despilfarro que se produce en el sistema sanitario, que en algunos países supone hasta el 30% del presupuesto sanitario o más, y nosotros no vamos a ser muy diferentes. Y por otra, se debe de partir de aplicar los principios de realidad, equidad y ética social. Si la realidad nos muestra que la mayor carga de enfermedad y perdida de salud están producidas por la precariedad económica, los trabajos insanos, las infraviviendas, la alimentación basura, la soledad o el abandono de la dependencia y la exclusión. ¿No sería más racional intervenir en como garantizar los derechos sociales que en seguir aumentando el beneficio de la Bio-industria? ¿Complejo médico-industrial?

La respuesta pudiera ser que para garantizar los derechos sociales y por lo tanto la salud poblacional habría que modificar de raíz el sistema económico y así es desde luego, pero esto que se dibuja como una utopía de lucha imposible contra el gigante del capitalismo va convirtiéndose en una cuestión de vida o muerte ante la mayor amenaza vivida en la historia de la humanidad. Más vale que entendamos que no hay otra opción y que avanzar por caminos que nos aproximan al abismo nunca puede ser una solución.

Con una demografía dominada por el aumento exponencial del envejecimiento nos encontramos con estrategias cuyo único objetivo es prolongar la vida, aunque esta supervivencia sea a costa de inhumanidad y sufrimiento. Se da la paradoja de que el costo de un ingreso hospitalario de una persona con edad muy avanzada y a menudo con demencia es cien veces mayor que un buen sistema de cuidados con recursos sociosanitarios que evitaran el abandono y la muerte en condiciones inhumanas. Por ello si hablamos de cómo redirigir recursos debiéramos abrir el debate ético-social del valor del envejecimiento y su cuidado (el mismo debate ya superado para el valor de la infancia y el bien superior del menor).
Pero volviendo al actual modelo sanitario. El crecimiento del sistema sanitario tal como hoy lo conocemos comporta una dependencia permanente de consumos energéticos, de materiales y tecnologías completamente fuera del control de la sociedad. La tecnología de alta resolución hospitalaria consume un porcentaje de energía incalculable y no se plantean estrategias alternativas. Como ejemplo, una resonancia magnética, puede utilizar tanta electricidad como 70 hogares, mientras que entre el 2 y el 10% de las huellas nacionales de carbono en los países de la OCDE se debe al sistema sanitario, lo que no es despreciable ya que se aproximaría a la huella de sector de la alimentación.

En medio ya de una profunda crisis energética y con perspectiva de una más que posible situación de escasez de combustibles fósiles y encarecimiento progresivo del resto de fuentes de energía, los actuales sistemas sanitarios públicos no solo no planifican como abordar esas situaciones, sino que van profundizando su dependencia y generando más y más residuos que de momento son imposibles de reciclar ni eliminar sin costes energéticos. Cada vez es más frecuente el desabastecimiento de medicamentos esenciales tanto por nuestra dependencia de países lejanos, como por problemas logísticos y de paralización de la producción farmacéutica.

Seguramente esta situación es conocida por los gestores de los sistemas sanitarios, pero nadie quiere dar la mala noticia de que el espejismo del crecimiento del consumo biotecnológico tiene límites insalvables y que es necesario modificar el actual despilfarro energético. De nuevo el dilema nos enfrenta a un cambio radical que precisa cuestionar la lógica del mercado que solo busca el beneficio inmediato.

Mas pronto que tarde tendremos que elegir entre más tecnología o más medicina preventiva. Entre seguir alimentando la espiral de medicalización, sobrediagnóstico, sobretratamiento y exceso de consumo de fármacos (tercera causa de muerte en Occidente), o actuar contra los «productores de enfermedad», en muchas ocasiones perfectamente identificados por la evidencia científica, lo que va a significar colisionar con el mercado y cuestionar los sacrosantos consumismo y crecimiento. Implicará optar por sistemas de seguridad social alimentaria locales, aplicar el principio de precaución en la producción de miles de productos no esenciales que están regando de contaminantes nuestro entorno, reducir la desigualdad social y acabar con la pobreza, disminuir las jornadas laborales y optar por los trabajos socialmente útiles frente a los trabajos de mierda, desurbanizar y recuperar la naturaleza, es decir, hacer lo que nunca nos han dejado  hacer: verdadera medicina preventiva, que opere fuera de la lógica del mercado y que contribuirá, con menos gasto, a la mejoría de los indicadores de salud colectiva y a luchar contra el Capitaloceno mediante la reducción del extractivismo y de las emisiones que están llevando al abismo.

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