Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

Defensa elástica

«Una vez evitado el error estratégico que hubiera supuesto la mera resistencia, es preciso atender a la segunda variable, la condición necesaria para que la defensa elástica sea algo más que un modo de aminorar la derrota. Como no estamos en un escenario bélico, el recurso imprescindible en este caso es la movilización social. El contraataque político eficaz que coloque a las instituciones propias en la tesitura de obedecer sólo a su pueblo, y al pueblo en la de obedecer sólo a sus instituciones, depende de la activación social, de la ilusión y el compromiso ciudadanos.»

La retirada alemana tras la liberación de Stalingrado por las tropas soviéticas en 1943 podía haber terminado con un ejército diezmado, disperso, reducido a menos de la cuarta parte de los efectivos que iniciaron la campaña. Precisamente, eso es lo que le ocurrió a la Grande Armée en 1812. Sin embargo, Stalin tardó más de dos años en llegar a Berlín. ¿Por qué? En gran medida, quien marcó la diferencia fue Erich Von Manstein, mariscal de la Wehrmacht, posiblemente uno de los estrategas más brillantes del siglo XX. No en vano, la «defensa móvil» que planteó en el frente del Don, fue un concepto estratégico innovador que no ha dejado de estudiarse y aplicarse desde la segunda guerra mundial.


Cuando la ofensiva pierde fuelle ante un enemigo más fuerte, la resistencia numantina en posiciones avanzadas se convierte en la antesala de la aniquilación o la desbandada general. La defensa móvil o elástica permite retrasar el avance enemigo y retroceder ordenadamente de forma que los efectivos propios se concentran, al tiempo que los enemigos se dispersan relativamente, lo que posibilita un contrataque posterior exitoso. La defensa en profundidad nunca ofrece una línea de ataque clara, y juega con posiciones «duras» y «blandas», según la conveniencia de la batalla.


Esta reflexión, más propia de una academia militar, viene a cuento a partir de la inversión de la visión clasica de Klausewitz que nos propone Foucault. En nuestro mundo posmoderno, «la política es la continuación de la guerra por otros medios», por lo que los conceptos estratégicos bélicos son perfectamente trasladables a la pugna política. Lo que valía para el enemigo, vale para el adversario.

No vamos a glosar la bondad de la retirada ordenada que el conjunto de la izquierda abertzale ha propiciado como modelo de cierre de un ciclo de protesta nucleado en torno a una estrategia político-militar que ya había llegado al agotamiento. Los beneficios de esa opción, alternativa a la basada en la resistencia a ultranza en posiciones inamovibles, no sólo está permitiendo un mejor posicionamiento de las reivindicaciones históricas del abertzalismo, sino que además, desde un punto de vista ético, ha ahorrado un sufrimiento estéril, tanto propio como ajeno. Los que han buscado, y todavía buscan una desbandada ya improbable, al parecer estarían dispuestos a seguir padeciendo e infligiendo un dolor añadido en pos de sus objetivos políticos.


Sin embargo, parafraseando a Von Manstein, la retirada escalonada no debiera ser sino un paso previo imprescindible para el tránsito a la contraofensiva política de las fuerzas sociales y políticas que desean un cambio sustancial. Al parecer, en nuestro caso, la bandera de ese movimiento de avance va a ser «el derecho a decidir».


No es este el formato adecuado para teorizar acerca de la oportunidad del nuevo concepto y la visión actualizada de la autodeterminación que trae consigo. Sin embargo, puede ser interesante diferenciar tres acepciones del «derecho a decidir»: la jurídica, centrada en el derecho y su reconocimiento; la política, basada en la decisión y la unilateralidad; y la social, en la que prima la soberanía ciudadana, el compromiso y la opción emancipatoria en lo cotidiano.


Recientemente se ha puesto en marcha la Ponencia de Autogobierno en el Parlamento Vasco. Está aquí en juego la primera acepción del derecho a decidir. Una lectura inpirada por la lógica de consenso que prima el reconocimiento externo del derecho y se topa con el límite evidente de la legalidad española y la consiguiente capacidad de veto de la minoría parlamentaria españolista.
En la comparecencia realizada para justificar su acuerdo con el PSE, Joseba Egibar afirmó que la ponencia es un primer paso. Ciertamente, será un paso, pero retrógrado, ya que, en el mejor de los casos, supondrá volver a los contenidos –seguramente no a los preacuerdos–, de las conversaciones de Loiola, pero ahora ya en un ámbito institucional más constreñido.

