Joseba Pérez Suárez

Desmemoria jeltzale

hoy es el propio PNV el que cumple el triste papel de los americanos mediante la aprobación de unos presupuestos, los del Gobierno del PP, cuyo rechazo hubiera supuesto la caída del Ejecutivo de Rajoy.

Nadie dijo que la conquista de la libertad fuera, ni aquí ni en ningún otro sitio, un camino de rosas. Librarse de un poder que te oprime, destile este comunismo o capitalismo, sea de derechas o de izquierdas, se revista de parlamentarismo o militarismo, nunca fue tarea fácil. Quien ostenta la supremacía siempre se resiste a perderla y si esta se basa en posturas intransigentes y maximalistas, obliga a enormes sacrificios, como los que hoy arrostran nuestros amigos catalanes, que, como ya ocurriera en Euskal Herria durante el franquismo o en esta última época con el caso Bateragune, terminan incorporando a su actividad pública la figura del preso político, más propia de regímenes dictatoriales, que de quienes se tienen por estados modernos comprometidos con la construcción de una supuesta Europa democrática.

Enfrascado, como está en este momento, en la difícil y urgente tarea de buscar reconocimiento internacional a su causa, el Gobierno de Puigdemont nos trae a la memoria la similitud de su camino con el iniciado por el Gobierno Vasco del lehendakari Agirre cuando, consolidado el alzamiento franquista de 1936, buscó desesperadamente el respaldo del mundo libre, que ayudara en la tarea de derrocar al dictador y restablecer la democracia en nuestra tierra.

Intuyó Agirre que el Gobierno estadounidense estaría antes con la libertad de los pueblos oprimidos por el rampante fascismo europeo que con sus propios intereses geopolíticos o económicos. Craso error el suyo, como quedó demostrado, en plena Guerra Fría, con el reconocimiento internacional del régimen franquista y su posterior entrada en la ONU. El abandono de la causa vasca por parte de los adalides del mundo libre sumió en la decepción al Gobierno de Agirre y dejó claro que la relación del humanismo y la alta política no difiere, en absoluto, de la que mantienen el agua y el aceite. Dura lección para nuestros ilusos representantes.

Hoy es Catalunya la que busca ayuda, desde hace meses, para acabar con un «rajoyismo» que le impide respirar y vuelve sus ojos hacia la comunidad internacional, esperando encontrar apoyo, sobre todo, entre quienes conocen bien este problema. Intuyeron que los sucesores de Agirre serían los primeros en dar un paso al frente de entre todo ese conglomerado. Craso error el suyo, también, porque los jeltzales tenían aprendida la lección… pero justo al revés y hoy es el propio PNV el que cumple el triste papel de los americanos mediante la aprobación de unos presupuestos, los del Gobierno del PP, cuyo rechazo hubiera supuesto la caída del Ejecutivo de Rajoy, y contribuyendo, con esa decisión, a la posterior laminación de la democracia en Catalunya y al ingreso en prisión de sus dirigentes democráticamente elegidos.

De nada sirven las aparentemente firmes posturas de Egibar y Esteban, estos días, frente a futuras negociaciones con los populares. Insiste, por el contrario, el lehendakari en la idea de seguir manteniendo las relaciones con el Gobierno de la Moncloa por una cuestión de «responsabilidad», posiblemente excusa similar a la que sirvió a los norteamericanos para optar por el franquismo frente a la democracia. Se niega el Gobierno de Urkullu, por si fuera poco, a reconocer la nueva República catalana, por entender (Erkoreka / 03-11) que no se ha proclamado oficialmente, curioso razonamiento si tenemos en cuenta que el Gobierno de Agirre tampoco ostentaba, en la práctica, la representación de ningún estado oficialmente constituido.

Fieles a ese pragmatismo que facilita que 38 años después de aprobado el Estatuto de Gernika, todavía estemos negociando (insisto, negociando) el montón de materias pendientes que por ley nos corresponden y que tanto PP como PSOE se han negado sistaméticamente a transferir, los jeltzales siguen vendiendo la moto del acuerdo pactado. Imposible salida, cuando el propio catalanismo, que siempre representó la quintaesencia de esa vía, ha comprendido la inutilidad de la misma. Una vía que muere siempre contra un muro de hormigón armado (y nunca mejor dicho), sustentado en la medieval ilusión de un imperio inmune al paso del tiempo o al advenimiento de la modernidad y erigido sobre unas leyes que cuando afectan a los demás son de «obligado cumplimiento», mientras que cuando miran hacia el pozo séptico de Génova (el de Ferraz no le va a la zaga) pasan a ser de «obligada negociación», cuando no de «absoluto incumplimiento».

Hace hincapié el lehendakari en el fracaso de la vía unilateral. No es él quién para sacar pecho de lo que se ufana en definir como «bilateralidad», una entelequia que consiste en jugar con la posibilidad de que los votos de tu partido puedan ser de utilidad para la gobernabilidad del Estado (y eso es algo que no tiene por qué ocurrir siempre). El factor que te permita seguir mendigando, migaja a migaja, los acuerdos económicos o competenciales, que más adelante serán puntual y convenientemente laminados por la «independiente» judicatura popular. Porque lo de la separación de poderes es algo que la democracia española nunca ha querido entender, de modo que, si por evitar gastos fuera, el Tribunal Constitucional podría trasladar su sede a la calle Génova sin que el cambio chirriara lo más mínimo. El despacho de Bárcenas, por poner un ejemplo, es muy posible que siga vacío.

Y así, mientras insinuaciones como la de Enric Millo o amenazas como las de Pablo Casado advierten de posibles ilegalizaciones para quien ose, a partir de ahora, proclamar sus ansias independentistas, el propio ministro español de Justicia, curioso anacronismo, declaraba en Bilbo (06-11) que igual «no es el momento de nuevas transferencias, sino de fortalecer el Estado». Declaraciones estas que dejan meridianamente claro que el mismo Gobierno español aboga por seguir saltándose la ley (por cuyo supuesto inclumplimiento ha encarcelado al propio Gobierno catalán) y que lo de la vía pactada que defiende Urkullu, cuadra más con las promesas de cualquier vendedor de crecepelo que con quien pretende hacerse pasar por estadista de altura y político circunspecto.

Si Agirre levantara la cabeza…

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