Joseba Pérez Suárez

Derecho a decidir, tabarnias y Barrio Sésamo

Un concepto de democracia, el resultante, que les lleva a interpretar demandas, como las catalana o vasca, desde una óptica «descendente», que ellos, con un afán burlesco, hacen llegar a grados ridículos, desde el engendro de Tabarnia a la amenaza de separar Araba de Euskal Herria.

El frontal choque que se representa estos días en la comisión de autogobierno del parlamento de Gasteiz, a propósito de lo que una parte, la mayoritaria, conoce como «derecho a decidir» y otra, sensiblemente menor, sitúa directamente en ese mantra de reciente descubrimiento que es, para ellos, el riesgo de secesión y el abismo independentista, esconde una colisión de conceptos que hunden sus raíces en los oscuros tiempos de la mal llamada transición.

Una transición inicialmente ilusionante, pero trufada de amenazas, miedo y ruido de sables, que desembocaron en un sistema político supuestamente democrático, pero con unas graves carencias que se hacen patentes en momentos como los últimamente vividos en Catalunya. Sistema, este, impulsado por los restos del antifranquismo, pero pulido, tamizado, desarrollado y autorizado por quienes apenas un cuarto de hora antes desalojaban la plaza de Oriente, tras haber jaleado al caudillo hasta la afonía.

Parieron, sin duda, una democracia con todos sus «tics», el mayor de los cuales es esa orientación «de arriba hacia abajo», al estilo del entramado dictatorial, que la sociología franquista inculcó durante años, tanto entre afines como entre detractores del extinto ferrolano y que, mal que les pese, aún hoy perdura entre el unionismo. Un sistema que colocó en su cabeza, anacronismos de la política, al personaje directamente elegido por el sátrapa, cuya herencia se trataba supuestamente de enterrar, y al que «demócratas de toda la vida» y, por extensión, la sociedad española, añorantes, en el fondo y hasta en la superficie, de un guía espiritual, convirtieron en «supremo hacedor», origen y fin de todo lo demás, democracia incluida. Un rey al que ellos mismos entronizaron sin llegar a asumir que, por la misma regla de tres, podrían convertirlo en pasado de igual manera, pero del que prefieren, aún hoy día, hacer emanar directamente todas las instituciones (Congreso, Senado, parlamentos autonómicos…), como si de maná divino se tratara, al tiempo que convertirlo en incuestionable, inviolable, intocable e inimputable, en vez de recordarle, diariamente, que si él y su familia no han hecho fila en las oficinas del INEM, se lo deben a un franquismo sociológico más enraizado de lo que sería deseable y no a esa especie de derecho divino del que la monarquía cree disponer. Empezar así un sistema democrático, sinceramente, nunca tuvo un pase.

Un concepto de democracia, el resultante, que les lleva a interpretar demandas, como las catalana o vasca, desde una óptica «descendente», que ellos, con un afán burlesco, hacen llegar a grados ridículos, desde el engendro de Tabarnia a la amenaza de separar Araba de Euskal Herria, con la intención de seguir atomizando las demandas hasta alcanzar poblaciones o barrios, cuando las ciudadanías vasca y catalana no plantean sino su intención de tomar las riendas de sus respectivas vidas políticas, sobre la base de unas mayorías parlamentarias que les dan voz.

Porque el concepto democrático que manejamos vascos y catalanes, por contraposición, hunde sus raíces en la persona y crece «de abajo hacia arriba», desde la inalienable libertad individual para emanciparse una vez alcanzada la mayoría de edad, en una evolución que llevará a esa persona a seguir decidiendo su futuro cuando opte por formar un hogar y establezca en él, sola o acompañada, unas pautas de gobernanza que irán desde la determinación del sistema educativo para sus hijos, hasta la previsión de su futura jubilación, pasando por su cobertura sanitaria, la financiación de determinadas compras o la elección del estilo de alimentación que regirá entre las paredes de su casa. La misma evolución que le llevará a colaborar con el resto de vecinos de su pequeño pueblo o gran ciudad, para establecer el sistema de gobernanza de su localidad, la elección de su corporación municipal y, por extensión, el de su herrialde (JJ.GG. en nuestro caso) y su comunidad (parlamentos de Gasteiz o Iruñea), lo que le llevaría, por pura lógica, a la decisión sobre el propio futuro de esa comunidad, haciendo realidad ese gobierno del pueblo que propugna la democracia.

Y es en ese último punto, la decisión sobre el futuro de nuestro pueblo, precisamente, donde se produce el choque entre quienes “subimos” y quienes “descienden”, originando una colisión entre conceptos enfrentados, que, en condiciones normales, debería solucionarse desde el razonamiento, pero que el unionismo obliga a encallar en un debate “hacia arriba, hacia abajo”, más propio de Barrio Sésamo que de una sociedad que presume de tener claros los principios básicos de una democracia.

Mantiene mi aita, desde siempre, que la sociedad española presume de quijotesca cuando su comportamiento se asemeja mucho más a un “sanchopancismo” más acostumbrado a obedecer que a proponer, a conservar lo adquirido que a invertir en la exploración de nuevos horizontes, a sentirse protegido por quien manda que a tomar las riendas de su vida en pos de una mejoría, a confiar en la vana promesa de una ínsula Barataria que a seguir edificando sobre lo construido. No sorprenden, por tanto, las trabas del unionismo a completar las trasferencias pendientes del estatuto de la CAV, ni ese creciente rechazo a un concierto económico vasco que es sinónimo de rigurosidad, compromiso, esfuerzo y exposición a un posible fracaso, algo que de Miranda para abajo han preferido dejar siempre en manos de quienes, hoy día, son pasto de unos tribunales de justicia que, aun estando controlados por ellos mismos, se ven imposibilitados de mirar a otro lado ante la avalancha de desmanes que florecen sin solución de continuidad.

Así está hoy el patio político. Difícil adivinar cómo acercar posturas ante tan radicales diferencias de concepto, que hacen inviable esa bilateralidad con la que algunos sueñan en nuestro país. Quienes detentan la razón de la fuerza han optado por la persecución pura y dura de quien basa su fuerza en la razón, porque la historia nos enseña que siempre obraron igual. Precisa el diccionario que razonar es “establecer relación entre ideas o conceptos distintos, para obtener conclusiones o formar un juicio”; también “justificar una respuesta, opinión o hecho mediante razones o argumentos”. Lo de apalear o encarcelar no lo contempla, si bien el unionismo prefiere obviar el diccionario y “razonar” de modo autónomo.

“Dejé de ser marxista por ser español” (Jiménez Losantos / El Mundo / 3-2-18). Ese es el nivel de debate político que vende en España tras “lo de Catalunya”. El de Barrio Sésamo, incluso, resulta muy avanzado para el unionismo actual. Madre mía, qué pereza.

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