Sin embargo, los límites evidentes de tal modelo bilateral –parecen haber pasado en balde más de treinta años de incumplimiento estatutario–, obligan a una caracterización alternativa de dicha iniciativa parlamentaria, un poco más sofisticada: la ponencia en la que se trata de lograr un reconocimiento bilateral y consensuado del derecho a decidir no sería sino una posición móvil de defensa avanzada. Una posición que permita ganar un tiempo imprescindible para concentrar y articular las fuerzas abertzales, cara a un contra-taque político más audaz a medio plazo.


Es, en todo caso, una posición flexible que seguramente habrá que abandonar o sacrificar en el momento en el que los adversarios políticos neutralicen cualquier posibilidad de materializar realmente el derecho a decidir. Cosa que ocurrirá indefectiblemente, haya o no reforma constitucional en España. Algo que debieran tener en cuenta los que anhelan participar, y empantanarse nuevamente, en la segunda transición española que probablemente nos espera a partir de la próxima legislatura. La soberanía vasca nunca va a llegar «de la ley a la ley».
En ese momento, los que quieran ver una Euskal Herria independiente en una escala temporal humana y no geológica, deberán optar entre la mirada funcionalista que se refleja en ese tándem sistémico que conforman el sociólogo y el jurista –es decir, gestionar lo existente desde la centralidad–, o la mirada de «lo político» como fundación, que trasciende «la política» al uso.
Aquí aparece la segunda acepción del derecho a decidir, la que prima la decisión sobre el derecho.

La visión fundada en la decisión unilateral de unas instituciones propias que a partir de su legitimidad democrática, crean el derecho sin esperar un reconocimiento externo. Instituciones que empiezan a actuar como soberanas de modo unilateral. Tras la sentencia sobre Kosovo, la conformación teórico-jurisprudencial del «derecho a decidir» en el ámbito internacional está más cercana a este planteamiento que al mencionado en primer lugar. Este es también el paradigma vigente por ahora en Cataluña y muy probablemente será el que deba adoptarse en nuestro pais, incluso si conviene reconducir finalmente el conflicto hacia el modelo consensuado antes mencionado.


Von Manstein acertó en el concepto estratégico pero sólo pudo retrasar la derrota alemana, en primer lugar, por la demencia política de los gerifaltes nazis, que se empecinaban en un concepto estático de defensa y, en segunda instancia, porque no pudo ubicar los recursos que todavía ofrecía la industria armamentística alemana en el teatro de operaciones del este.

En nuestro caso, una vez evitado el error estratégico que hubiera supuesto la mera resistencia, es preciso atender a la segunda variable, la condición necesaria para que la defensa elástica sea algo más que un modo de aminorar la derrota. Como no estamos en un escenario bélico, el recurso imprescindible en este caso es la movilización social. El contraataque político eficaz que coloque a las instituciones propias en la tesitura de obedecer sólo a su pueblo, y al pueblo en la de obedecer sólo a sus instituciones, depende de la activación social, de la ilusión y el compromiso ciudadanos. Así, esta última acepción del «derecho a decidir» reivindica el protagonismo popular. Una decisión autogestionada y, al tiempo, complementaria con la de las instituciones propias, porque les da cobertura en el caso en el que opten por crear y someterse únicamente a la legalidad vasca.


En esta tercera perspectiva, pierde todo sentido el debate jurídico acerca del «derecho a decidir», su hipotético reconocimiento internacional o la posibilidad de encaje en tal o cual ordenamiento estatal, y adquiere carta de naturaleza el compromiso individual y colectivo para decidir en el día a día. Es decir, se prima ese «actuar juntos» que Arendt defendió con ardor. Ese conjunto de decisiones cotidianas que mediante la verdadera aparición de lo político, abren paso a un nuevo modelo de sociedad, la Euskal Herria del buen vivir.

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