Raúl Zibechi
Periodista

Desastres que pueden conducirnos al colapso

Destaca el propio Servigne: «El colapso no será igual para todos. Es algo que durará años y será diferente para cada región, para cada cultura». Por lo tanto, el colapso no es un suceso como el diluvio de la Biblia, sino un extenso período histórico de decadencia aguda que pondrá fin al mundo que conocemos.

El ingeniero agrónomo francés Pablo Servigne, en un reciente reportaje en Radio Francia Internacional, sostiene que debemos prepararnos para «un siglo de desastres» (https://bit.ly/2VHMLb3). Se trata de uno de los teóricos de la «colapsología», una tendencia del pensamiento que –aunque parezca novedosa– tiene una larga historia, incluso en el marxismo.

Quienes analizan las tendencias al colapso del sistema, de nuestra civilización y de la humanidad, no gozan de la simpatía del público. En alguna medida, porque sus análisis suenan exagerados y no estiman las tendencias opuestas al derrumbe. Pero también, porque los seres humanos negamos aquello que nos perturba, sobre todo cuando no encontramos salidas en una situación límite.

Quienes nos formamos en la vertiente marxista del pensamiento crítico, más allá de que sigamos o no suscribiendo ese membrete, no debemos olvidar que la teoría del «derrumbe del capitalismo» fue motivo de intensos debates a fines del siglo XIX y hacia las primeras décadas del XX. Rosa Luxemburg afirmaba en “Reforma o revolución”, que «la teoría del colapso capitalista es la médula del socialismo científico». Sin tal colapso, sostuvo, sería imposible expropiar a los capitalistas.

Parte de ese debate retorna décadas después en ancas de los llamados «límites del capitalismo», que algunos sitúan en el medio ambiente, otros en el peak oil (pico de la extracción de petróleo) y otros más en los siempre recordados límites del crecimiento económico. Lo cierto es que el colapso del sistema nunca llegará, por más crisis y debacles que se sucedan, si no existe una acción colectiva consciente y organizada.

En el debate actual sobre el colapso, suelen mezclarse varios elementos. Por un lado, la confusión entre los signos inequívocos de la realidad y los deseos de asistir al derrumbe del sistema opresor. Por otro, la escasa claridad sobre qué estaría colapsando: ¿la potencia hegemónica? ¿el capitalismo? ¿la civilización occidental? ¿la humanidad? Por último, sigue predominando la imagen de un colapso en forma de evento catastrófico, tipo «diluvio universal», cuando los análisis más atinados apuntan hacia un largo e ininterrumpido declive.

El análisis de Servigne se inscribe en la tendencia de analistas que observan cómo se encadenan los desastres: los incendios forestales, desde la selva amazónica hasta Australia; la sucesión de sequías e inundaciones; las plagas de langostas como las que vivimos estos meses entre Paraguay y Argentina, fenómenos todos vinculados al extractivismo. Al igual que los virus que provocan las pandemias, nacidas entre los megacriaderos de animales y la destrucción medioambiental.

«Veo la pandemia de coronavirus como una etapa de un posible colapso sistémico general de nuestra civilización, de nuestras sociedades», dice Servigne. A todo lo anterior, suma las guerras y los conflictos entre naciones, para concluir que la pandemia en curso es, apenas, un «ejercicio de preparación» para una situación que se volverá permanente.

Preocupado por el crecimiento del autoritarismo, impulsado por las ultraderechas y el control digital de nuestras vidas, cree sin embargo que la solución está en «un Estado que garantice derechos, que coordine, pero no a un Estado de control, de dominación o un Estado fuerte». Ciertamente, los períodos de derrumbe sistémicos enseñan una doble tendencia: hacia el control y, cuando éste fracasa, hacia un tipo de caos que termina arrastrando a los propios estados.

En mi opinión, este es uno de los puntos débiles del razonamiento de algunos estudiosos del colapso. Por la sencilla razón, avalada por los meses que llevamos de pandemia, de que los estados son parte de lo que está colapsando, algo inocultable en América Latina pero también en Estados Unidos.

A partir de aquí, se imponen varias consideraciones. Una de ellas es la que destaca el propio Servigne. «El colapso no será igual para todos. Es algo que durará años y será diferente para cada región, para cada cultura». Por lo tanto, el colapso no es un suceso como el diluvio de la Biblia, sino un extenso período histórico de decadencia aguda que pondrá fin al mundo que conocemos.

El colapso impulsado por el capitalismo actual, está sacrificando a las clases trabajadoras en el altar de su supervivencia como sistema. La expansión del teletrabajo nos dice que están pensando los modos para deshacerse de una parte de la clase trabajadora, en particular el sector no blanco, que está siendo mucho más afectado que la población blanca (https://bbc.in/3iyFDYr).

La segunda cuestión es la importancia de lo local y pequeño. En este punto, hay que rechazar tajantemente las ideas bucólicas de «lo pequeño es hermoso», que puede serlo, en aras de comprender algo más profundo: «los sistemas locales generan resiliencia a los desastres globales», como sostiene Servigne.

Algo así estamos observando durante la pandemia. Por lo menos en América Latina, son las comunidades rurales, indígenas y campesinas, las que mejor están respondiendo a los desafíos de la crisis. En gran parte, porque tomaron medidas de aislamiento y porque tienen la capacidad de sostenerse en sus espacios en base a las autonomías alimentaria y de agua que vienen cultivando desde hace siglos. Esas comunidades tienen los recursos suficientes como para sobrevivir con escasos contactos con la ciudades.

Por último, la importancia de la organización. Nadie sobrevive solo o sola al colapso. Si los pueblos originarios de este continente enfrentan la pandemia desde una posición menos expuesta que los urbanos (sobre todo nasas del Cauca colombiano, zapatistas de México, mapuche de Chile y otros), es porque han construido sólidas organizaciones arraigadas en su comunidades, porque controlan territorios y pueden sostenerse en ellos.

Aún así, a menudo estos pueblos están desbordados por el avance de la militarización, la minería, los monocultivos y las grandes obras. Pero parte de una situación potencialmente mejor que quienes están aislados en las grandes ciudades.

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